LA FIRMA INVITADA
Felisa Moreno Ortega, que tiene en la red un hermoso blog literario titulado EL SUEÑO DE LAS PALABRAS, y va a publicar en breve su primera novela, LA ASESINA DE OJOS BONDADOSOS, me cede el excelente relato EL ARDOR EN LA SANGRE, 1º Premio Certamen Mujeres Creadoras del Ayuntamiento de Baena (año 2008), toda una declaración de principios acerca de la fascinación que la protagonista siente hacia los libros.
El ardor en la sangre
Felisa Moreno Ortega
-¿Te vas a llevar alguno?
-No, no, solo miraba -dijo Salvadora, azorada- cóbrame el Marca.
Aniceto observó cómo abandonaba la librería; todos los días igual, cogía el periódico deportivo, ojeaba algunos libros del expositor para luego dejarlos allí. Pagaba el importe justo del Marca y se deslizaba sobre sus zapatos de tacón bajo hacia la puerta. Salvadora no era ninguna belleza, su cara anodina y limpia de maquillaje pasaría inadvertida ante cualquiera. Las formas de su cuerpo permanecían escondidas bajo una ropa amplia, asexuada: camisetas de algodón, vaqueros anchos, blusas sueltas. Madre de dos hijos, ya mayorcitos, los dos varones a veces venían con ella a la papelería y correteaban entre los estantes provocando la ira de su progenitora. Se la veía cansada, cansada de regañarles y de luchar para que se portaran bien, pero a los diez y trece años la energía rebosa del cuerpo y se desborda en forma de travesuras y correrías.
No era atractiva, pero a Aniceto le llamaba la atención su forma de mirar los libros, de tocarlos, de pasar las hojas, de detenerse en alguna página y leer unos párrafos. Veía cómo le llameaban los ojos, cómo se le encendía el semblante; a veces pasaban largos minutos hasta que algún ruido la sacaba de su ensimismamiento y cerraba el libro con pesar. Para el librero constituía una incógnita por qué nunca compraba ninguno. Conocía a la familia, no eran ricos pero tampoco pasaban necesidades; su marido, maestro albañil, trabajaba todo el año, que ya era mucho decir en un pueblo como aquel en que se dependía tanto de la campaña de la aceituna o de la temporada de los dulces navideños, en la que de septiembre a diciembre también se empleaba Salvadora, más de una vez la había visto con el gorrito y la bata blanca y aquella cara de cansancio que nunca la abandonaba. Aniceto cerró la tienda y caminó despacio hasta su casa, quizá antes se pasara por el bar de Patricio, le gustaban las tapas y la compañía, siempre había alguien con quien hablar, eso es lo bueno y lo malo de los pueblos, el conocerse todo el mundo. De él dirían que era un viejo solterón; un extraño caso al no carecer de posibles y nunca fue feo —ni siquiera ahora con más de sesenta años sobre su espalda, aún conservaba su aire distinguido y culto, por el que suspiró más de una muchacha—. A él no lo preocupaban estos comentarios, se encontraba a gusto con su vida, con su soledad escogida. Su única compañía, los libros, sus más fieles amigos.
Salvadora llegó a su casa acalorada, se había entretenido de más en la librería y ahora le tocaba correr para preparar la comida, su marido apenas disponía de una hora para almorzar y los niños llegarían enseguida del colegio, peleándose y armando bulla como siempre. Cómo le hubiera gustado tener una niña, sensible y callada como ella, que pasara las tardes inventado historias, jugando a ser escritora u organizando un teatro con sus muñecas. Pero no, tenía aquellos salvajes que destrozaban todo cuanto encontraban a su paso, comenzando por los libros que ella les compró con tanto interés cuando eran más pequeños para iniciarlos en el goce de la lectura. Pero mejor no ahondar en la herida.
Aniceto pensó toda la tarde en Salvadora, sin duda aquella mujer tenía el virus de la lectura, infectada hasta el tuétano de esa pasión por la letra impresa. Él sabía reconocerlo, no en vano se había criado entre libros y lo padecía desde muy pequeño; la librería la heredó de su abuelo y de un vistazo distinguía a los que padecían su mismo mal, los observaba en su negocio, ojeando los ejemplares sin decidirse, sintiéndose mal por elegir a uno y despreciar a los demás; a veces los veía marcharse sin nada, pero sabía que volverían pronto y se llevarían dos o tres. Veía la avaricia en sus ojos, ansiosos de devorar las letras impresas que les rodeaban. ¿Por qué no Salvadora?, ¿qué le impedía comprar aquellos ejemplares que acariciaba cada día?, ¿por qué se conformaba con un periodicucho deportivo? Estaba decidido a dar un paso, a preguntarle el motivo de su actitud, en los pueblos no es tan extraña esa curiosidad, esa invasión de la intimidad de los demás.
Salvadora entró a la librería, como siempre cogió el Marca y con el periódico bajo el brazo se fue a toquetear los libros. Sus manos pequeñas, de dedos finos, abrazaban el lomo, mientras sus ojos miel acariciaban la contraportada. Uno tras otro los fue revisando, deteniéndose un poco más en las novedades. Hoy venía con tiempo, así que se fue al rincón de lo viejo, donde reposaban ediciones antiguas, muchos eran de segunda mano, le atraía aquel olor ennegrecido por el paso de los años.
Ya se marchaba después de pagar el periódico cuando Aniceto la llamó; había estado dudando hasta el último momento, pero al fin se decidió, no a preguntarle por sus motivos sino a regalarle un libro.
-Tome, es para usted -dijo con una sonrisa amable.
-¿Para mí?, ¿por qué? -preguntó Salvadora, extrañada.
-Por ser una buena cliente, todos los días viene por aquí y me apetecía hacerle un regalo.
-No puedo aceptarlo.
-Claro que puede, es una promoción que estoy haciendo con mis mejores clientes; además es muy cortito, seguro que sacará tiempo para leerlo.
Salvadora se fue con el libro en las manos. Miró el título, El ardor en la sangre. La autora tenía un apellido ruso, difícil de pronunciar; atrajo su atención que se llamara Irene, el nombre que le habría puesto a la niña que nunca tuvo. Suspiró cansada y pensó que lo mejor sería que Paco no lo viera, quizás no se creyera que se trataba de un regalo y no le apetecía que le montara otra escena. Últimamente las peleas se sucedían, bebía demasiada cerveza y no encontraba forma de hablar con él sin acabar discutiendo.
Cuando se quedó sola abrió el libro, su marido estaba en el tajo y sus hijos acababan de marcharse a clases extraescolares de inglés. Lo leyó de un tirón y al terminarlo notó en la boca un sabor agridulce, le había gustado tanto que le dolió que fuera tan corto, que se acabara así, devolviéndola a la realidad en poco más de un par de horas. Reflexionó sobre el argumento: un hombre mayor que después de una vida intensa decide recluirse en su pueblo natal, un pueblo donde los secretos son a voces, donde la hipocresía rige los comportamientos, pero donde late la sangre con un ardor que todo lo trastoca. A Salvadora también le hervía la sangre, ¿por qué tenía que renunciar a lecturas como aquellas?, ¿por qué debía aparentar una felicidad que no sentía? Paco no era consciente del daño que le infligía, no notaba cómo se apagaba la luz de sus ojos, no veía cómo perdía la ilusión por vivir, no percibía el eterno cansancio que se adueñaba de su cuerpo nada más levantarse para empezar una nueva jornada sin ilusión alguna.
Guardó la novela cuidadosamente entre sus libros viejos, con la intención de releerlo al día siguiente. Sus colores brillantes destacaban mucho, así que lo escondió bajo El Quijote, obra que se conocía casi de memoria, tantas veces lo había leído.
-¿Te ha gustado el librito de Nemirovsky?
Salvadora asintió con la cabeza y le ofreció una cálida sonrisa en agradecimiento. Como cada día, husmeó entre los libros; pero hoy se decidió a coger uno y acercarse con él al mostrador. El librero, emocionado, le cobró el importe; sabía que algo había cambiado, que de alguna forma la mujer empezaba a atravesar ciertos límites, tal vez autoimpuestos. Sabía que aquel libro no la dejaría indiferente, que despertaría sus ganas de leer. Era uno de sus favoritos, a veces se sentía identificado con su protagonista, un observador pasivo de la realidad.
La escena se repitió durante varias semanas, Salvadora además del Marca se llevaba a casa un librito cada día, solía escogerlos de ediciones baratas de bolsillo, pero los miraba como si fueran grandes joyas de edición cuidada. De vez en cuando Aniceto le regalaba algún ejemplar especial que ella aceptaba con cierta reserva, reparo que iba disminuyendo conforme aumentaba su amistad. A menudo charlaban sobre los libros, hasta que ella salía corriendo para tener a tiempo la comida.
Un día, al llegar Salvadora a casa vio las botas a de su marido en la entrada. No lo encontró en el comedor con la cerveza y tuvo un mal presentimiento; subió por las escaleras y aparecieron desparramados por el suelo los libros que había adquirido durante un mes y que ocultaba en su baúl.
-¿Qué esto, Salvi? ─preguntó su marido, congestionado-, ¿es que has olvidado las reglas, has olvidado lo que te dije aquella vez?
No, Salvadora no lo había olvidado, recordaba perfectamente el enfado de su marido por el dinero desperdiciado en las colecciones de libros que los niños destrozaron antes incluso de terminar de pagarlos. Nunca podría olvidar aquel día, desde entonces estaba prohibida la compra de libros, a excepción de los del colegio. Salvadora lloró mucho esa jornada, lloró a escondidas de su marido, sabía que no cambiaría de opinión con facilidad. Escondió sus libros en un baúl para que los niños no terminaran por destrozárselos, disfrutaban arrancando las hojas y arrojándolas al fuego de la chimenea. Entonces eran pequeños, apenas tres y seis años, pero a pesar del tiempo transcurrido su marido no había dado su brazo a torcer.
-Los libros son parte de mí, si no los quieres a ellos, a mí tampoco me quieres ─dijo por fin con la voz ahogada en llanto, era la primera vez que se rebelaba contra su marido.
Él parecía no escucharla, seguía vociferando. Mientras, ella recogía los libros sin contestar a sus improperios. Algo se había roto para siempre, ahora lo veía con una claridad absoluta, como cuando limpias los cristales tras un día de lluvia.
Nada más verla aparecer en la librería, Aniceto supo que algo había cambiado. Después de días sin aparecer por allí, él empezaba a echarla de menos; el brillo fiero de aquellos ojos canela, los labios fruncidos, las mejillas encendidas y la forma de apretar el libro que llevaba entre sus manos le indicaron que Salvadora era otra mujer. La miró entre sorprendido y admirado, nunca la había visto tan bella, tan salvajemente seductora y se odió por ser tan viejo y odió a su marido por estar casado con ella.
-¿No te llevas el Marca?
-No, he dejado a mi marido -dijo con decisión- no volveré nunca más con él, no me quiere.
Las visitas de Salvadora a la librería se espaciaron, ahora vivía en casa de sus padres, trabajaba limpiando casas, cuidando niños o haciendo alguna que otra sustitución en comercios o bares. Su situación económica era precaria. Paco se negaba a pasarle la pensión para sus hijos; herido en su orgullo de macho no podía aceptar que la mosquita muerta de Salvadora, como la llamaba su madre, lo hubiera dejado plantado de aquella manera.
Aniceto pensó mucho durante aquellos días, echaba de menos la compañía de la mujer, las largas charlas sobre literatura. Ella era una esponja que absorbía todo, que quería saberlo todo, le daba pena verla pasar apresurada por allí, más delgada y ojerosa, aunque desprendida ya de aquel halo de eterno cansancio. Pensó y pensó, comprobó sus ahorros, sus planes de pensiones y tomó una decisión.
A través de los cristales la vio caminar decidida hacia la librería, con rapidez colgó el letrero al lado de la caja: “Se necesita dependienta, razón aquí”. Ella lo vio nada más entrar y le interrogó con la mirada.
-Necesito ayuda, me voy haciendo viejo, ya casi no puedo con las cajas ni subirme a las escaleras.
Salvadora, sonriendo, lo miró; a pesar de su edad se conservaba bien, aún mejor, como un roble, y sabía que aquel negocio no daba para un contrato.
-Gracias por el ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo.
La vio alejarse y comprendió que ella ya no quería depender de nadie, que la flor frágil se había petrificado adquiriendo la fuerza y el empuje necesario para sobrevivir. Se alegró por ella, aunque no pudo evitar que las lágrimas se asomaran a sus ojos, por primera vez en su vida deseó tener veinte años menos, volvía a sentir el ardor en la sangre.
Felisa Moreno Ortega
-¿Te vas a llevar alguno?
-No, no, solo miraba -dijo Salvadora, azorada- cóbrame el Marca.
Aniceto observó cómo abandonaba la librería; todos los días igual, cogía el periódico deportivo, ojeaba algunos libros del expositor para luego dejarlos allí. Pagaba el importe justo del Marca y se deslizaba sobre sus zapatos de tacón bajo hacia la puerta. Salvadora no era ninguna belleza, su cara anodina y limpia de maquillaje pasaría inadvertida ante cualquiera. Las formas de su cuerpo permanecían escondidas bajo una ropa amplia, asexuada: camisetas de algodón, vaqueros anchos, blusas sueltas. Madre de dos hijos, ya mayorcitos, los dos varones a veces venían con ella a la papelería y correteaban entre los estantes provocando la ira de su progenitora. Se la veía cansada, cansada de regañarles y de luchar para que se portaran bien, pero a los diez y trece años la energía rebosa del cuerpo y se desborda en forma de travesuras y correrías.
No era atractiva, pero a Aniceto le llamaba la atención su forma de mirar los libros, de tocarlos, de pasar las hojas, de detenerse en alguna página y leer unos párrafos. Veía cómo le llameaban los ojos, cómo se le encendía el semblante; a veces pasaban largos minutos hasta que algún ruido la sacaba de su ensimismamiento y cerraba el libro con pesar. Para el librero constituía una incógnita por qué nunca compraba ninguno. Conocía a la familia, no eran ricos pero tampoco pasaban necesidades; su marido, maestro albañil, trabajaba todo el año, que ya era mucho decir en un pueblo como aquel en que se dependía tanto de la campaña de la aceituna o de la temporada de los dulces navideños, en la que de septiembre a diciembre también se empleaba Salvadora, más de una vez la había visto con el gorrito y la bata blanca y aquella cara de cansancio que nunca la abandonaba. Aniceto cerró la tienda y caminó despacio hasta su casa, quizá antes se pasara por el bar de Patricio, le gustaban las tapas y la compañía, siempre había alguien con quien hablar, eso es lo bueno y lo malo de los pueblos, el conocerse todo el mundo. De él dirían que era un viejo solterón; un extraño caso al no carecer de posibles y nunca fue feo —ni siquiera ahora con más de sesenta años sobre su espalda, aún conservaba su aire distinguido y culto, por el que suspiró más de una muchacha—. A él no lo preocupaban estos comentarios, se encontraba a gusto con su vida, con su soledad escogida. Su única compañía, los libros, sus más fieles amigos.
Salvadora llegó a su casa acalorada, se había entretenido de más en la librería y ahora le tocaba correr para preparar la comida, su marido apenas disponía de una hora para almorzar y los niños llegarían enseguida del colegio, peleándose y armando bulla como siempre. Cómo le hubiera gustado tener una niña, sensible y callada como ella, que pasara las tardes inventado historias, jugando a ser escritora u organizando un teatro con sus muñecas. Pero no, tenía aquellos salvajes que destrozaban todo cuanto encontraban a su paso, comenzando por los libros que ella les compró con tanto interés cuando eran más pequeños para iniciarlos en el goce de la lectura. Pero mejor no ahondar en la herida.
Aniceto pensó toda la tarde en Salvadora, sin duda aquella mujer tenía el virus de la lectura, infectada hasta el tuétano de esa pasión por la letra impresa. Él sabía reconocerlo, no en vano se había criado entre libros y lo padecía desde muy pequeño; la librería la heredó de su abuelo y de un vistazo distinguía a los que padecían su mismo mal, los observaba en su negocio, ojeando los ejemplares sin decidirse, sintiéndose mal por elegir a uno y despreciar a los demás; a veces los veía marcharse sin nada, pero sabía que volverían pronto y se llevarían dos o tres. Veía la avaricia en sus ojos, ansiosos de devorar las letras impresas que les rodeaban. ¿Por qué no Salvadora?, ¿qué le impedía comprar aquellos ejemplares que acariciaba cada día?, ¿por qué se conformaba con un periodicucho deportivo? Estaba decidido a dar un paso, a preguntarle el motivo de su actitud, en los pueblos no es tan extraña esa curiosidad, esa invasión de la intimidad de los demás.
Salvadora entró a la librería, como siempre cogió el Marca y con el periódico bajo el brazo se fue a toquetear los libros. Sus manos pequeñas, de dedos finos, abrazaban el lomo, mientras sus ojos miel acariciaban la contraportada. Uno tras otro los fue revisando, deteniéndose un poco más en las novedades. Hoy venía con tiempo, así que se fue al rincón de lo viejo, donde reposaban ediciones antiguas, muchos eran de segunda mano, le atraía aquel olor ennegrecido por el paso de los años.
Ya se marchaba después de pagar el periódico cuando Aniceto la llamó; había estado dudando hasta el último momento, pero al fin se decidió, no a preguntarle por sus motivos sino a regalarle un libro.
-Tome, es para usted -dijo con una sonrisa amable.
-¿Para mí?, ¿por qué? -preguntó Salvadora, extrañada.
-Por ser una buena cliente, todos los días viene por aquí y me apetecía hacerle un regalo.
-No puedo aceptarlo.
-Claro que puede, es una promoción que estoy haciendo con mis mejores clientes; además es muy cortito, seguro que sacará tiempo para leerlo.
Salvadora se fue con el libro en las manos. Miró el título, El ardor en la sangre. La autora tenía un apellido ruso, difícil de pronunciar; atrajo su atención que se llamara Irene, el nombre que le habría puesto a la niña que nunca tuvo. Suspiró cansada y pensó que lo mejor sería que Paco no lo viera, quizás no se creyera que se trataba de un regalo y no le apetecía que le montara otra escena. Últimamente las peleas se sucedían, bebía demasiada cerveza y no encontraba forma de hablar con él sin acabar discutiendo.
Cuando se quedó sola abrió el libro, su marido estaba en el tajo y sus hijos acababan de marcharse a clases extraescolares de inglés. Lo leyó de un tirón y al terminarlo notó en la boca un sabor agridulce, le había gustado tanto que le dolió que fuera tan corto, que se acabara así, devolviéndola a la realidad en poco más de un par de horas. Reflexionó sobre el argumento: un hombre mayor que después de una vida intensa decide recluirse en su pueblo natal, un pueblo donde los secretos son a voces, donde la hipocresía rige los comportamientos, pero donde late la sangre con un ardor que todo lo trastoca. A Salvadora también le hervía la sangre, ¿por qué tenía que renunciar a lecturas como aquellas?, ¿por qué debía aparentar una felicidad que no sentía? Paco no era consciente del daño que le infligía, no notaba cómo se apagaba la luz de sus ojos, no veía cómo perdía la ilusión por vivir, no percibía el eterno cansancio que se adueñaba de su cuerpo nada más levantarse para empezar una nueva jornada sin ilusión alguna.
Guardó la novela cuidadosamente entre sus libros viejos, con la intención de releerlo al día siguiente. Sus colores brillantes destacaban mucho, así que lo escondió bajo El Quijote, obra que se conocía casi de memoria, tantas veces lo había leído.
-¿Te ha gustado el librito de Nemirovsky?
Salvadora asintió con la cabeza y le ofreció una cálida sonrisa en agradecimiento. Como cada día, husmeó entre los libros; pero hoy se decidió a coger uno y acercarse con él al mostrador. El librero, emocionado, le cobró el importe; sabía que algo había cambiado, que de alguna forma la mujer empezaba a atravesar ciertos límites, tal vez autoimpuestos. Sabía que aquel libro no la dejaría indiferente, que despertaría sus ganas de leer. Era uno de sus favoritos, a veces se sentía identificado con su protagonista, un observador pasivo de la realidad.
La escena se repitió durante varias semanas, Salvadora además del Marca se llevaba a casa un librito cada día, solía escogerlos de ediciones baratas de bolsillo, pero los miraba como si fueran grandes joyas de edición cuidada. De vez en cuando Aniceto le regalaba algún ejemplar especial que ella aceptaba con cierta reserva, reparo que iba disminuyendo conforme aumentaba su amistad. A menudo charlaban sobre los libros, hasta que ella salía corriendo para tener a tiempo la comida.
Un día, al llegar Salvadora a casa vio las botas a de su marido en la entrada. No lo encontró en el comedor con la cerveza y tuvo un mal presentimiento; subió por las escaleras y aparecieron desparramados por el suelo los libros que había adquirido durante un mes y que ocultaba en su baúl.
-¿Qué esto, Salvi? ─preguntó su marido, congestionado-, ¿es que has olvidado las reglas, has olvidado lo que te dije aquella vez?
No, Salvadora no lo había olvidado, recordaba perfectamente el enfado de su marido por el dinero desperdiciado en las colecciones de libros que los niños destrozaron antes incluso de terminar de pagarlos. Nunca podría olvidar aquel día, desde entonces estaba prohibida la compra de libros, a excepción de los del colegio. Salvadora lloró mucho esa jornada, lloró a escondidas de su marido, sabía que no cambiaría de opinión con facilidad. Escondió sus libros en un baúl para que los niños no terminaran por destrozárselos, disfrutaban arrancando las hojas y arrojándolas al fuego de la chimenea. Entonces eran pequeños, apenas tres y seis años, pero a pesar del tiempo transcurrido su marido no había dado su brazo a torcer.
-Los libros son parte de mí, si no los quieres a ellos, a mí tampoco me quieres ─dijo por fin con la voz ahogada en llanto, era la primera vez que se rebelaba contra su marido.
Él parecía no escucharla, seguía vociferando. Mientras, ella recogía los libros sin contestar a sus improperios. Algo se había roto para siempre, ahora lo veía con una claridad absoluta, como cuando limpias los cristales tras un día de lluvia.
Nada más verla aparecer en la librería, Aniceto supo que algo había cambiado. Después de días sin aparecer por allí, él empezaba a echarla de menos; el brillo fiero de aquellos ojos canela, los labios fruncidos, las mejillas encendidas y la forma de apretar el libro que llevaba entre sus manos le indicaron que Salvadora era otra mujer. La miró entre sorprendido y admirado, nunca la había visto tan bella, tan salvajemente seductora y se odió por ser tan viejo y odió a su marido por estar casado con ella.
-¿No te llevas el Marca?
-No, he dejado a mi marido -dijo con decisión- no volveré nunca más con él, no me quiere.
Las visitas de Salvadora a la librería se espaciaron, ahora vivía en casa de sus padres, trabajaba limpiando casas, cuidando niños o haciendo alguna que otra sustitución en comercios o bares. Su situación económica era precaria. Paco se negaba a pasarle la pensión para sus hijos; herido en su orgullo de macho no podía aceptar que la mosquita muerta de Salvadora, como la llamaba su madre, lo hubiera dejado plantado de aquella manera.
Aniceto pensó mucho durante aquellos días, echaba de menos la compañía de la mujer, las largas charlas sobre literatura. Ella era una esponja que absorbía todo, que quería saberlo todo, le daba pena verla pasar apresurada por allí, más delgada y ojerosa, aunque desprendida ya de aquel halo de eterno cansancio. Pensó y pensó, comprobó sus ahorros, sus planes de pensiones y tomó una decisión.
A través de los cristales la vio caminar decidida hacia la librería, con rapidez colgó el letrero al lado de la caja: “Se necesita dependienta, razón aquí”. Ella lo vio nada más entrar y le interrogó con la mirada.
-Necesito ayuda, me voy haciendo viejo, ya casi no puedo con las cajas ni subirme a las escaleras.
Salvadora, sonriendo, lo miró; a pesar de su edad se conservaba bien, aún mejor, como un roble, y sabía que aquel negocio no daba para un contrato.
-Gracias por el ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo.
La vio alejarse y comprendió que ella ya no quería depender de nadie, que la flor frágil se había petrificado adquiriendo la fuerza y el empuje necesario para sobrevivir. Se alegró por ella, aunque no pudo evitar que las lágrimas se asomaran a sus ojos, por primera vez en su vida deseó tener veinte años menos, volvía a sentir el ardor en la sangre.
Felisa Moreno Ortega
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