LITERATURA / ONITSHA, DE J.M.G. LE CLÉZIO
El
francés Jean Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) ganó del Premio Nobel de
Literatura en 2008 por una obra original, ambiciosa y rompedora. Le Clézio es
uno de los novelistas franceses más celebrados y leídos en su país, con una
carrera literaria que se inició con El atestado. Apartado de los cenáculos
literarios e intelectuales, pasó años de su vida viajando por Asia y América
hasta recalar en 1977 en México, donde vivió hasta 1992, año en que se traslada
a Alburquerque, Nuevo México. Pero Le Clézio, como lo fueron Karem Blixen o Henning
Mankell, es un apasionado del continente africano, porque allí está la raíz de
la humanidad, y en Onitsha nos ofrece una mirada apasionada de esta cultura.
Esta novela breve, además de ser un prodigio estilístico a base de depurar el
lenguaje, sencillo, y servirse de un fraseado corto de ritmo musical — Como
si fuera hija del río, con su color agua profunda, su cuerpo terso, sus senos,
su rostro de ojos de egipcia — es un relato que se inscribe en la mejor
tradición de la novela de viajes y aventuras sin cerrar los ojos a los asuntos
sociales.
El
argumento de la novela tiene mucho que ver con la iniciación de su personaje
central, Fintan. Veinte años después, el ya profesor en Bristol comprenderá que
todo lo que vivió y vio en África lo marcó para siempre, como a la escritora de
Memorias de África. Su aventura vital empieza en 1948, cuando Fintan Allen,
un crío 12 años, sube con su madre italiana Maou — Maou piensa: ¿traemos
hijos al mundo para que nos cierren los ojos?— a bordo de un buque que zarpa
del suroeste de Francia con destino a Onitsha, a orillas del río Níger, para
encontrarse con Geoffroy Allen, un padre al que no conoce, un inglés que
trabaja para la compañía comercial United África y que partió a Onitsha movido
por sus fantasiosos deseos de recorrer Egipto y Sudán para buscar las huellas
de Meroe, el último Reino del Nilo. En esa estancia en una África luminosa, el
niño Fintan se interrelaciona con una serie de personajes africanos, Okawho, Oya
o Sabine Rodes, con los que se siente más a gusto que entre los blancos que
componen la colonia francesa.
Le
Clézio abunda en su novela en las descripciones físicas —Su cuerpo era inmenso y blanco, delgado,
con las costillas marcadas, las negras matas de las axilas, los oscuros botones
de los senos, el triángulo del pubis— y paisajísticas detalladas, tanto que
pueden oírse, olerse: Y ahí estaban
el mar, tan denso, los estuarios cenagosos que enturbiaban el azul profundo y
la costa de África, tan cercana a veces que se distinguían las casas blancas en
medio de los árboles y se oía el bramido de los arrecifes. La Madre Naturaleza
es un personaje más de esta novela panteísta.
La
mirada de Le Clézio, que siempre es la de un europeo extasiado por la belleza
del continente africano, no oculta la pobreza y miseria que percibe, aunque la
dignifica —Olor a mujeres y niños harapientos. La ciudad estaba poseída por
este olor—, porque rebusca y encuentra la belleza en lo más humilde, que
expresa a través de su prosa poética: La playa se dio ante ellos, deslumbrante
de blancura con largas olas que iban a dar una tras otra a una alfombra de
espuma.
En
mi opinión, Le Clézio en esta novela se desenvuelve más como un prosista excepcional—Las
nubes surgían de la oscura tierra, cargadas de arena e insectos —que como narrador
al uso porque la acción deja paso a la descripción, a las sensaciones: En
solo un instante, los hombres irían a coger sus martillitos puntiagudos y las
cuadernas de hierro, los cuarteles de las escotillas eternamente oxidados
empezarían a resonar como si el buque fuera un gigantesco tambor, un gigantesco
cuerpo palpitando al son de los desordenados latidos de su corazón múltiple.
La
mirada de ese niño, Fintan, el punto de vista narrativo, fascinado por esa
naturaleza salvaje de la que extrae toda su belleza, conduce al lector por un
mundo mágico y fascinante: Al abrigo de la veranda, miraba la oscura cortina
que remontaba el río, igual que una nube, y el fulgor de los relámpagos ya no
iluminaba ni las orillas ni las islas. Todo quedaba a merced del agua del
cielo, del agua del río, todo quedaba anegado, diluido.
Su observación de la realidad africana, de su exotismo primitivo, es casi
cinematográfica en como describe la cotidianidad de esas comunidades primitivas:
Las mujeres se metían en el agua, soltándose la ropa, se sentaban y
departían con el agua del río fluyendo alrededor. Después volvían a ayudarse
los vestidos por la cintura y lavaban la colada, golpeándola encima de las
rocas planas. La de Le Clézio es una prosa que ahonda sus raíces en la
tierra, telúrica: Los termiteros
estaban construidos como chimeneas bien erguidas al cielo, algunos más altos
que el propio Fintan en el centro de un espacio de tierra pelada y
resquebrajada por el sol.
El
Nobel francés desmonta esa imagen mítica y glamurosa de los occidentales en África,
hija de Memorias de África, cuando habla de la decepción de esa madre
italiana ante ese continente mítico que no encuentra: Maou había soñado un
África de excursiones a caballo en la sabana, raucos rugidos de fieras en la
noche, profundas espesuras infestadas de tornasoladas flores venenosas,
senderos de acceso a los secretos.
La
iniciación vital de Fintan pasa también por su iniciación sexual: Un día, mientras orinaban juntos de las
altas hierbas, Fintan le vio el sexo a Bony, largo y coronado por una cabeza
tan roja como una herida. Era la primera vez que veía un sexo circunciso. Unos
niños que observan sin ser descubiertos, extasiados, el cuerpo bello y sensual
de una mujer desnuda: Ahí, en medio del agua, Oya no daba la impresión de
ser la loca a la que tiraban pipos los niños. Era guapa, su cuerpo brillaba a la
luz, sus senos eran voluminosos, como los de una auténtica mujer. Volvía hacia
ellos su rostro liso de ojos alargados. Puede que supiera que estaban allí
escondidos entre las cañas. Era la diosa negra que cruzó el desierto, la que
reinaba en el río.
Y
el río como elemento fundamental y vertebrador del territorio, lejos del matiz
siniestro del Congo de El corazón de las tinieblas, la avenida natural
de esos paisajes primigenios, su carretera antes de que llegara la civilización
y lo pervirtiera todo con sus trazados de asfalto: El río más abajo se hacía
tan vasto como el mar. Al acercarse la canoa, las zaidas levantaban vuelo a ras
de las metálica y sombría agua e iban a posarse algo más allá, donde los
cañaverales. Se cruzaban con otras barcas cargadas de ñames, llantén, tan
repletas que parecían a punto de irse a pique, y que los hombres se achicaban sin
descanso.
En
África, la madre naturaleza es un personaje más, y la novela de Le Clézio es un canto
panteísta: Empezaba la estación de las lluvias. El gran río tenía un color
plomizo bajo las nubes. El viento pegaba con violencia las copas de los árboles.
Sus personajes africanos, lejos de la brutalidad con que son presentados cuando
estallan esas guerras intestinas azuzadas por Occidente, son luminosos,
destilan dulzura, quedan muy lejos de ese África terrible que sobrevuela en los
noticiarios, porque Le Clézio opta por huir del estereotipo tremendista y
muestra la cara amable del continente: Oya tenía un modo particular de reír
sin ruido con la boca, dejando al descubierto sus blanquísimos dientes y los
ojos contraídos como dos ranuras, o bien cuando estaba triste se le empapaban
los ojos se ovillaba inclinando la cabeza con las manos en la nuca. La
alegría por vivir, algo que se ha perdido por completo en Occidente.
Le
Clézio, como Paul Bowles, Jane Bowles o Karem Blixem, es viajero, no turista, e
intenta ahondar en el corazón de África en una obra que deja a un lado la
narración convencional para subyugar con una prosa exquisita dirigida a los
sentidos que se adentra en el paisaje y el paisanaje. Pura belleza literaria
para degustadores con paladar exquisito.
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