CINE / 65 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN


65 Festival de San Sebastián. Primera jornada 


Empezamos mal el festival. O lo empiezo yo mal, para ser más exactos. No es que se haya solapado la 65 edición del festival de San Sebastián con un evento literario en Francia, que también, que ha supuesto perderme dos días de proyecciones (difícil recuperar diez películas) sino que por un clic estuve a punto de perderme está semana de trabajo cinéfilo y sustituirla por unas minivacaciones surfeando, bebiendo txacoli y haciéndome el encontradizo con Mónica Bellucci.

Estoy comprobando que mi lógica no funciona. Creí haberme acreditado al haber pagado y no; Zinemaldia funciona de otra forma y tenía que haber seguido rellenando campos del cuestionario hasta la náusea. La amabilidad de unas empleadas solucionó el entuerto, pero cuando me dieron la maravillosa acreditación ya me había perdido dos películas más. Del sistema de parquímetros de la ciudad no voy a hablarles: una pesadilla kafkiana e idiomática que me va a obligar a aprender el euskera. Una señora salió en mi ayuda y me dio un máster, pero mi cabeza ya lo ha olvidado y les juro que me dan ganas, como sale en las películas, de atizar con una llave inglesa a la maquinita del parquímetro a falta de su inventor. Este mundo cada vez es más complejo e incómodo.

 San Sebastián hace su agosto con el festival, así es que para enfilar la tarde me tomo un pincho de tortilla de patata (seco) y una caña a precio de caviar de beluga y Don Perignon. Hoy hay tres películas, pues calculemos tres pinchos y un pastel vasco. Soy fiel a mis costumbres año tras año. Llevar la acreditación colgada al cuello te hace blanco de preguntas. Un tipo me preguntó dónde estaba Arnold Schwarzenegger y yo le pregunté si había visto a Mónica Bellucci. Sin rastro de ninguno de ellos.

 El cine griego es muy peculiar. Love Me Not de Alexandro Avranas (Miss violence) tiene tres tramos narrativos. Lo que empieza como un thriller erótico (una pareja alquila a una chica extranjera como vientre de alquiler, la instala en su casa y el marido se encarga de fecundarla), deriva luego hacia el noir más clásico (una muerta carbonizada que no es quien parece y un seguro de vida de por medio) y termina en cuento moral con una crueldad extrema (conversión literal de una mujer en perra). Alexandro Avranas juega con la verosimilitud a conciencia, una puesta en escena gélida y una actriz inquietante cuya sonrisa de cariátide causa escalofríos. EL tramo final, el de la crueldad (con violación anal en tiempo real made in Gaspar Noé de la protagonista por un personaje oscuro de aires lynchianos que provocó alguna huida, un homenaje a Canino del insufrible Yorgos Lanthimos, y las explicaciones pertinentes para que todo lo cuadre es lo que menos me convence de la candidata griega a la Concha de Oro.

 San Sebastián sin lluvia es un oxímoron, pero el chaparrón me cae a traición exactamente cuando estoy tomando un café con leche (han mejorado con respecto al año pasado) en Oiartzun y el pastel vasco del que me acabaré hartando. La lluvia acompañada de viento me obliga a retirarme en medio de una crónica y buscar refugio entre los soportales próximos mientras espero para entrar en el cine Principal, otra de las sedes del festival, ubicado en una calle no apta para diabéticos (un buen número de pastelerías destilan azúcar en sus escaparates) y ludópatas (el casino Kursaal abre sus puertas al lado del cine).

 La precipitación de este viaje está provocando que me siente en la butaca del cine sin saber bien qué película voy a ver. Espero no perderme a Michael Haneke, Darren Aronofsky, Wim Wenders y Fernando León de Aranoa. Me he fabricado un planning provisional para poder encadenar el mayor número de proyecciones posibles. Entre tanta lluvia, problemas informáticos y coincidencia de eventos, me he dado cuenta de que soy un año mayor, 66, que el festival, 65. El Festival seguirá, o no, y yo me iré, eso sí, más tarde que pronto. Así es que del mismo modo que uno se pregunta cuántas novelas le quedan por escribir, la misma pregunta se la hace para los festivales.

 La cordillera es una pequeña trampa argentina dirigida por Santiago Mitre (Paulina) para lucimiento de Ricardo Darín, un actor que hay que disfrutar a pequeñas dosis porque es muy dado a la sobreactuación. El presidente de Argentina, que se llama Hernán Blanco (Ricardo Darín) acude a una cumbre de presidentes latinoamericanos que se celebra en los Andes chilenos para fundar una organización de países latinos exportadores de petróleo liderada por Brasil. Intrigas políticas (la pérfida Estados Unidos a través de un funcionario oscuro interpretado por Christian Slater quiere meter la cuchara y conspirar) y el citado Blanco haciendo encaje de bolillos para estar a bien con el todopoderoso amigo americano aunque finja estar en contra, es la materia de este elemental thriller político. En medio de todo ese barullo poco creíble el presidente argentino deberá enfrentarse al desequilibrio mental de su hija que lo tacha de asesino y el grave accidente que sospechosamente sufre su yerno marginado de su entorno, un personaje molesto que no sabemos exactamente qué ha pasado con él. Santiago Mitre hace esfuerzos por aunar lo privado (el drama familiar) y lo público (la gran política) en un film bastante plano, y, eso es lo peor, con personajes esquemáticos que uno no se cree en ningún instante. Ah, y no sé sabe qué pinta en este guiso una hierática Elena Anaya interpretando a la periodista Klein que hace una entrevista de nota al presidente Hernán Blanco preguntándole sobre el mal.

 Sigue lloviendo con fuerza cuando abandono el cine Principal cuya platea ha recibido a la candidata al premio Donostia con indiferencia y busco refugio bajo las arcadas más próximas a seguir comiendo pinchos de tortilla, hasta que me salgan por los oídos, y cervezas, dos euros más caro que a primera hora de la tarde. Según avanza el día los precios también avanzan.

 La joya primera del festival la encuentro en la sección Nuevos Directores a las 10 de la noche en el Principal con escaso público. Cargo de Gilles Coulier empieza bien en los títulos de crédito (un temporal azota en alta mar a un desvencijado barco de pesca excelentemente bien filmado) y no pierde fuelle dramático. El patrón del barco de pesca, el anciano Leo Brucke cae (o se tira) por la borda en el Mar del Norte y queda en coma irreversible. A través de unos actores en estado de gracia, que encarnan a tres rudos hermanos capitaneados por el mayor de ellos, el irascible Jean, el director flamenco nos adentra en el interior de una familia sin recursos, sin mujeres (no sabemos qué ha sido de ellas), con un montón de conflictos personales (William frecuenta los bajos mundos y ha salido de la cárcel; Francis mantiene una relación homosexual secreta con un emigrante clandestino) y sin esperanzas. Film tremendista y dramático que nos adentra en los entresijos de la pesca, una actividad en horas bajas, y de cómo algunos barcos de pesca, para sobrevivir en épocas de crisis, tienen que cometer ilegalidades. Así es que esta radiografía de un entorno familiar doloroso (atención a la extraordinaria interpretación del hijo de Jean, a sus expresiones de adulto, más unido al abuelo enfermo que a su padre: tampoco sabemos nada de su madre) adquiere tintes negros en su último tramo pero otorga un soplo de esperanza a padre e hijo. Fotografiada de una forma espléndida y con sus rudos personajes perfectamente caracterizados en su desaliño, Cargo es una muestra más de la más que buena salud que tiene el cine que se hace en los Países Bajos.



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