EL VIAJE

EL TAJ MAHAL, EL SUEÑO
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DE AMOR HECHO PIEDRA

La idea era despertarse muy temprano, para ver amanecer y contemplar los efectos cromáticos de los primeros rayos del sol sobre el mármol traslúcido del Taj Mahal. Y sí, me desperté temprano, a las cinco de la mañana, bajé al hall del hotel de Agra, perdonando el desayuno, y allí estaba la tez cetrina de mi fiel chófer Laralá Ram, un tipo entrañable con el que me entendía más por señas que por otra cosa, pero el sol no.
De camino de Agra al Taj Mahal, por calles encharcadas y desiertas, tras pasar algunos controles militares protegidos por sacos terreros ─ el miedo a un atentado terrorista es algo muy real y asumido, y nada más apetecible para un lunático que quiere irse directo al paraíso que volar la joya turística por excelencia ─ el cielo plomizo, que alargaba la noche, se abrió y empezó a descargar con fuerza una lluvia que paliaba el calor que ya empezaba a desperezarse. Sin impermeable, sin paraguas, en la ya larga cola de visitantes que se agolpaban ante la entrada principal del monumento en donde éramos cacheados exhaustivamente por militares armados hasta los dientes─ hube de dejar el cargador de la cámara y otros cables sospechosos en una consigna y, a cambio, me dieron un papel garabateado ─, el agua me caló inmisericorde, mis pantalones blancos de lino se pegaron a las piernas y la camisa se asemejó a una bayeta arrugada sobre mi torso. Pero me dio igual.
Y con ese día de perros, maldiciendo mi suerte, fui a enfrentarme a una de las siete maravillas del mundo, uno de los monumentos más fotografiados y por el que uno suele venir a La India.
El Taj Mahal se recorta, perfecto, en una de las simétricas puertas, Darwaza, que dan acceso al recinto. Al verlo, por primera vez, recortado en un arco perfecto, no puedo remediar un estremecimiento, a pesar de las cientos de veces que lo he visto en fotos y películas, pero no es lo mismo verlo directamente, sentirlo dibujarse ante ti. Es extraordinariamente bello, no parece real sino flotar, como un espíritu, en esa nebulosa de aire que forma la lluvia que sigue cayendo y ya ha dejado de afectarme. Avanzo muy despacio, deteniéndome, admirándolo desde todos los ángulos posibles entre los madrugadores visitantes que observan, entre ellos, un respeto preñado de misticismo, aplastados por la belleza y la leyenda de una pieza arquitectónica única en el mundo.

Para construir ese monumento funerario, el más bello ejemplo de arquitectura mogola, estilo que combina elementos de la arquitectura islámica, persa, india e incluso turca ─ un delirante presente de amor imperecedero del emperador mogol Sha Jahan a su favorita y amada Arjumand Bano Begum, más conocida como Mumtaz

Mahal, que le seguía en todas las campañas bélicas, para no estar un segundo separado de su amado, y murió durante el parto de su decimocuarto hijo─ se invirtieron veinte años y estuvieron empleados en su alzamiento quince mil obreros bajo la supervisión del arquitecto persa Ustad Isa, un verdadero genio de su profesión que no dejó un detalle al azar y calculó milimétricamente las proporciones del edificio, diseñó su entorno y ordenó el paisaje a su alrededor para realzar la belleza del monumento.

Con infinita paciencia esos miles de artesanos anónimos, los verdaderos artífices de todos esos monumentos arquitectónicos ante los que nos quedamos sin habla, transportaron y apilaron a la perfección los bloques de mármol traslúcido que fue transportado en elefantes desde el Rajasthan, y realizaron sobre su superficie incrustaciones de piedras semipreciosas, arte que todavía perdura en Agra y han transmitido padres a hijos desde entonces. La favorita está enterrada en ese mausoleo gigantesco, flanqueado por cuatro minaretes perfectos, orientados hacia fuera para evitar que un terremoto los desplome sobre la cúpula bulbosa del Taj Mahal, y sobre los arcos gigantescos de sus cuatro fachadas simétricas, las enormes inscripciones coránicas que las adornan fueron concebidas in crescendo, desde el suelo, para que el efecto óptico fuera perfecto y las letras parecieran idénticas en tamaño sin serlo. Nada se dejó al azar en el Taj Mahal, sin duda la cumbre del arte islámico hindú, ni en el diseño de los jardines que sirven de perfecto marco vegetal al monumento, ni en ese alargado estanque que a ex profeso se extiende para que se duplique en sus aguas el mausoleo blanco, ni en los edificios secundarios, de arenisca, de enorme belleza y perfección, que rodean el edificio principal.
Avanzo bajo la lluvia, entre nativos tan despreocupados como yo por mojarse y turistas europeos embutidos en sus chubasqueros que los cubren de arriba abajo y les dan un aire monástico, cruzo el Jardín del Paraíso que realmente hace honor a su nombre y hago mis fotos cuidando que la lluvia no empañe el objetivo de mi Nikon.

Antes de subir la escalinata que conduce al mausoleo hay que descalzarse, una costumbre de este país a la que uno se acostumbra a regañadientes, o embutir las sandalias en plásticos. Opto por la segunda opción. La explanada que se extiende alrededor del Taj Mahal está encharcada, es una especie de lago resbaladizo de mármol en donde se refleja el monumento y una cercana mezquita de color tierra que tiene su doble arquitectónico al otro lado, colmando la obsesión simétrica del arquitecto persa. En el interior del mausoleo, en respetuoso silencio, los visitantes pasan por delante de las réplicas de los sepulcros de los amantes ─ que están enterrados mismamente debajo, en otro nivel inaccesible ─ protegidos por celosías efectuadas sobre mármol, complejas filigranas.

Alguna que otra paloma aletea en el interior oscuro en donde no están permitidas las fotografías y sí unas pequeñas linternas que permiten comprobar la calidad del mármol traslúcido que deja pasar perfectamente la luz.

Con devoción, entre rezos, como si los apasionados amantes de leyenda estuvieran revestidos de algún tipo de santidad, pasan los hindúes por delante de las falsas tumbas de Sha Jahan y Mumtaz Mahal.

Ha dejado de llover, pero no sale el sol. Los nativos visitantes imprimen una nota de color y movimiento al blanco monumento que presenta incrustaciones hasta en la fachada exterior. El río Yamuna, que fue desviado de su curso para que en sus aguas se reflejara la espalda del mausoleo, discurre plácido, describiendo una amplia curva, a espaldas del Taj Mahal.

Y precisamente desde allí, desde ese punto, mirando al río turbio, por cuyas riberas corretean las garzas, se puede distinguir las ventanas del Fuerte Rojo de Agra, prisión a la que fue sometido el desventurado Sha Jahan por su propio hijo Aurangzeb, el fruto envenenado de ese amor tan intenso y literario, desde las que miraba con desconsuelo el monumento que alzó en honor de su amor y para que siempre fuera recordada.


Lloraba un alma enamorada
lágrimas, dolor, pena, llanto
un corazón entona su triste canto
una mano, cansada, tras su ventana cerrada
Allí desde su palacio, desde su ventana

admira aquella lágrima blanca
poesía hecha arte, arte que la pasión arranca
para ti, mi amada, mi esposa, mi alma hermana

Ese idilio regaló al mundo un monumento de extraordinaria belleza, un sueño de amor hecho piedra, que se mantiene inalterable, y un vástago traicionero y sátrapa que acabó con la dinastía después de asesinar a todos sus hermanos cegado por sus ansias de poder: lo mejor y peor de la condición humana.

Texto y fotos José Luis Muñoz

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