Arán,
25 de abril de 2012
Me gusta leer en esos parajes solitarios, sin nadie absolutamente a mi alrededor, inmerso en la calma de la naturaleza, y, esta tarde, sintiendo la caricia brusca del viento, sus dedos gélidos que curten la piel de mi rostro y lo hacen más árido. Me siento, en esos momentos, parte infinitesimal del entorno, la esquina del paisaje, observador y parte. De cuando en cuando, levantaba la vista de la novela que tenía entre las manos y oteaba a mi alrededor con la sensación de que era observado por los pobladores de ese bosque que me circundaba. Las rachas de viento, fuertes y bruscas, que arrancaban de forma tan caprichosa como se detenían, agitaban las ramas de los árboles, producían ese sonido que adoro cuando me pierdo en la montaña: el rumor misterioso, como un bramido sordo que se multiplica hasta el infinito, que se produce cuando se agitan las copas de los árboles, la respiración de una naturaleza que siento viva en cada uno de sus detalles.
Levanté la vista del libro cuando escuché un ruido extraño, que procedía del bosque, como un gruñido suave, y mi mirada atenta pudo ver como un par de ciervos, al galope, salían de la empalizada vegetal, cruzaban el prado y se perdían monte abajo. Cuando el viento arreció más, emprendí el descenso, pero me detuve a seguir leyendo en el banco de piedra que había junto a una solitaria cabaña cerrada doscientos metros más abajo, junto a un redil para vacas. El enclave era precioso, me dije, y perfecto para subir hasta allí en una noche estrellada y extasiarse con la bóveda celeste en un día sin luna. La pista, que pasaba junto a la cabaña, se abría paso entre dos pequeños montículos coronados de abetos y se podía ver, entre ellos, a lo lejos, las cumbres nevadas del macizo de la Maladeta, esa muralla pétrea de aristas impresionantes. Seguí bajando camino y, en una de las revueltas, me topé con un ciervo; sorprendido por mi presencia, el animal optó por lanzarse monte abajo y desaparecer en la espesura. Vi dos ciervos más, a lo lejos, pasando entre los troncos de los árboles en una carrera desbocada. Escuché el bramido de otros, que se comunicaban entre ellos, anunciando seguramente la presencia de ese extraño en el bosque. Y sorprendí a un cervatillo mientras mordisqueaba unas plantas al borde del camino, lo tuve a escasos cinco metros de distancia porque el aire soplaba a mi favor y no me distinguió hasta que hice crujir una rama en el suelo.
A las ocho y media emprendí el regreso definitivo al coche, pero me iba deteniendo para disfrutar de esa luz suave que precede a la puesta del sol, de esa quietud absoluta que sólo rompía las rachas de viento violento. Crucé entonces un bosque silencioso que, de cuando en cuando, se alteraba con el rumor de las ramas y el ruido de las hojas otoñales levantadas del suelo que rodaban por el camino a mi encuentro. Me sentía extraordinariamente bien en mi buscada soledad, como Dersu Uzala en la tundra y bosques siberianos. Saboreé con lentitud luces, colores, aromas a resina y hierba, canto de pájaros, mientras andaba sin prisas apurando esos últimos instantes de luz, envuelto por la belleza del entorno. Subí entonces al coche, después de cargarlo de leña que había tirada alrededor, y emprendí el descenso hacia Les cuando ya era de noche. En una de las muchas revueltas de la pista, otro ciervo, éste enorme, se aturdió con los faros del coche, corrió un trecho delante de mí, intentó subir por la ladera más próxima y, al no conseguirlo porque era muy empinada, optó por tirarse montaña abajo.
Llegué a casa tan cansado que apenas comí algo de queso mientras veía las noticias de la noche y me fui a la cama, a dormir, a una hora inusual: las once y media.
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