CINE / LAS INOCENTES, DE ANNE FONTAINE

LAS INOCENTES
Anne Fontaine

En un convento religioso polaco en 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial está a punto de llegar a su fin, se produce una serie de embarazos como consecuencia de que las monjas fueron violadas por soldados soviéticos cuando el Ejército Rojo cruzó Polonia camino de Berlín. Las monjas de este convento próximo a Varsovia, contra la opinión de la madre superiora (Agata Kulesza), que todo lo cifra en la providencia de Dios, recurrirán  por medio de la hermana Irena (Joana Kulig), la más abierta de la congregación, a la doctora Mathilde Beualieu (Lou de Laâge), una médico de la Cruz Roja que está curando y repatriando heridos franceses en un cercano hospital de campaña, exigiéndole una estricta confidencialidad en el desarrollo de sus funciones, y ella las ayudará poniendo en riesgo su seguridad y robando horas al sueño sin que sus superiores sospechen de su actividad extra.


El cine francés, de la mano de la realizadora Anne Fontaine, responsable también del guion y autora de un biopic sobre Coco Chanel además de media docena de películas, aborda este espinoso tema medio siglo exacto después de que el gran maestro John Ford rodara su film póstumo 7 mujeres (1956), interpretado por Anne Bancroft. La película de la directora francesa, una coproducción con Polonia basada en hechos reales, primorosamente fotografiada en un gélido color que a veces se confunde con el blanco y negro (las muy bellas, y dramáticas, secuencias que tienen lugar en el bosque nevado e ilustra sobre el destino de los bebés recién nacidos) se convierte en un canto a la intolerancia religiosa, en este caso católica y personificada en la endurecida abadesa, y en contra de esa barbarie masculina que se produce en casi todas las guerras y tiene como víctimas a las mujeres que arrostran, además, un sentimiento de culpa por la agresión sufrida. La doctora francesa, que además es comunista (y está a punto de ser violada, también, por soldados soviéticos), y un médico francés, Samuel (Vincent Macaigne), y judío (y él mismo se encarga de recalcar lo de judío ante la esquiva madre superiora porque Polonia, país desmembrado durante la Segunda Guerra Mundial entre Alemania y la Unión Soviética, miró hacia el otro lado cuando el Tercer Reich decidió liberarles de esa etnia y al lado de una de las ciudades más hermosas del mundo, Cracovia, se erigió el mayor matadero de la historia: Auschwitz),  luchan contra la intransigencia de las religiosas (ellas se niegan a desnudarse ante los médicos aduciendo principios religiosos que les impiden mostrar sus partes íntimas a extraños; los doctores les invitan a dejar a Dios aparte en este conflicto) y consiguen romper esa barrera ideológica para salvar sus vidas y las de los bebés que engendran en el más riguroso secreto para evitar el escándalo. En cierto modo esa pareja de franceses encabeza una rebelión contra las normas en ese rígido convento al que van a parar.


Las inocentes, que empieza siendo un film seco y austero (unos niños abandonados, prematuramente adultos, pululan por una población en ruinas y malviven vendiendo cigarrillos; la única diversión en la pequeña localidad polaca es beber y bailar en un cutre establecimiento; el hospital de campaña de la Cruz Roja es primario y deprimente), y está extraordinariamente bien ambientado, termina destilando ternura en cada uno de sus fotogramas a partir de la mitad de la película cuando la doctora francesa empieza a provocar deshielos en ese convento congelado no sólo por el invierno. Anne Fontaine sabe hilvanar muy bien, además, el idilio puntual, en tiempos de guerra, que surge entre ese médico judío, que se sabe poco atractivo y eso lo hace precisamente atractivo, y la deliciosa doctora, una especie de María Goretti comunista de belleza turbadora que rezuma bondad en cada una de sus miradas y es el personaje que introduce humanidad, alegría y vida en la rigidez conventual.


Y mientras veía este film notable y equilibrado, al que quizá le falte una pizca de sal, no dejaba de pensar en John Ford y en Anne Bancroft. ¿Los habrá tenido presentes Anne Fontaine mientras rodaba Las inocentes medio siglo después de 7 mujeres? Aunque la angelical Lou de Lâage está en las antípodas de la Mrs. Robinson de El graduado.

Hernán, Borja y Leticia, tres amigos del instituto, constituyen el triángulo amoroso perfecto. Los dos adolescentes varones exploran con su sensual y abierta amiga los misterios placenteros del sexo en una búsqueda de la felicidad total a través de la exaltación de los sentidos. José Luis Muñoz escribe su novela más carnal desde Pubis de vello rojo y describe la evolución de estos tres personajes a lo largo de los años a través de su relación con el sexo con una prosa sensorial que arrastra al lector por la geografía de los cuerpos en sus delirios amatorios. El sabor de su piel es una narración en la que lo carnal impone sus leyes y la sacralización de la actividad sexual deviene el fundamento del erotismo. Una novela de amor, camaradería y sexualidad en la que los tres personajes ponen el sexo en la cúspide de sus vidas y gozosamente se sacrifican por él. 



Me fijé en su boca abierta, en sus labios separados, en sus
bonitos dientes. Fue como si hiciera una instantánea de ello.
Se acariciaba, al hablar, la comisura con la lengua. Imaginé
aquella lengua explorándome la garganta tras un beso, discurriendo
por el pecho, como una deliciosa babosa, lamiendo
mi glande con movimientos suntuosos antes de que toda mi
polla desapareciera en su boca. El maldito pantalón se tensó
como si dentro de él hubiese un muelle. (EL SABOR DE SU PIEL)

“Nada de los erótico le es extraño a la imaginación de José Luis Muñoz, ni siquiera las claves de dominación y crueldad controlada que suelen connotar los juegos sexuales”. 
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN.
“La literatura erótica de José Luis Muñoz es un apasionado trayecto hacia el infierno sadiano, pero también una afirmación de la vida hasta en la muerte como define Bataille al erotismo”. 
LUIS GARCÍA BERLANGA.






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