LA PELÍCULA
EL LUCHADOR
Darren Aronofsky
Sobre el mundo del boxeo planea siempre una cierta épica porque sus practicantes pueden llegar a lo más alto para caer luego por la pendiente y convertirse en eso, carne de fracaso, material cinematográfico o literario de primera magnitud, pero el de los luchadores se desenvuelve y muere en el fango sin ningún momento de gloria porque, entre otras cosas, son considerados payasos y objetos de pulla por el propio público que acude a verlos en sus actuaciones, que tienen más de circenses que de otra cosa.
El cine ha dado magníficas películas sobre el turbio mundo del boxeo ─ Toro salvaje, The bóxer, Alí, Más dura será la caída, Million Dólar Baby, Rocky, etc. ─ pero ha obviado a esos gladiadores de pacotilla que simulan brutalidad extrema al mismo tiempo que adoptan una presencia física estrafalaria, salvando las inefables películas mexicanas de El Santo, pero eso es subcine.
No podría encontrar Mickey Rourke, el actor rebelde por antonomasia que desaprovechó su momento de éxito en los años 80 ─La ley de la calle de Francis Ford Coppola, Manhattan Sur de Michel Cimino, Nueve semanas y media de Adrian Lyne, pero, sobre todo, El corazón del Ángel, de Alan Parker─, y parecía condenado a papeles de secundario, mejor vehículo para la resurrección que el que le ofrece el curioso y brillante realizador Darren Aronofsky con ese luchador, ahora empleado de un supermercado, que vuelve a vestirse las mallas para recuperar la dignidad perdida.
Randy The Ram Robinson (Mickey Rourke), un luchador que en los años 80 había estado en la cumbre de la lucha libre profesional pero que ahora, 20 años después, actúa en cuadriláteros de tercera categoría con momias de su estilo, recibe un aviso de su corazón de que su estado físico no está para más combates y debe retirarse. Sin hogar, familia, ni vida sentimental estable más que la bailarina de lap dance Cassady (Marisa Tomei), acepta un humillante empleo en un supermercado del que huirá, para volver al cuadrilátero, cuando un cliente insolente le descubre tras el mostrador.
Aronofsky, que anteriormente nos había sorprendido con películas como Protozoa (1992), Pi (1998), Réquiem por un sueño (2000) y La fuente de la vida (2006), modera su lenguaje fílmico en este retrato de perdedor redundante en un oficio, el de luchador, asociado siempre al fracaso.
Darren Aronofsky
Sobre el mundo del boxeo planea siempre una cierta épica porque sus practicantes pueden llegar a lo más alto para caer luego por la pendiente y convertirse en eso, carne de fracaso, material cinematográfico o literario de primera magnitud, pero el de los luchadores se desenvuelve y muere en el fango sin ningún momento de gloria porque, entre otras cosas, son considerados payasos y objetos de pulla por el propio público que acude a verlos en sus actuaciones, que tienen más de circenses que de otra cosa.
El cine ha dado magníficas películas sobre el turbio mundo del boxeo ─ Toro salvaje, The bóxer, Alí, Más dura será la caída, Million Dólar Baby, Rocky, etc. ─ pero ha obviado a esos gladiadores de pacotilla que simulan brutalidad extrema al mismo tiempo que adoptan una presencia física estrafalaria, salvando las inefables películas mexicanas de El Santo, pero eso es subcine.
No podría encontrar Mickey Rourke, el actor rebelde por antonomasia que desaprovechó su momento de éxito en los años 80 ─La ley de la calle de Francis Ford Coppola, Manhattan Sur de Michel Cimino, Nueve semanas y media de Adrian Lyne, pero, sobre todo, El corazón del Ángel, de Alan Parker─, y parecía condenado a papeles de secundario, mejor vehículo para la resurrección que el que le ofrece el curioso y brillante realizador Darren Aronofsky con ese luchador, ahora empleado de un supermercado, que vuelve a vestirse las mallas para recuperar la dignidad perdida.
Randy The Ram Robinson (Mickey Rourke), un luchador que en los años 80 había estado en la cumbre de la lucha libre profesional pero que ahora, 20 años después, actúa en cuadriláteros de tercera categoría con momias de su estilo, recibe un aviso de su corazón de que su estado físico no está para más combates y debe retirarse. Sin hogar, familia, ni vida sentimental estable más que la bailarina de lap dance Cassady (Marisa Tomei), acepta un humillante empleo en un supermercado del que huirá, para volver al cuadrilátero, cuando un cliente insolente le descubre tras el mostrador.
Aronofsky, que anteriormente nos había sorprendido con películas como Protozoa (1992), Pi (1998), Réquiem por un sueño (2000) y La fuente de la vida (2006), modera su lenguaje fílmico en este retrato de perdedor redundante en un oficio, el de luchador, asociado siempre al fracaso.
Pese a la irregularidad de la narración, y algunos baches de ritmo ─ todo el intento del protagonista por recuperar el afecto de su hija Stephanie (Evan Rachel Wood) a la que abandonó, ─ la película de Aronofsky recuerda a uno de los filmes más crepusculares que rodara John Huston, Fat City, en alguno de sus momentos y contiene escenas terribles como cuando el protagonista pacta con otro luchador el tipo de lesiones que se producirán para el regodeo del poco escrupuloso público de este tipo de combates,
Junto a un Mickey Rourke, desmelenado y deformado juguete roto que uno tiene la sensación de que se interpreta a sí mismo y roza la inexpresividad a causa de las muchas cirugías plásticas que han dejado huella en su rostro, una Marisa Tomei genial, sexy y enternecedora que ya había resucitado, anteriormente, de la mano de Sidney Lumet en Antes que el diablo sepa que has muerto.
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Junto a un Mickey Rourke, desmelenado y deformado juguete roto que uno tiene la sensación de que se interpreta a sí mismo y roza la inexpresividad a causa de las muchas cirugías plásticas que han dejado huella en su rostro, una Marisa Tomei genial, sexy y enternecedora que ya había resucitado, anteriormente, de la mano de Sidney Lumet en Antes que el diablo sepa que has muerto.
JOSÉ LUIS MUÑOZ
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