DIARIO DE UN ESCRITOR
Gaillac, 7 de octubre de 2012
Día turbio en mi bucólico retiro de Senouillac. Tengo la batería de la
cámara de fotos cargada, pero la luz del día no tiene la magia de la mañana
anterior en la que, por mala suerte, la tenía descargada; es decir, que ya no
brota esa espesa bruma fantasmagórica de los viñedos de la planicie, entreverada
por los primeros rayos del sol, sino que el cielo está cubierto y el sol ni
está ni se le espera en todo el día, tapado por las nubes.
Hago mis abluciones diarias, después de mis estiramientos, me visto
con una camiseta negra, una camisa de algodón blanca de manga corta, que no me
abotono, meto las piernas en unos dockers grises y me calzo unos zapatos de
ante marrones. Me afeito en seco la barba que me crece a diario porque olvidé
la crema a doscientos kilómetros al sur.
Había quedado a las once de la mañana con mi vecino islandés Arni,
pero me lo encuentro desayunando en el jardín y fumando un cigarrillo cuando
bajo: ha madrugado más que yo, que he demorado mi hora de levantarme de la cama
precisamente por él. La dueña de La
Bastide de Servadou (lugar que les recomiendo siempre que lleguen de día y,
si no, ni lo intenten) me pregunta qué tal he dormido. Le respondo que bien y
le pido leche caliente. Du lait chaud,
una de las pocas cosas que sé decir en el idioma de Moliere. Hoy mi desayuno,
quizá porque me lo tomo más tarde que ayer, a las diez y media de la mañana, no
es tan tranquilo y se añaden a la mesa más comensales, otros huéspedes: una
chica oriental de cara ancha, su novio, una chica rubia y sus dos jóvenes
amigos. Tanto overbocking en ese comedor me estresa. Cuando voy a coger la
mantequilla alguien se me adelanta y se demora untándola con el cuchillo en la
rebanada de pan; cuando quiero tomar el frasquito de mermelada de melón, la más
buena, resulta que se ha acabado y tengo que conformarme con la de plátano con
especias, que tampoco esté mal aunque el plátano no lo cultiven en la heredad
sino que lo compran, como me confesó con aire contrito la madame ayer por la mañana; no hay tostadas, sino pan vulgar y
corriente; y se olvidaron del zumo de naranja. Está visto que este
establecimiento con encanto funciona perfectamente cuando es un solitario como
yo el que se pierde llegando. O soy yo que, acostumbrado a ser el huésped exclusivo
de la encantadora pareja de agricultores reciclados en hosteleros, me encuentro
a disgusto con tanta gente a mi alrededor.
Arni vuelve adentro del hotel, con
su andar pausado y encorvado ligeramente hacia adelante, y le digo, cuando pasa
por delante de mí con dos dedos en su poblada barba gris que le cubre el
rostro, que en diez minutos le espero fuera, junto a mi coche, para bajar a Gaillac.
Tengo la sensación, cuando hablo con este tranquilo escritor vikingo, que mi
inglés ha mejorado en detrimento del francés.
Me despido de la señora y del caballero calvo que vino días atrás al
rescate a la iglesia de Senaillac e impidió mi regreso a Bossóst o dormir en el
coche. Les digo que tienen un establecimiento exquisito. A ver, uno también
puede ser encantador cuando quiere y le apetece y lanzar piropos justificados. Y
subo al coche con Arni y mi equipaje detrás. Pero antes de partir conecto mi
GPS y le ordeno que me lleve presto a la Place Saint Michel de Gaillac, en donde
está la abadía y el recinto de la feria.
Apenas hablo, mientras conduzco por estrechas carreteras secundarias y
cruzo vías de trenes inexistentes, con mi colega islandés que quiere tener una
conversación conmigo y se interesa si regresaré hoy a mi casa en mi coche.
Llegamos en veinte minutos a nuestro destino, siguiendo las indicaciones de la
dominatrix que hay dentro del GPS, descargo unas cuantas cajas de libros, busco
plaza en un aparcamiento público junto al río Tarn y me incorporo a mi mesa. Solo
está Arni, que firma a diestro y siniestro sus novelas sobre crímenes ficticios
en la apacible Islandia que salta a las páginas de los diarios por sus
erupciones volcánicas o políticas. A las once y media aparece Alfons Cervera, con
su aspecto de docto profesor, me saluda y ocupa su plaza en la mesa vecina, a
la izquierda de Arni. Han tenido la buena idea los organizadores du Salon du Livre de Gaillac de ponernos a
todos los extranjeros juntos y no saltearnos con los franceses, aunque a
ninguno nos hubiera importado que nos pusieran al lado de Sandrine Rudeix, una
escritora gala que tiene cierto parecido a Brigitte Bardot en sus buenos
tiempos de actriz, no cuando defendía a las focas. Ernesto Mallo llega bordeando la
hora de la comida, con su elegante pañuelo anudado al cuello.
Las catorce treinta, la hora de nuestra charla, es una pésima hora en
España, que coincide con la hora de nuestra comida, pero no en Francia, en
donde no hacen la siesta después de empezar a comer a la una y terminar a las dos. Así es
que comemos rápido en el buffet del mercado de Gaillac, en compañía de una
guapa salvadoreña vestida de azul, con mariposas de papel revoloteando
alrededor de su cabello azabache (una graciosa manualidad que sale de sus manos
y monta sobre una diadema metálica y, un día de realismo mágico, confiesa,
congregó a mariposas de verdad) y sonrisa fresca y rápida, y tras un café en la
terraza del Café Sports, en donde ya estuvimos ayer y nos conectamos a
internet, nos dirigimos directamente al viejo teatro en donde tendrá lugar la
conferencia.
Modera un lector francés que se ha leído a conciencia los libros de
Alfons, Ernesto, Arni y los míos. Actúa como traductor un voluntario español
amigo de Cervera, y es el escritor valenciano el que rompe el fuego hablando
del sentido social de sus novelas y también de la insoportable realidad de
nuestro país que se ha vuelto a convertir de nuevo en pista de despegue de
emigrantes después de tratar con cierto desprecio a los que llegaron en épocas
de bonanza económica; habla, también, de una novela más personal en la que
habla de la relación complicada con su madre que le sirvió, durante la
escritura, para conocerse a sí mismo aparte de a su progenitora. Las
intervenciones de Arni sufren dos traducciones antes de llegar al público que
llena la sala, no muy numeroso pero sí muy entregado y devoto; Arni habla en
inglés, Ernesto le traduce al español y el traductor oficial del acto vierte
sus palabras al francés, un proceso tan largo como complicado que da lugar a
situaciones chuscas y equívocos. Cuando le toca el turno a Ernesto Mallo, el
bonaerense agarra el micrófono y no lo suelta en tres cuartos de hora. Me hago
la promesa de que jamás dejaré que pospongan mi intervención detrás de la de un
argentino, porque corro el peligro de que anochezca y no llegue a decir una
palabra.
La intervención de Mallo es brillante y levanta risas, y hasta
carcajadas, entre el público. El moderador se está poniendo más nervioso que yo
y no sabe ni atina cómo cortar a Mallo, que lanza un discurso antimperialista,
perfectamente apuntalado, en toda regla. Al final, más en broma que en serio, o
no lo sé, le arranco el micrófono de las manos y le lío el cable al cuello con
la intención, muy negra, de estrangularlo en público para que se calle,
incidente que seguro habría relanzado mi carrera en Gaillac de haber seguido
apretando, pero no actúo como sicario porque Mallo, con la garganta
encallecida, enmudece y jura no hablar ya hasta el día siguiente. Y respondo, ya sí, después de dos horas de haber
empezado el acto, a las preguntas del moderador; me extiendo sobre la ciudad de
Las Vegas, que tiene un protagonismo tan importante como Mike Demon en Babylone Vegas, hablo de cierta
similitud existente entre mi novela y El
ángel exterminador de Buñuel (Mike Demon no puede salir de Las Vegas del
mismo modo que los invitados de la película de Buñuel no consiguen traspasar nunca
la puerta abierta de la habitación en la que están recluidos) y hablo de mi fascinación,
y de la literatura, en general, por las conductas torcidas. También hablo de La
Habana, de su picaresca heredada del Siglo de Oro español; de las jineteras que
ejercen su oficio con tanta gracia que sus clientes dudan de que sean
prostitutas y recitan a Neruda entre felaciones; de barrenderos que son
arquitectos y policías, como el protagonista de Le derniere enquete de l’inspecteur Rodríguez Pachón, amantes del
cine y la literatura de Faulkner; de una revolución traicionada que se ha
convertido en gerontocracia liberticida. Ya hacia el final, Alfons Cervera
rebate que la buena literatura sea hija de Caín (La Biblia es la primera novela negra de la historia de la
humanidad, digo, y Crimen y castigo,
de Dostoievsky, es otro de sus gloriosos ejemplos), bandería a la que nos hemos
afiliado Ernesto y yo, y aboga por la literatura, o el cine (y cita al
marsellés Robert Guediguien, autor de El
Havre y Las nieves del Kilimanjaro
como ejemplo) protagonizado por las buenas personas y que gira en torno a los
buenos sentimientos y que es estigmatizado con el nombre de buenismo. No puedo estar más de acuerdo con
mi colega valenciano, de que se pueden escribir buenas obras literarias, o
filmar extraordinarias películas, que giren alrededor de la rectitud moral de
sus personajes, pero yo no lo hago, quizá por mi fidelidad a la concepción que
tengo del mundo, y que se hace patente en todo lo que escribo, negativa en
líneas generales, aunque haya personajes heroicos como Vicente Ferrer por el
que siempre tendré un respeto infinito y me parecen glorisas excepciones. Pero por alguna razón soy un novelista
negro y ésa es la visión, negra, que tengo del mundo.
Aún tenemos, después de la charla y la firma de libros (firmo unos
cuantos en español para los hijos de republicanos exiliados que hay en Gaillac
y que conservan su castellano en una hornacina; hablo con un catalán, diez años
mayor que yo, en la lengua de Jacint Verdaguer), un par de horas para estar de
cuerpo presente y autografiar novelas a los rezagados que se acercan a la feria
poco antes de que ésta cierre sus puertas definitivamente. Y antes de irse cada
uno por su lado, uno a París, otro a Valencia, otro a Toulouse y el que esto
escribe a Arán, después de un vermú al aire libre, junto al Tarn, con pastas
saladas y vino dulce blanco en compañía de todas las autoridades locales, me
fundo en un abrazo de despedida con los colegas Ernesto, Arni y Alfons, y me
digo, una vez más, que la literatura tiene ese premio añadido que es el conocer a
otros autores y hasta hacerse amigo de algunos, no de todos, porque no nos
engañemos, entre nosotros hay buitres y arribistas de los que huyo.
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