CINE / EL CLUB
EL
CLUB
Pablo Larraín
El
Club, del chileno Pablo Larraín, es una película sucia y
perturbadora. El espectador, cuando empieza a verla, puede preguntarse la razón
de ser de esa fotografía pésima y ese decorado de gusto infame de la casa en
donde transcurre la mayor parte de la película. Pero todo tiene su lógica. La
historia es sucia y escabrosa y no sería de recibo una fotografía que realzara
ese paisaje costero en el que tiene lugar la historia protagonizada por curas
castigados que expían sus culpas en una casa de oración de un lugar inhóspito
de la costa chilena. Así es que Pablo Larraín mata el paisaje y cualquier
atisbo de belleza plástica empleando una técnica de filmación muy parecida al
más cutre video casero pero que le resulta de una enorme utilidad.
Un pederasta, el Padre Vidal (Alfredo Castro); un cura que vende niños, el Padre Ortega (Alejandro Goic); un cura castrense, el
Padre Silva (Jaime Vadell) que ayudaba
a la dictadura de Pinochet; el otro, el Padre Ramírez (Alejandro Sieveking) que no sabe lo que hizo porque ya se caga en
los pañales. Cuatro perlas de religiosos al cuidado de una monja, la Madre
Mónica (Antonia Zegers) que acaba
siendo peor que ellos, y un cura de asuntos internos, el Padre García (Marcelo Alonso) un representante del
nuevo Vaticano, que realiza la investigación policial para saber cuáles son las
faltas de sus colegas. Son la escoria de la iglesia, que habita en ese lugar
apartado de forma anónima, hasta que una de sus víctimas los localiza y
enciende la llama del conflicto. Y salen de nuevo los malos instintos de los
recluidos y de los que, en teoría, están por encima de sus maldades.
El club es una película malsana, dura y
necesaria, pero radicalmente feísta. La chilena es una de las películas más
provocadoras vistas dentro de la sección
Horizontes Latinos del último festival de San Sebastián. Te deja con mal
cuerpo. Recibe el espectador en la cara las patadas que le propinan al
irritante tipo llamado Sandokan (Roberto
Farias), traumatizado por los curas pederastas (estremecedora su escena de
sexo con una pescadera del pueblo), que provoca la catarsis en el pueblo
costero.
Todo es muy sucio en la película El Club, título irónico. La realidad que
retrata, lo es. Y, para postre, esas cutres carreras de galgos a las que apuestan
los religiosos criminales.
Publicada en El Cotidiano y Entretanto Magazine
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