DIARIO DE UN ESCRITOR
Madrid, 14 de
septiembre de 2012
Una de las dos
excusas para venir a Madrid. Arte. Edward Hopper. El pintor más narrativo. Mi
favorito. Alguien capaz de transmitir desasosiego y soledad con una paleta de
colores cálidos y estilo figurativo, alguien que domina el misterio de las
luces y las sombras en sus cuadros como si fuera un consumado cineasta. Detrás
de cada una de sus pinturas hay una historia que se tiene que contar. ¿Cuadros
o fotogramas de películas? ¿Cuadros o la primera frase de una narración? Así es
que fue bajar del AVE e ir al Museo Thysen. Había cola. Ya tenía mi entrada
comprada por Internet. Pasé. Me sobraban visitantes. Yo sobraba para ellos.
Descubro cosas sobre Hopper que no sabía y me entero gracias a esta
extraordinaria exposición que veo in extremis, cuando ya levanta sus reales.
Por ejemplo, que Hopper tuvo una etapa impresionista a resultas de un viaje a París.
Paisajes urbanos con el Sena como motivo o Notre Dame. No es el Hopper
habitual. Es un impresionista sin excesiva garra. Descubro al Hopper
ilustrador, un oficio que ejerció como fuente de sustento económico. Un
centenar de portadas de una revista titulada Dial marmota (¿El diario de la
marmota?). Son carteles soberbios de actividades laborales, de motivos marinos
(barcos de pesca sorteando las olas), de oficios industriales (trabajadores de
astilleros, fundidores, estibadores) ejecutados con oficio. Un Hopper
desconocido. Como el de sus excelentes grabados, uno de ellos sumamente
inquietante: una vista cenital de la calle de una ciudad, quizá Nueva York, por
la noche y un solo paseante dibujado con su sombra. Si aguzo el oído puedo oír
sus pisadas en la soledad de la noche. El Hopper que conozco. Una negra asomada
a la puerta de su casa, que sabemos que es negra, no por el color de su piel,
indefinido, sino por su postura y porte, por los volúmenes de su cuerpo, por
una cierta frescura y descaro en su actitud. Una pareja en un teatro vacío, un hombre
y mujer de gestos congelados y aprisionados por el esmoquin de él y el traje de
noche de ella. La chica que lee un libro en la habitación del hotel, en ropa
interior corta, que deja sus piernas desnudas, y con el equipaje sin
desempacar. Una pareja en una habitación, hastiados el uno del otro: él, lee el
diario, para no hablar; ella, vuelta de espaldas y sentada ante un piano, pulsa
una tecla, distraída, pero sin intención de iniciar una melodía. Una casa en
plena naturaleza y una pareja mortecina sentada en el porche mirando a lo único
que tiene vida: su perro. Unos turistas absortos, acomodados en tumbonas y
tomando el sol, ajenos los unos a los otros pese a tocarse. Gasolineras sin
coches que repostar a la caída de la tarde. El vestíbulo de un teatro con una
espectadora que abandona su butaca, cansada quizá de la función, y un botones
que no la mira. Dos veleros sorteando unas aguas transparentes y sus
tripulaciones, chicos jóvenes con aires bostonianos, parecen hasta felices: ¿Es
Hopper? Su esposa desnuda mirando hacia una ventana, absolutamente asexuada
pese a los volúmenes de su cuerpo, rostro cansado y peinado clásico. La casa de
Psicosis. Una oficina con un tipo con manguitos trabajando bajo un flexo de luz
mientras la secretaria, todo curvas y vestida de verde, abre un archivador. Una
mujer en bikini recibe los rayos de sol en la terraza de su apartamento. La
mujer que, sentada en su cama, mira por la ventana. ¿Qué mira? Quizá su propio
vacío. Una monja que avanza por una calle solitaria y ventosa arrastrando el
carrito de un bebé al revés. ¿Qué quiso decir Hopper con esa surrealista
imagen? Una terraza de un bar y un grupo de personas tomando bebidas, entre
ellas un payaso inquietante que no se ha limpiado la cara y sostiene con su roja
boca artificial, una mancha de sangre contra el blanco empolvado de su cara, el
propio Hopper, un pitillo encendido, inquietante y hasta terrorífico que
recuerda a Stephen King. Dos payasos saludando a los espectadores desde lo alto
de un escenario, Pierrot y Colombina, su último cuadro pintado, su despedida de
la gran comedia que es la vida. Fin.
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