CINE / SILENCIO, DE MARTIN SCORSESE
SILENCIO
Martin Scorsese
Si estudiamos detenidamente la filmografía de Martin Scorsese, uno de los grandes
maestros de la cinematografía norteamericana, encontramos en ella varías
corrientes fílmicas, que, en realidad, se superponen. La línea más potente, en
donde el italoamericano menudo y apasionado de la vida ha conseguido sus
mayores logros artísticos y de público, el cine de gánsteres sobre la Mafia,
que le era muy cercano por verlos, a los gánsteres, a diario cuando era niño en
Little Italy y le marcó—Taxi driver, Uno de los nuestros, Casino,
Infiltrados—, en la que, sin embargo, tuvo algún que otro
tropiezo creativo—Gángs of Nueva York, Suther Island—; la que se
puede considerar como canto de amor a su ciudad (Martin Scorsese más que norteamericano es neoyorquino como Woody Allen; Nueva York no es Estados
Unidos) —el musical New
York, New York y La edad de la
inocencia que habla del pretérito de la ciudad de ciudades, para mí una de
sus mejores películas—; y el cine de
raigambre moral, en el que el Martin
Scorsese religioso y místico, el realizador de cine que, en un momento de
su vida, se planteó abrazar los hábitos y hablar desde los púlpitos de las
iglesias y no desde las salas oscuras de los cines, con un puñado de obras
notabilísimas que no sólo se circunscriben al catolicismo: La última tentación de Cristo, Toro
salvaje, Kundun. Pero en realidad
el Martin Scorsese moral, obsesionado por la culpa y la redención, por la
mística de la religión, está en toda su filmografía, especialmente en una de
sus obras cumbres e iniciales: Taxi
driver.
A ningún conocedor de la obra de Martin Scorsese le puede extrañar que
llevara al cine la novela del escritor japonés Shûsaku Endô Silencio,
sobre los avatares poco conocidos que sufrieron misioneros portugueses de la
Compañía de Jesús en su intento, fallido, de evangelizar Japón. En realidad las
andanzas de esos dos sacerdotes, el padre Rodrigues (Andrew Garfield), que acaba imponiéndose como protagonista, y el
padre Garrupe (Adam Driver, el
conductor de autobús poeta de la reciente Paterson
de Jim Jarmusch), a quienes el padre
Valignano (Ciarám Hinds) les encarga
que entren clandestinamente en Japón para investigar por qué el prestigioso
padre Ferreira (Liam Neeson), todo
un referente, ha cometido apostasía y se ha convertido al budismo (el esquema
narrativo hace que mi cabeza vuele a El
corazón de las tinieblas de Joseph
Conrad), y su calvario, las pruebas físicas dolorosas por las que han de
pasar en defensa de su fe católica, entroncan directamente con las dudas metafísicas
y humanas que tenía ese Cristo carnal interpretado por William Dafoe en La última
tentación de Cristo.
En Silencio,
el vino y la vasija no se corresponden, el primero es mucho más potente que el
segundo, no se merecía ese recipiente. La vasija carece de alma, de estructura
adecuada, no engancha al espectador, y, lo que es peor, le aburre. La negación
de Martin Scorsese a utilizar el
ritmo narrativo (tampoco hacía falta que utilizara el frenético de El lobo de Wall Street) pesa como una
losa en un film plomizo en el que el espectador no entra, porque a los treinta
minutos deja de interesarse por una historia que se alarga innecesariamente, y le
resulta imposible empatizar con los personajes, quizá por un error de casting.
Los encuentros de los padres Garrupe y Rodrigues con esas pequeñas comunidades
de pueblos de paupérrimos de pescadores que conservan su fe católica de una
forma un tanto irracional (abrazan sus símbolos, crucifijos e iconografía
católica, sin ahondar en lo medular), a pesar de las prohibiciones y amenaza de
tormentos que arrostran, carecen de toda épica y emoción, resultan tan
reiterativos como las secuencias en que las autoridades obligan a apostatar
obligando a los creyentes a pisar un icono católico.
La película tiene un repunte final, cuando por fin
se enfrentan, teológicamente hablando, Rodrigues y el apóstata Ferreira, y éste
hace tambalear las rígidas convicciones religiosas del joven e inflexible
jesuita que ha visto morir a muchos antes por no dar su brazo a torcer. Han muerto por ti, no por Dios, le
recuerda el jesuita apóstata al joven misionero. Martin Scorsese centra todo su discurso, finalmente, en la
inutilidad del martirio, uno de los pilares de la fe católica, muy presente en
toda su iconografía doliente, y en que la vida humana (la propia y la ajena) está
siempre por encima de la fe, pero para ello no debió consumir esos 159 minutos
a todas luces excesivos en los que le faltó épica y emoción, la que el
espectador encontró, y la referencia es inevitable puesto que hablamos de la
misma orden religiosa, los jesuitas, en La
misión de Roland Joffé.
A finales de
la Edad Media, en las tierras fantasmales de Valaquia, la actual Rumania, en
una Europa de fronteras difusas y disputas territoriales, con el invencible
ejército otomano ocupando buena parte de Europa, un personaje de leyenda, Vlad
Drácula, conocido como Vald Tepes, por su atroz costumbre de empalar a sus
enemigos, impone con mano de hierro su autoridad entre los suyos, deshaciendo
toda clase de conspiraciones y detiene a los turcos con sus atrocidades.
El personaje
que inspirara al escritor Bram Stoker para su inmortal “Drácula” fue uno de los
personajes más sanguinario de la historia y José Luis Muñoz lo acerca con una
prosa medida en esta apasionante novela de terror, aventuras e histórica en la
que la realidad puede resultar tan irreal que parezca fantasía. Verdad y
leyenda en esta novela gótica e impactante que no deja respiro al lector y lo
sumerge en la oscuridad de una época que tocaba a su fin.
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