CINE / LA CORDILLERA, DE SANTIAGO MITRE

La cordillera
Santiago Mitre

La cordillera es una pequeña trampa argentina dirigida por Santiago Mitre (El estudiante, Paulina) para lucimiento de Ricardo Darín, un actor que hay que disfrutar a pequeñas dosis porque es muy dado a la sobreactuación. Una película débil porque toda ella está al servicio del astro argentino omnipresente en todos y cada uno de los fotogramas. 


El presidente de Argentina, que se llama Hernán Blanco (Ricardo Darín) acude a una cumbre de presidentes latinoamericanos que se celebra en los Andes chilenos para fundar una organización de países latinos exportadores de petróleo liderada por Brasil. Intrigas políticas (la pérfida Estados Unidos a través de un funcionario oscuro interpretado por Christian Slater quiere meter la cuchara y conspirar) y el citado Blanco haciendo  encaje de bolillos para estar a bien con el todopoderoso amigo americano, aunque finja estar en contra, es la materia de este elemental thriller político muy esquemático y escasamente creíble, y esto último es su principal handicap.


En medio de todo ese barullo poco creíble el presidente argentino deberá enfrentarse al desequilibrio mental de su hija, que lo tacha de asesino, y al grave accidente que sospechosamente sufre su yerno, marginado de su entorno, un personaje molesto del que no sabemos exactamente qué ha pasado con él: el elemento turbio y negro que se introduce con calzador en esta subtrama.



 Santiago Mitre hace esfuerzos por aunar lo privado (el drama familiar) y lo público (la gran política) en un film bastante plano, y, eso es lo peor, con personajes esquemáticos que uno no se cree en ningún instante. Ah, y no sé sabe qué pinta en este guiso una hierática Elena Anaya interpretando a la periodista Klein que hace una entrevista de nota al presidente Hernán Blanco preguntándole sobre el mal. A destacar la banda sonora de Alberto Iglesias

Si no fuese porque José Luis Muñoz nos saca a tiempo de determinados ambientes, y se lleva la lectura a otro lugar y a otro tiempo en el momento preciso, hay pasajes que producirían náuseas en el lector. Las escenas en las que se describen las intervenciones quirúrgicas efectuadas por el Doctor Heim, se relata la siniestra costumbre de hacer pisapapeles con las calaveras de sus víctimas (solo las que tenían una dentadura perfecta) o se cuenta el eficaz asesoramiento a los torturadores de la dictadura uruguaya para hacer hablar a los detenidos, son dosificadas para que el lector pueda llegar hasta el final sin cerrar los ojos. Igual que el torturador regula el dolor infringido para obtener el máximo rendimiento a su tormento, Muñoz nos somete a una brutal tensión narrativa que afloja un instante antes de que nos ahoguemos en nuestra propia congoja. 
(José María García Sánchez en NARRATIVAS)


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