DIARIO DE UN ESCRITOR
Barcelona, 19
de septiembre de 2012
Duermo más de
la cuenta. Tanto que oigo el despertador, que ya no pongo a las 9, porque en
los Desayunos de TVE1 no está mi Ana Pastor, sino a las 9 ½, y lo dejo sonar
hasta que se canse. Aventuro, a las diez, un pie sobre el parqué del suelo.
Esta modorra, me digo, es la factura del gin tónic de Bombay, tal como manda mi
amigo y consejero en esos menesteres Juan Bas, que me tomé a una hora tardía y
de excesos que quizá ya no puedo permitirme. Duermo más de la cuenta, pero hay
quien duerme para siempre: Santiago Carrillo, por ejemplo, y quienes ignoran
que esta noche, quizás, sea la de su último sueño. Trastabillo hasta la cocina
cuidando de no tropezar con un escalón traidor. Así es que me hago café, prendo
el televisor y contemplo esa capilla ardiente instalada en la sede madrileña de
CC.OO del histórico dirigente del PCE, el que tuvo que pasearse con una peluca
ridícula que cubría su calva para burlar a la policía franquista de Manuel
Fraga Iribarne; el que se fumó la vida en miles, quizá millones, de cigarrillos
que se encendía con estudiada parsimonia; el que se mantuvo sentado en su
escaño, como si nada, porque venía como superviviente de una guerra civil,
mientras aquel energúmeno con tricornio y su banda de guardiaciviles
guerrilleros asaltaba el Congreso. Mordisqueo una rosquilla contundente y
esponjosa, salida de mis manos y mi sartén, y doy un sorbo a mi café con leche en
taza blanca mientras pienso, a pesar de no haber sido nunca comunista, y
seguramente no serlo en el tiempo que me queda, que políticos como Santiago
Carrillo, de otra raza que los petimetres de ahora, ya no quedan en la Europa
de MerkelHollande. Pienso en Konrad Adenauer, en Olof Palme, en Willy Brandt, hasta
en François Miterrand, y claro, me hago cruces de la banda de mediocres ineptos
que nos rodean y nos llevan, de fracaso en fracaso, al desastre final. Carrillo
se echó a dormir, no se levantó, vivió casi un siglo y tuvo un pensamiento
lúcido toda su vida. Supo evolucionar desde las posiciones de ese PCE
estalinista de la Guerra Civil al eurocomunismo tras los desmanes liberticidas del
comunismo de la URSS. Era un dirigente de la talla de Dolores Ibarruri, Enrico
Berlinguer o Alvaro Cunhal, cuando los partidos comunistas europeos no se
ocultaban ni se avergonzaban de sus banderas rojas ni la hoz y el martillo
cruzados, que fue cuando tuvieron más votos. Apostó por la transición política,
aunque en ella se dejaron un sinfín de ideales por miedo a los espadones del
régimen y a resultas de ese complicado encaje de bolillos que fue el harakiri
de las cortes franquistas auspiciado por Adolfo Suárez. Lo asesinó, en la
ficción, Vázquez Montalbán, un comunista heterodoxo, y no sé si le hizo mucha
gracia al asturiano gijonés la broma del gallego catalán. Le veo, mientras doy
cuenta del café con leche y entra por la ventana abierta del apartamento brisa
con aroma a lluvia que agita las cortinas, sentado en su escaño, fumando,
cuando fumar no era delito y las cajetillas no llevaban imágenes hardcore de laringes destrozadas y pulmones horadados, impertérrito
mientras aquel energúmeno con bigote y tricornio quería poner fin a la
incipiente democracia y sus señorías, salvo tres excepciones honrosas, Suárez, Gutiérrez
Mellado y el mismo, se arrastraban literalmente por el suelo. Ahora sus
señorías se arrastran a los pies de la Merkel que, antes de ser quien ahora es,
era okupa, cosa que me cuesta creer.
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