EL VIAJE
Quebec,
los paisajes de Canadá
José Luis Muñoz
Existe en el Canadá francófono un fascinante maridaje entre la cultura francesa, dejando al margen el idioma, y la exuberancia paisajística del Norte de América, y realmente pesan ambos factores a la hora de dirigirse a esa vasta región que sigue el curso del río San Lorenzo y dista tanto de la metrópoli europea pero mantiene casi intactos sus vínculos emocionales con ella, un territorio de una belleza sin paliativos en donde las poblaciones, que parecen las pinceladas de un cuadro, se imbrican perfectamente en un paisaje dibujado por el agua de los ríos y el mar, los bosques infinitos, que llegan hasta las mismas orillas, ofrecen su paleta más multicolor, y flota la música del silencio sólo roto por el rumor del viento pasando a través de las ramas de millones de árboles.
Sinónimo de cultura y exquisitez es la capital Québec -"dónde las aguas se estrechan" en el idioma de los algonquinos - capital de la provincia francófona que toma su nombre, una de las ciudades más hermosas de toda América del Norte, que creció en la confluencia de los ríos St. Charles y San Lorenzo, sobre una suave colina, el Cap Diamant, en cuya cima se halla el impresionante castillo Frontenac.
Por el río San Lorenzo, una avenida plácida de agua, llegó Jacques Cartier a Québec en 1535, cuando entonces era el poblado de Stradacona y apenas había mil indígenas. Cincuenta años después, Samuel de Champlain, a quien se considera el fundador de la ciudad, estableció un puesto de tráfico comercial en ese enclave. Durante los siglos XVII y XVIII, la zona fue testigo de conflictos entre colonizadores franceses, indígenas combatientes y el gobierno inglés, y sufrió seis sitios. El dominio francés de la ciudad terminó el 13 de septiembre de 1759, con la batalla de las Planicies de Abraham y la victoria del general Wolfe sobre Montcalm, pero sus habitantes jamás abjuraron de sus raíces francófonas.
La impronta francesa se siente con cada uno de los sentidos. Ésta es la primera percepción que se tiene tras asomarse a la ciudad, aspirar su fragancia, charlar con sus gentes, pedir una baguette en una panadería, comer un gateau en una pastelería y contemplar la exquisitez que demuestran tener los comerciantes a la hora de ornar sus escaparates. No es una casualidad: el 95% de sus habitantes son descendientes de franceses, las banderas que más ondean al viento no son las canadienses, sino las banderas azules con la flor de lis de la comunidad autónoma, y en la Place Royale, con su entorno de bellas casas restauradas y estrechas calles peatonales, luce orgulloso el busto de Luis XIV, el monarca que decidió hacer del territorio una provincia más de Francia. Encontrar una ciudad tan francesa en el otro extremo del mundo, en un paisaje hostil, sobre todo en los largos cinco meses hibernales en que el termómetro no supera los 20 grados bajo cero, la nieve alcanza un grosor en las calles de 3 metros y el río San Lorenzo se convierte en una autopista para el patinaje, resulta chocante.
Comparada con las grandes metrópolis de su vecino del sur, o con las propias ciudades del Canadá anglófono, Québec fue construida a escala humana. Nada mejor que las piernas para desplazarse por ella, curiosear por sus comercios, en donde las esculturas inuks de hueso de ballena alternan con las pieles de lobo, y bajar por las escaleras Casse-Cou - literalmente escaleras para desnucarse, sobre todo cuando se hielan sus escalones - la forma más rápida de pasar de la ciudad alta a la baja, que se extiende junto al puerto y empieza en la populosa y comercial Rue de Petit Champlain, demasiada cuidada para ser real, con tiendas de juguetes, cafeterías para turistas, rótulos creativos pendiendo de cada puerta, tiestos con flores y una edificación típicamente bretona de casas de piedra y tejados inclinados.
Siguiendo el paseo Dufferin, una avenida entablada de 670 metros de largo flanqueada por las fauces amenazadoras de los viejos cañones, el mejor lugar para contemplar en todo su esplendor el río, se llegar al Castillo de Frontenac. Por las exclusivas habitaciones de este hotel, inspirado en el estilo de los castillos del Loire y diseñado por el arquitecto Bruce Price, en cuyos salones el tiempo se ha detenido, han pasado desde Winston Churchill a la reina Juliana, entre otros personajes. Nada mejor que tomarse un café con leche y un croissant para disfrutar del entorno selecto.
El conde de Frontenac y la mayoría de los obispos de Québec están enterrados en la cercana Basílica de Notre Dame, la catedral más antigua de América del Norte. En los aledaños de la iglesia se encuentra una de las calles más animadas de la ciudad, la peatonal rue de Tresor, en donde los artistas locales o de paso exhiben oleos y grabados que reproducen algunas de las más bellas estampas de la ciudad, siempre dominadas por Le Chateau.
Muy próximas a la ciudad de Québec, a poco más de quince minutos en coche, se encuentran las impresionantes cataratas de Montmorency, de 84 metros de altura, 30 más que las del Niagara. El río Montmorency, que discurre con una placidez sospechosa - aquí no hay rápidos que presagien el abismo - se desploma abruptamente sobre las aguas del San Lorenzo levantando una gigantesca nube de agua que empapa a los observadores del fenómeno a cien metros a la redonda. Un teleférico lleva hasta lo alto, un paseo de madera bien señalizado y perfectamente seguro acerca al viajero al salto, y un puente colgante permite, por unos instantes, sentir vértigo contemplando cómo la ingente masa de agua se desploma al vacío y forma una amplia laguna. En invierno el paisaje es bien distinto: la condensación del agua forma un montículo de nieve de forma redondeada que designan con el nombre de Pan de Azúcar.
No hay que dejar el río San Lorenzo, el eje vertebral de una ruta que no lo pierde un instante, para adentrarse por paisajes vírgenes dejando atrás el último núcleo urbano importante, la ciudad de Québec. La inmensidad del territorio, la escasa densidad de su población y una naturaleza poderosa confieren al viaje su índole de aventura, que recordemos con una cierta emoción los sugestivos viajes de Jack London, leídos en nuestra juventud, por el Gran Norte inhóspito y gélido habitado por los lobos.
Siguiendo el río, perdiéndolo de vista sólo por la frondosidad de sus bosques que no dejan verlo, por una carretera zigzagueante de algo más de 600 kilómetros, se llega a Gaspé que significa "final del mundo" en el idioma de los micmacs, habitantes milenarios de la zona, y el viajero advierte enseguida una familiaridad paisajista con otros finisterrae. La península de Gaspésie está limitada, al norte, por el estuario del San Lorenzo, al sur por la Bahía de Chaleurs y al este por el Golfo del San Lorenzo.
El interior de la península está ocupado por una cordillera y páramos ondulados que conforman colinas arboladas, barrancos profundos limitados por montañas escarpadas que descienden hacia la orilla, como los montes Chic-Chocs. Este paisaje, bello y salvaje de bosques y agua-la economía gira alrededor de la explotación forestal y pesquera y, en menor medida, la minería y la agricultura-, está recorrido por ríos cristalinos que cruzan la península sorteando un verdadero mar de montañas, continuación de los Apalaches norteamericanos ─ 25 de ellas de más de mil metros─, pobladas por alces y caribúes, y su costa está punteada por tradicionales pueblos de pescadores que ofrecen la oportunidad de probar los pescados y mariscos de la zona.
Los 470 metros de largo del emblemático Rocher Percé, roca monumental en medio del mar que parece un barco varado, desgajada de la costa por el cincel de las olas, miran a una pequeña población dominada por la silueta de un castillo y formada por unos cuantos de cientos de casas de madera de tejados rojizos y fachadas blancas, un color muy usual de la zona, pequeños restaurantes junto al mar y puerto deportivo. La roca y la isla Bonaventure, donde vive la colonia de alcatraces más importante de América del Norte, son emblemas de esta región recorrida por el río Gaspé, ruta que siguiera el descubridor de todo el territorio francófono Jacques Cartier siglos atrás. Del norte parten los 600 kilómetros de senderos del Parc de la Gaspésie por donde perderse, disfrutando de las excelencias de su paisaje y de la majestuosa vista sobre el río San Lorenzo en un entorno con poca densidad de población -5 habitantes por kilómetro cuadrado- y poblaciones, siempre cuidadas y con edificaciones de madera, que no sobrepasan los 5.000 habitantes.
Cerca de Percé, la costa escarpada del Parque Nacional de Forillon es la misma que Jacques Cartier descubriera al abordar Gaspé en 1534, su joya, ubicado entre el San Lorenzo y la bahía Gaspé. Situado sobre unos abruptos acantilados, tiene una fauna y flora excepcional que la convierten en destino de ornitólogos. El sendero del Mont Saint Aiban permite la aproximación a la península de la Gaspesie, poblada por coníferas y mordida por el mar. Siguiendo hacia el sur, avanzando por praderías en donde pastan vacas, se alcanza la amplia bahía des Chaleurs con sus soberbias playas, sus delicados y pequeños faros de fachadas blancas y tejados rojos, que jalonan los zigzagueantes caminos y son tan parecidos a los de la Bretaña francesa o Normandía, y sus aguas con temperaturas agradables.
A unos doscientos kilómetros de las costas de Gaspésie se encuentran las islas de la Madeleine- archipiélago de una docena de islas azotadas constantemente por el viento, de las que sólo siete están habitadas- que se caracterizan por inmensas playas de arena, acantilados de arenisca roja y pintorescas casas de madera muy coloridas. Los amantes de la naturaleza pueden disfrutar de las focas, cormoranes y chorlitos reales, una especie en vía de extinción, que pueblan sus costas.
La Mauricie, situado en la cadena montañosa de Laurentides, se extiende desde el norte del río San Lorenzo hasta el corazón del bosque boreal a lo largo de 40.000 kilómetros cuadrados. El Camino del Rey, el primero transitable de Canadá, bordea el río, atravesando Trois-Rivières entre Montreal y Quebec. El interior, vasto territorio arbolado de coníferas, ríos turbulentos y lagos de aguas gélidas, territorio de los leñadores y transportadores de troncos, dispone de 75 cotos de caza y pesca - Theodore Roosevelt, Harry Truman y Winston Churchill los utilizaron-, y ofrece uno de los paisajes más espectaculares de la región que se puede disfrutar mediante el excursionismo, la canoa y el kayak, en verano, o con la pesca sobre hielo, el esquí de fondo, el patinaje o el trineo de perros, en invierno.
El Parque Marino de Saguenay, que toma nombre del río que nace al sur de Québec y drena al Lac Saint-Jean, turbulento en el primer tercio de sus 169 km de trayecto cortado abruptamente por una cascada de 90 metros, es una experiencia para los sentidos que pone colofón a esta exploración por la zona. El parque se divide en tres sectores tan amplios como diferentes : La Bahía Éternité y sus inmensas paredes rocosas, que se alzan abruptamente hasta los 350 metros de altura; la Bahía del Moulin-à-Baude, cerca de Tadoussac, que ofrece un panorama excepcional, y la Bahía Sainte-Marguerite. Navegarlo en una de las muchas embarcaciones de alquiler permite al viajero la posibilidad de disfrutar de su fauna, de seguir las evoluciones de las focas, leones marinos y, sobre todo, ballenas, que surcan aguas de un azul intenso y consistencia densa, casi oleosa.
Nada más hermoso que ver cómo se apaga el sol en ese confín de Canadá, admirar el cromatismo cambiante del agua y la tierra, aspirar el intenso olor marino que se mezcla con el perfume de los bosques en una naturaleza que el hombre aun no ha dominado.
La isla exquisita
Casi enfrente de la catarata Montmorency está la Isla de Orleans, un privilegiado enclave de 400 kilómetros cuadrados que permaneció hasta 1935 aislado ante la ausencia de otra comunicación que no fuera la fluvial. Ahora, el cuidado jardín botánico que es toda la isla, acoge una serie de diminutas poblaciones en donde se alternan casas de madera, pintadas en vivos colores, construcciones de piedra de estilo normando y pequeñas iglesias de campanarios puntiagudos.
Una propuesta cultural/gastronómica
El Parlamento de Québec, de estilo Renacimiento francés, sede del gobierno de la provincia, es un edificio versátil que tanto sirve para un debate parlamentario sobre el eterno tema que galvaniza a los ciudadanos de Québec, la secesión del Canadá anglófono, como para tomar un opíparo almuerzo, por un precio módico, después del largo paseo por sus pasillos y contemplar el interior barroco de la Cámara de la Asamblea Nacional. Si el viajero se dejar guiar por su olfato, descubrirá el Restaurant Le Parlementaire, un salón dieciochesco con columnas, cretonas y visillos en las paredes y arañas suntuosas que cuelgan del techo, en donde la comida está a la altura de la decoración.
Existe en el Canadá francófono un fascinante maridaje entre la cultura francesa, dejando al margen el idioma, y la exuberancia paisajística del Norte de América, y realmente pesan ambos factores a la hora de dirigirse a esa vasta región que sigue el curso del río San Lorenzo y dista tanto de la metrópoli europea pero mantiene casi intactos sus vínculos emocionales con ella, un territorio de una belleza sin paliativos en donde las poblaciones, que parecen las pinceladas de un cuadro, se imbrican perfectamente en un paisaje dibujado por el agua de los ríos y el mar, los bosques infinitos, que llegan hasta las mismas orillas, ofrecen su paleta más multicolor, y flota la música del silencio sólo roto por el rumor del viento pasando a través de las ramas de millones de árboles.
Sinónimo de cultura y exquisitez es la capital Québec -"dónde las aguas se estrechan" en el idioma de los algonquinos - capital de la provincia francófona que toma su nombre, una de las ciudades más hermosas de toda América del Norte, que creció en la confluencia de los ríos St. Charles y San Lorenzo, sobre una suave colina, el Cap Diamant, en cuya cima se halla el impresionante castillo Frontenac.
Por el río San Lorenzo, una avenida plácida de agua, llegó Jacques Cartier a Québec en 1535, cuando entonces era el poblado de Stradacona y apenas había mil indígenas. Cincuenta años después, Samuel de Champlain, a quien se considera el fundador de la ciudad, estableció un puesto de tráfico comercial en ese enclave. Durante los siglos XVII y XVIII, la zona fue testigo de conflictos entre colonizadores franceses, indígenas combatientes y el gobierno inglés, y sufrió seis sitios. El dominio francés de la ciudad terminó el 13 de septiembre de 1759, con la batalla de las Planicies de Abraham y la victoria del general Wolfe sobre Montcalm, pero sus habitantes jamás abjuraron de sus raíces francófonas.
La impronta francesa se siente con cada uno de los sentidos. Ésta es la primera percepción que se tiene tras asomarse a la ciudad, aspirar su fragancia, charlar con sus gentes, pedir una baguette en una panadería, comer un gateau en una pastelería y contemplar la exquisitez que demuestran tener los comerciantes a la hora de ornar sus escaparates. No es una casualidad: el 95% de sus habitantes son descendientes de franceses, las banderas que más ondean al viento no son las canadienses, sino las banderas azules con la flor de lis de la comunidad autónoma, y en la Place Royale, con su entorno de bellas casas restauradas y estrechas calles peatonales, luce orgulloso el busto de Luis XIV, el monarca que decidió hacer del territorio una provincia más de Francia. Encontrar una ciudad tan francesa en el otro extremo del mundo, en un paisaje hostil, sobre todo en los largos cinco meses hibernales en que el termómetro no supera los 20 grados bajo cero, la nieve alcanza un grosor en las calles de 3 metros y el río San Lorenzo se convierte en una autopista para el patinaje, resulta chocante.
Comparada con las grandes metrópolis de su vecino del sur, o con las propias ciudades del Canadá anglófono, Québec fue construida a escala humana. Nada mejor que las piernas para desplazarse por ella, curiosear por sus comercios, en donde las esculturas inuks de hueso de ballena alternan con las pieles de lobo, y bajar por las escaleras Casse-Cou - literalmente escaleras para desnucarse, sobre todo cuando se hielan sus escalones - la forma más rápida de pasar de la ciudad alta a la baja, que se extiende junto al puerto y empieza en la populosa y comercial Rue de Petit Champlain, demasiada cuidada para ser real, con tiendas de juguetes, cafeterías para turistas, rótulos creativos pendiendo de cada puerta, tiestos con flores y una edificación típicamente bretona de casas de piedra y tejados inclinados.
Siguiendo el paseo Dufferin, una avenida entablada de 670 metros de largo flanqueada por las fauces amenazadoras de los viejos cañones, el mejor lugar para contemplar en todo su esplendor el río, se llegar al Castillo de Frontenac. Por las exclusivas habitaciones de este hotel, inspirado en el estilo de los castillos del Loire y diseñado por el arquitecto Bruce Price, en cuyos salones el tiempo se ha detenido, han pasado desde Winston Churchill a la reina Juliana, entre otros personajes. Nada mejor que tomarse un café con leche y un croissant para disfrutar del entorno selecto.
El conde de Frontenac y la mayoría de los obispos de Québec están enterrados en la cercana Basílica de Notre Dame, la catedral más antigua de América del Norte. En los aledaños de la iglesia se encuentra una de las calles más animadas de la ciudad, la peatonal rue de Tresor, en donde los artistas locales o de paso exhiben oleos y grabados que reproducen algunas de las más bellas estampas de la ciudad, siempre dominadas por Le Chateau.
Muy próximas a la ciudad de Québec, a poco más de quince minutos en coche, se encuentran las impresionantes cataratas de Montmorency, de 84 metros de altura, 30 más que las del Niagara. El río Montmorency, que discurre con una placidez sospechosa - aquí no hay rápidos que presagien el abismo - se desploma abruptamente sobre las aguas del San Lorenzo levantando una gigantesca nube de agua que empapa a los observadores del fenómeno a cien metros a la redonda. Un teleférico lleva hasta lo alto, un paseo de madera bien señalizado y perfectamente seguro acerca al viajero al salto, y un puente colgante permite, por unos instantes, sentir vértigo contemplando cómo la ingente masa de agua se desploma al vacío y forma una amplia laguna. En invierno el paisaje es bien distinto: la condensación del agua forma un montículo de nieve de forma redondeada que designan con el nombre de Pan de Azúcar.
No hay que dejar el río San Lorenzo, el eje vertebral de una ruta que no lo pierde un instante, para adentrarse por paisajes vírgenes dejando atrás el último núcleo urbano importante, la ciudad de Québec. La inmensidad del territorio, la escasa densidad de su población y una naturaleza poderosa confieren al viaje su índole de aventura, que recordemos con una cierta emoción los sugestivos viajes de Jack London, leídos en nuestra juventud, por el Gran Norte inhóspito y gélido habitado por los lobos.
Siguiendo el río, perdiéndolo de vista sólo por la frondosidad de sus bosques que no dejan verlo, por una carretera zigzagueante de algo más de 600 kilómetros, se llega a Gaspé que significa "final del mundo" en el idioma de los micmacs, habitantes milenarios de la zona, y el viajero advierte enseguida una familiaridad paisajista con otros finisterrae. La península de Gaspésie está limitada, al norte, por el estuario del San Lorenzo, al sur por la Bahía de Chaleurs y al este por el Golfo del San Lorenzo.
El interior de la península está ocupado por una cordillera y páramos ondulados que conforman colinas arboladas, barrancos profundos limitados por montañas escarpadas que descienden hacia la orilla, como los montes Chic-Chocs. Este paisaje, bello y salvaje de bosques y agua-la economía gira alrededor de la explotación forestal y pesquera y, en menor medida, la minería y la agricultura-, está recorrido por ríos cristalinos que cruzan la península sorteando un verdadero mar de montañas, continuación de los Apalaches norteamericanos ─ 25 de ellas de más de mil metros─, pobladas por alces y caribúes, y su costa está punteada por tradicionales pueblos de pescadores que ofrecen la oportunidad de probar los pescados y mariscos de la zona.
Los 470 metros de largo del emblemático Rocher Percé, roca monumental en medio del mar que parece un barco varado, desgajada de la costa por el cincel de las olas, miran a una pequeña población dominada por la silueta de un castillo y formada por unos cuantos de cientos de casas de madera de tejados rojizos y fachadas blancas, un color muy usual de la zona, pequeños restaurantes junto al mar y puerto deportivo. La roca y la isla Bonaventure, donde vive la colonia de alcatraces más importante de América del Norte, son emblemas de esta región recorrida por el río Gaspé, ruta que siguiera el descubridor de todo el territorio francófono Jacques Cartier siglos atrás. Del norte parten los 600 kilómetros de senderos del Parc de la Gaspésie por donde perderse, disfrutando de las excelencias de su paisaje y de la majestuosa vista sobre el río San Lorenzo en un entorno con poca densidad de población -5 habitantes por kilómetro cuadrado- y poblaciones, siempre cuidadas y con edificaciones de madera, que no sobrepasan los 5.000 habitantes.
Cerca de Percé, la costa escarpada del Parque Nacional de Forillon es la misma que Jacques Cartier descubriera al abordar Gaspé en 1534, su joya, ubicado entre el San Lorenzo y la bahía Gaspé. Situado sobre unos abruptos acantilados, tiene una fauna y flora excepcional que la convierten en destino de ornitólogos. El sendero del Mont Saint Aiban permite la aproximación a la península de la Gaspesie, poblada por coníferas y mordida por el mar. Siguiendo hacia el sur, avanzando por praderías en donde pastan vacas, se alcanza la amplia bahía des Chaleurs con sus soberbias playas, sus delicados y pequeños faros de fachadas blancas y tejados rojos, que jalonan los zigzagueantes caminos y son tan parecidos a los de la Bretaña francesa o Normandía, y sus aguas con temperaturas agradables.
A unos doscientos kilómetros de las costas de Gaspésie se encuentran las islas de la Madeleine- archipiélago de una docena de islas azotadas constantemente por el viento, de las que sólo siete están habitadas- que se caracterizan por inmensas playas de arena, acantilados de arenisca roja y pintorescas casas de madera muy coloridas. Los amantes de la naturaleza pueden disfrutar de las focas, cormoranes y chorlitos reales, una especie en vía de extinción, que pueblan sus costas.
La Mauricie, situado en la cadena montañosa de Laurentides, se extiende desde el norte del río San Lorenzo hasta el corazón del bosque boreal a lo largo de 40.000 kilómetros cuadrados. El Camino del Rey, el primero transitable de Canadá, bordea el río, atravesando Trois-Rivières entre Montreal y Quebec. El interior, vasto territorio arbolado de coníferas, ríos turbulentos y lagos de aguas gélidas, territorio de los leñadores y transportadores de troncos, dispone de 75 cotos de caza y pesca - Theodore Roosevelt, Harry Truman y Winston Churchill los utilizaron-, y ofrece uno de los paisajes más espectaculares de la región que se puede disfrutar mediante el excursionismo, la canoa y el kayak, en verano, o con la pesca sobre hielo, el esquí de fondo, el patinaje o el trineo de perros, en invierno.
El Parque Marino de Saguenay, que toma nombre del río que nace al sur de Québec y drena al Lac Saint-Jean, turbulento en el primer tercio de sus 169 km de trayecto cortado abruptamente por una cascada de 90 metros, es una experiencia para los sentidos que pone colofón a esta exploración por la zona. El parque se divide en tres sectores tan amplios como diferentes : La Bahía Éternité y sus inmensas paredes rocosas, que se alzan abruptamente hasta los 350 metros de altura; la Bahía del Moulin-à-Baude, cerca de Tadoussac, que ofrece un panorama excepcional, y la Bahía Sainte-Marguerite. Navegarlo en una de las muchas embarcaciones de alquiler permite al viajero la posibilidad de disfrutar de su fauna, de seguir las evoluciones de las focas, leones marinos y, sobre todo, ballenas, que surcan aguas de un azul intenso y consistencia densa, casi oleosa.
Nada más hermoso que ver cómo se apaga el sol en ese confín de Canadá, admirar el cromatismo cambiante del agua y la tierra, aspirar el intenso olor marino que se mezcla con el perfume de los bosques en una naturaleza que el hombre aun no ha dominado.
La isla exquisita
Casi enfrente de la catarata Montmorency está la Isla de Orleans, un privilegiado enclave de 400 kilómetros cuadrados que permaneció hasta 1935 aislado ante la ausencia de otra comunicación que no fuera la fluvial. Ahora, el cuidado jardín botánico que es toda la isla, acoge una serie de diminutas poblaciones en donde se alternan casas de madera, pintadas en vivos colores, construcciones de piedra de estilo normando y pequeñas iglesias de campanarios puntiagudos.
Una propuesta cultural/gastronómica
El Parlamento de Québec, de estilo Renacimiento francés, sede del gobierno de la provincia, es un edificio versátil que tanto sirve para un debate parlamentario sobre el eterno tema que galvaniza a los ciudadanos de Québec, la secesión del Canadá anglófono, como para tomar un opíparo almuerzo, por un precio módico, después del largo paseo por sus pasillos y contemplar el interior barroco de la Cámara de la Asamblea Nacional. Si el viajero se dejar guiar por su olfato, descubrirá el Restaurant Le Parlementaire, un salón dieciochesco con columnas, cretonas y visillos en las paredes y arañas suntuosas que cuelgan del techo, en donde la comida está a la altura de la decoración.
Este reportaje ha sido publicado en el número 103, correspondiente a octubre 2008, de la revista VIAJES NATIONAL GEOGRAPHIQUE. Las fotos que ilustran el reportaje pertenecen a la revista.
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