DIARIO DE UN ESCRITOR
Gaillac 5 de octubre de 2012
Gaillac es
una pequeña población próxima a Toulousse, a orillas del Tarn, un río que se
remansa al llegar a la ciudad y la acaricia. Gaillac es famosa por sus vinos y
sus matanzas de hugonotes que tiñeron de sangre sus pequeñas y retorcidas
calles en donde se alzan viejas casas de ladrillo cruzado con vigas de madera.
Su campiña, cubierta de viñedos, denota el buen vino de mesa que se sirve en
sus tabernas y restaurantes. Llegué ayer a la ciudad, después de una conferencia
privada, nunca mejor aplicado la palabra, en la Mediateque de Grauleth tras
conducir dos horas por la autovía que va a Toulousse y tomar la que lleva a
Albi. En realidad no estoy muy alejado de mi país de partida, Arán, aunque por
aquí se haya perdido por completo la lengua de Oc que sí se mantiene, y
potencia, al sur de la frontera. Tenemos la misma bandera en el valle que en
Toulouse, Grauleth y Gaillac: una cruz dorada de bordes redondeados sobre fondo
morado. Pero volvamos a Graulleht, población más pequeña, si cabe, con no más
de 8.000 habitantes pero que se vanagloria de una hermosa biblioteca en donde a
las cinco y media de la tarde tiene lugar mi conferencia. Privada. Un chico
rubio, que habla correctamente el español; una chica morena y simpática que me
recuerda a una bretona de la octava vida; y un enorme gato que se pasea como
perro por su casa por la biblioteca y se detiene a escucharme. La conferencia
se convierte en una especie de charla privada. Ellos preguntan y yo contesto y
me alargo en mis respuestas hablando un castellano muy lento para que los
presentes me oigan. Vamos, que doy una conferencia emboscada en charla entre
amigos. Y así estamos hasta las siete de la tarde hablando del déficit cultural
de España, de los cuarenta y fatídicos años del franquismo, de mi Valle, de mi
faceta literaria que conjugo con la viajera.
Sigo con mi
coche, para no perderme, a la amable bibliotecaria de Grauleth, que se parece
mucho a una bretona que conocí en esta octava vida. Me lleva hasta Gaillac, una
ciudad de edificios de ladrillos, a orillas del Tarn con 12.000 almas. La
pequeña ciudad tiene el encanto de las villas de provincia: limpia, ordenada,
apacible. Da la sensación de que en Gaillac, salvo ese festival de Le Salon du
Livre que lleva 17 años celebrándose y al que he sido amablemente invitado, y
esa antigua matanza de hugonotes, no sucede nada digno de ser reseñado. Aparco
en el centro de la pequeña ciudad, junto al restaurante Chez Germaine, de la
Rue de la Madeleine, pero como no han llegado todavía los escritores invitados
al evento decido estirar las piernas por los alrededores tras despedirme de la
bibliotecaria de Grauleth que tan amablemente me ha acompañado hasta allí. Y es
entonces cuando veo descender de un coche a un viejo amigo y colega, al
escritor argentino Ernesto Mallo, al que conocí años atrás en la primera Semana
Negra a la que asistió y en la que obtuvo el premio Silverio Cañada. Como
estamos hambrientos, él por su largo vuelto transoceánico, y yo por no haber
probado bocado desde que salí de Arán (unas croquetas que me sirvió El camarero
que lee a Thomas Mann), nos dirigimos ambos a Chez Germaine, nos sentamos,
picoteamos jamón y nos pedimos él una coca-cola light y yo una cerveza. Una
camarera joven, hermosa y fresca nos alegra la vista. Es diligente y se mueve
embutida en unos ajustados tejanos que realzan su figura estilizada. Sonríe,
porque si algo caracteriza a las francesas, es su exquisita educación y su
voluntad de ser agradables. Así es que hablo con Ernesto, que está ligeramente
descolocado por su jet lag Buenos Aires Madrid/ Madrid Toulouse, de sus libros,
de colegas argentinos con los que me relaciono, como Guillermo Orsi, o que he
conocido recientemente, como Guillermo Sacomanno, vecino suyo, autor de la
extraordinaria novela El oficinista y de la más reciente El maestro. A las ocho
van llegando los escritores, dispersos. Quien crea que existe un prototipo
físico de escritor anda muy equivocado. La cara no es la imagen de la
literatura. No conozco a ninguno de los autores que van llegando y ocupan las
mesas reservadas, claro, y suerte de haber encontrado a Ernesto Mallo. Un
escritor rumano, Lucien Boia, se nos añade. Habla bien el francés cosa que
Ernesto más o menos domina y yo realmente pateo. Mi relación con los idiomas es
sencillamente lamentable y prueba de ellos es haber estudiado en la Berlitz, el
Instituto de estudios americanos, el Británico, la lengua de Shakespeare durante
todas mis vidas anteriores y no saber más que lo imprescindible para pedir la
llave de mi habitación. Empecé a utilizar el catalán a los 33 años, lo hablo
medianamente bien y lo escribo medianamente mal, o muy mal, sin medianía. Así
es que los tres entablamos una conversación rutinaria, y no muy entusiasta, el
rumano, que me resulta físicamente inquietante, el argentino y el español (que
lo seguirá siendo después de la independencia de Catalunya) mientras el vino
tinto de Les Corbieres llena las copas y se sienta a nuestra mesa Betty, una
chica rubia de la organización del Salón du Livre de Gaillac, y una bretona
espectacularmente alta que, para enorme alegría de Mallo, se hace con un hueco
a su lado.
La cena es
tapeo. Tapeo con sabor inequívoco a España. Sospecho que el dueño del
restaurante o es español o hijo de españoles. Papas arrugadas estilo canario,
aunque con mayonesa en vez de mojo picón; tortilla española, aunque fría;
calamarcitos con ajo; garún, ese paté de aceitunas negras tan típico del
Ampurdán; cerdo con salsa dulce; pimientos rojos asados. Se nos quita el hambre
y se nos viene el sueño. Mallo se despide, muerto de cansancio, y arrastra su
equipaje hacia el cercano hotel. Y yo empiezo mi odisea nocturna por buscar mi
hotel, una pesadilla al estilo de Edgar Allan Poe, puesto que nadie me acompaña,
pese a la cordialidad francesa, y sólo me dan las coordenadas en un mapa Google
de difícil interpretación.
Los
organizadores del evento han tenido a bien ubicarme en Senouillac, en el recóndito,
más que recóndito, inencontrable, Chambre d’hotel La bastide du servadou, un
hotel rural perdido, realmente perdido, en la campiña francesa, entre viñedos.
El lugar es tan clandestino que no aparece en mi GPS que me acompaña por mi
viaje literario por Francia. Así es que doy vueltas, y más vueltas, arriba y
abajo, abajo y arriba, por un dédalo de carreteras que me llevan una y otra vez
al nucleo habitado del pueblo, en donde no hay una sola alma. Luce en el cielo,
aunque más bien a ras de suelo, una luna extraña, color anaranjado, al que le
falta un trozo, como si un lobo la hubiera mordisqueado, y tan enorme que me
parece el efecto especial de alguna película de ciencia ficción, la mía en este
preciso momento en que estoy perdido en la noche y sin saber qué hacer. Finalmente
veo a un grupo de gente y tengo la suerte de que entre ellas me encuentre a un
español de edad provecta, uno de los miles de exiliados que cruzaron la
frontera empujados por la derrota republicana y con el que hablo lenguaje
cervantino. Le doy las señas y me envía a un lugar equivocado, o soy yo el que
se equivoca, porque ese hotel es de premio gordo de la lotería para dar con él.
Tranquilo seguro que será, porque nadie consigue llegar a él. Tras una hora de
dar vueltas por la zona, meterme en una casa particular, provocando la alarma
de sus habitantes y puede que un presumible escopetazo si bajo del coche, cosa
que no hago, y preguntar a otro joven al que saco de su casa y despierto de su
sueño en el sofá para que me dé explicaciones, y tampoco me sirven, porque el
hotelito no está señalizado y nadie sabe de su existencia, opto, tras descartar
la idea de regresar al Valle o dormir en el coche, por llamar por el móvil al
hotel y rezar porque funcione, y funciona. El dueño del hotel sale en mi
rescate y me recoge en la iglesia, la única referencia que tengo. Le sigo con
mi coche por un dédalo de carreteras por donde ya he pasado anteriormente,
tomamos un pequeño desvío a oscuras y cruzamos un portón que se abre
automáticamente y nos permite acceder a ese misterioso hotel cruzando un campo
de viñedos. Rezo para que no sea una encerrona de algún lector desafecto y
efectivamente esa casa de campo, sin ninguna señal en el exterior que la
identifique, sea efectivamente un hotel rural con encanto. La dueña me recibe
con un amable Bon soir extendiendo la mano que apenas aprieto. Amabilidad francesa.
Yo gruño un quejío por lo difícil que es llegar a ese paraíso. El marido me
acomoda en la habitación, preciosa, por cierto, de su segunda planta, sin
identificarme, por lo que puedo ser un sicario de la mafia o un asesino en
serie que les saje la garganta mientras duermen. La habitación, decorada con
todo primor y el glamour francés, es ideal para una parejita que recién se
conoce. Pero voy solo, fiel a mi sobrenombre de corredor de fondo. Y me meto en
una cama XXL en donde Morfeo no tarda ni un minuto en llevarme a su reino.
Comentarios