SOCIEDAD / DE PESTES Y OTROS HORRORES
DE PESTES Y OTROS HORRORES
La
peste bubónica asoló medio mundo en el medioevo y pasó de Oriente a Occidente;
cálculos optimistas hablan de 25 millones de muertos, un tercio de la población
europea. Los españoles intercambiamos la sífilis, llamado el mal español (uno
de los hermanos Pinzones lo trajo de vuelta en la primera expedición de
Cristóbal Colón) y luego el mal francés (imagino que se lo pegamos), por la
viruela en el Nuevo Mundo que diezmó más a las poblaciones nativas que los
desmanes de los conquistadores. Las muertes se contaron por millones en
aquellos años en donde las normas higiénicas brillaban por su ausencia. La
gripe española de 1918, a la vuelta de la esquina, hizo estragos en todo el
mundo y se llevó a la tumba a unos cuarenta millones de personas en un año. A
la altísima letalidad de esas plagas se añadía el miedo totalmente justificable
que cerraba sociedades en sí mismas y desconfiaba de los foráneos. El mal venía
de fuera, era un clásico que se repetía. Las epidemias mundiales se aliaban con
las periódicas guerras que diezmaban la población. Hay quien piensa que todas
estas debacles las organiza la sabia naturaleza para controlar ese virus
imparable que todo lo devora, que es un cáncer, y que se llama ser humano.
En el
siglo pasado hubo dos guerras mundiales atroces que sembraron el suelo de millones
de cadáveres, más muertos que todas las pandemias, y en las que los vencedores
de los conflictos sacaron buena tajada de ellos. La destrucción da dividendos;
la reconstrucción de lo destruido, también. Luego ha habido crisis económicas,
cracks financieros que han sumido en la ruina y la desesperación a medio mundo
y ha empujado al otro medio al suicidio vital o social. Periódicamente hay que
asustar a la humanidad con peligros inventados o reales. Es algo que lo tiene
muy bien estudiado Naomi Klein en La
teoría del shock que se ha aplicado un montón de veces por parte de Estados
Unidos sobre todo en su patio trasero.
Las
pandemias más recientes tienen nombres inquietantes, terroríficos. El SIDA
acabó con la alegre promiscuidad sexual salida de los campus universitarios de
Estados Unidos y las barricadas de París, empezó con los homosexuales, ya que
parecía creada ad hoc para ellos (se la llamó la peste rosa), y se extendió a
los heterosexuales y a los drogodependientes con un balance de 35 millones de
muertos. Lo que no sale de los laboratorios (sobre el origen del sida nadie se
aclara) nace de la locura humana. El 11 S marcó época, fue un punto de no
retorno ver a esos iconos de la civilización americana que eran las Torres
Gemelas derrumbarse. La cruzada contra
el eje del mal, como respuesta a la masacre neoyorquina, fue una lucrativa
empresa destinada a dar de comer a los lobies armamentísticos y petrolíferos
que habían encumbrado a George W. Bush a la presidencia de la primera potencia.
El terrorismo yihadista era, y es, otra
pandemia, destinada a poner patas arriba nuestra organizada sociedad y nuestros
modelos democráticos: en nombre de un dios vengativo, como el del antiguo testamento,
los yihadistas pasan a cuchillo a los infieles, desprecian la vida, se inmolan,
son estúpida carne de cañón triturada y alimentan el miedo, ese negocio tan
lucrativo del que viven unos cuantos.
Estábamos
razonablemente tranquilos tras varios zarpazos terroristas. La yihad, desmantelado
el Estado Islámico, había menguado. Las tensiones entre el loco de la Casa
Blanca y el loco de Corea del Norte habían terminado de forma amistosa. Los
intentos de invadir Venezuela no acababan de concretarse por el dubitativo
presidente de Estados Unidos emperrado en prolongar el muro y expulsar a su
clase trabajadora que no tenga pedigrí wasp y el escaso carisma del autoproclamado
Guaidó. No había más guerras que las comerciales, que eran muy virulentas entre
el gigante norteamericano y el gigante asiático. Los medios no descargaban ya imágenes
terroríficas de lo que pasaba más allá de la acomodaticia Europa. Casi nadie se
ahogaba (porque ya no era noticia) en el Mediterráneo, y entonces sale ese
alien, el bicho, ese enano silencioso que te encharca los pulmones y te ahoga
en tierra firme.
Vivimos
en Europa desde hace semanas metidos en una película distópica de catástrofes y
no se descarta que revivamos algún episodio de Walking Dead tal como van las cosas. Estamos situados entre 1984 de George Orwell, con estados que testean la obediencia de sus
ciudadanos, y La carretera de Cormac MacCarthy si las cosas van a
peor. Ese monstruo silencioso que se ha metido dentro de nuestros cuerpos y se
propaga a velocidad exponencial y mata silenciosamente se llama coronavirus. El
coronavirus o Covid 19 (¿qué hicieron los anteriores, qué nos harán los
posteriores?) nació, sospechosamente, en esa China que plantaba cara al gigante
norteamericano en un momento de enfrentamiento comercial porque un chino se
comió un murciélago (llevan siglos comiéndolos). Los conspiranoicos dicen que
lo ha expandido Estados Unidos, aunque lo sufra también él porque una vez
creado el monstruo, éste se descontrola. El coronavirus está obligando al
confinamiento de poblaciones en Italia, en donde el virus corre sin control, y
en España que va camino del colapso. Los ciudadanos nos encarcelamos
disciplinadamente en nuestras viviendas como si por las calles circularan los
muertos vivientes. La realidad toma visos de película de horror y al vecino,
amigo y familiar lo miramos con desconfianza, desde muy lejos, como un peligro
latente como nosotros lo somos para él. Me viene a la cabeza películas como Alien o La cosa. En realidad no nos fiamos
ni de nosotros mismos en cuanto empezamos a toser.
El
coronavirus nos hace cambiar los hábitos, olvidarnos de besos y abrazos tan
propios de los pueblos del Mediterráneo, mantener un metro de distancia de
seguridad y encerrarnos en nuestras casas
en un enclaustramiento forzoso que no sabemos cuánto durará. Es la peste del siglo
XXI y los muertos se entierran con secretismo pero aumentan de forma alarmante.
En vez de bubones purulentos que explotaban esparciendo miasmas a su alrededor,
pulmones encharcados y virus invisibles que pasan de una mano a otra.
A la
pandemia vírica se une la pandemia psicológica del pánico inoculado por los
medios de comunicación y corroborado por el parte de bajas que crece de forma
exponencial. El miedo se extiende con mayor rapidez que el virus, se propaga
por las conversaciones y los chats de WhatsApp. Se nos dice que el 70% de la población
padeceremos el coronavirus y no sabemos si saldremos vivos cuando nuestro
organismo sea invadido por ese monstruo azul y trompetudo que parece un alien
pegajoso que se deslizará por nuestra tráquea para hacerse con los pulmones. Christine Lagarde decía que nuestro sistema
social es inviable porque vivimos más de la cuenta, por eso se laminó, desde la
caída del muro, que cayó para que surgieran otros muchos, nuestro estado de
bienestar. Las palabras de la ahora presidenta del Banco Central Europeo dan
razones a los conspiranoicos que creen que el virus fue diseñado por ese exclusivo
club Bilderberg del que no formo parte y que diseña el mundo por encima de los
estados títeres.
Toca atrincherarse
en las fortalezas de nuestras casas, leer La
peste de Albert Camús, Muerte en Venecia de Thomas Mann, El Decamerón de Giovanni Bocaccio,
Diario del año de la peste de Daniel Defoe, toda esa literatura que
nació de las epidemias; reflexionar en soledad sobre la especie de la que
formamos parte y que está devorando el planeta como una metástasis; bajar el
ritmo enloquecido de nuestras vidas y detener el mundo por unos días; rediseñar,
quizá, una nueva sociedad que se base más en el ocio y la cultura que en el trabajo
y que dé valor añadido a la literatura, la música, el cine y las artes
plásticas. Y vivir para contarlo.
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Roberto Luis Wilcox parece predestinado por su nombre; su padre, un hombre de saber enciclopédico y bon vivant de ascendencia británica, se lo puso en homenaje al gran escritor Robert Louis Stevenson, y como él tendrá una salud frágil durante su infancia, viajará por medio mundo y será escritor, aunque no de éxito, sino maldito. La vida, los amores, los desamores, las frustraciones, las alegrías y los golpes del destino de ese personaje narrados desde todas las habitaciones de los hoteles que lo vieron pasar, desde modestas pensiones a hoteles de lujo, de París a Nueva York, de la India a Samoa, en donde yace tusitala, el que cuenta historias, el autor de Cuentos de los Mares del Sur y La isla del tesoro, en un viaje constante que no parece tener fin y a través del cual Roberto Luis deja de ser un niño, pasa a ser un joven lleno de ilusiones, madura perdiéndolas todas, envejece y se acerca a su final. Una novela en la que se fusionan literatura, viaje y vida.
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