DIARIO DE UN ESCRITOR


Arán, 7 de septiembre de 2012

Dicen que los escritores no mueren, pero cuando los entierran dejan de alumbrar obras y en eso notamos su ausencia. Fue levantarme de mi cama de matrimonio (construida hábilmente con la conjunción de dos camas individuales colocadas transversalmente  y unidas por una enorme sábana de mi séptima vida), abrir el ordenador, después de tomarme el café con leche y saborear la última rosquilla que hice días atrás, y enterarme de la muerte de un colega. Me informó de ella uno de sus editores, Pere Sureda, que durante muchos años pilotó La Otra Orilla hasta que el grupo Norma la cerró. El argentino Horacio Vázquez Rial nos dejó en plena vida, con 65 años, vencido por el cáncer causado por sus cuarentas cigarrillos diarios y seguro que con muchas cosas que contarnos y muchas historias que escribir que se ha llevado con él. No sé si fue una alucinación acústica, pero tocaron a difuntos en el campanario de la iglesia de mi pueblo cinco minutos más tarde de leer la triste noticia. Y sabía que tocarían. Con lo que no sé si esos campanillazos fueron reales o frutos de mi imaginación.
Luego, en El País, con mi rutinaria copa de cerveza en las manos y contemplando el bosque de la montaña de enfrente que ya empieza a amarillear, leí el obituario que le dedica Enrique de Heriz.

A Horacio lo traté poco, lamentablemente, porque no hay tiempo para tratar a toda la gente que a uno le interesa, pero era un hombre amable, exquisitamente educado y talentoso. Hubo de huir de Argentina perseguido por la Triple A. Era, entonces, trotskista. En Barcelona, en donde empezó residiendo, se fue aburguesando su pensamiento. Coincidí con él en unos cuantos eventos. Creo que la primera vez fue en la Semana Negra de Gijón, comiendo algún potaje en la terraza de un restaurante, y quizá hablamos de nuestras mutuas colaboraciones en la revista Playboy. Luego, en alguna fiesta literaria en Barcelona cruzamos palabras, hablamos de literatura y política bajo la mirada atenta y el verbo encendido de Raúl Argemí, otro trotskista y escritor represaliado por la dictadura argentina. Por entonces Horacio estaba tan harto del nacionalismo catalán que ya planeaba irse a Madrid. Quizá el detonante fue ver publicado El Quixot en la editorial de su amigo Pere Sureda. Y se fue a la capital después de dar su apoyo a Ciutadans per Catalunya. Ya no lo volví a ver más, pero supe de él porque cruzamos algunos correos electrónicos y pensé en él después de publicar La Frontera Sur, porque una de las novelas de Horacio se llamaba Frontera Sur, sin el artículo. Coincidencias. Seguramente no leyó ninguna de mis novelas. Seguramente leeré algunas de sus novelas, porque amigos próximos, como la fotógrafa argentina Ana Portnoy, sentía devoción por su literatura y siempre me apremiaba a que lo leyera. Así, en las páginas de sus libros, Horacio empezará una nueva vida en mí.

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