DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 29 de noviembre de 2012
Falto tanto tiempo en Arán que se ha hecho invierno. No sé cuándo
llegué. Quizá ya lleve dos días, o tres. Después de quince días mi vivienda
estaba fría como un tempano o la casa del doctor Zhivago. Como yo de fría.
No costó mucho que
prendiera la chimenea, que es lo primero que hice después de frotarme las manos
y abrir las cortinas para que entrara un sol que no salía. Los periódicos son
una buena mecha. Los quemo después de leerlos. A veces, antes. Y miro el
paisaje del salón, ese cuadro en el que está el Coth de Baretges hoy cubierto
por la nieve, inaccesible.
Soy obsesivo. Quizá si no lo fuera habría dejado de escribir hace ya
muchos años. Y este invierno, que llega en otoño, no quiero que me coja
desprevenido como el anterior. Así es que corto leña en el garaje, la almaceno
bajo el hueco de la escalera que es una excelente leñera.
La misma tarde en que llegué, ayer, o anteayer, tomé el coche y conduje
hacia la Artiga de Lin. Los árboles estaban cargados de nieve. El invierno los
ha sorprendido con hojas. El cielo tenía el color gris plomizo de la nieve.
Reinaba ese silencio que la precede. Dejé el coche en la cuneta en cuanto vi
nieve en la pista.
Aparte de obsesivo tengo ataques de pánico. El hielo, por ejemplo, me
paraliza. Así es que dejo el coche, en un ancho de la pista, me abrigo y
camino, con las manos en los bolsillos y la cámara colgando del cuello. La
nieve está blanda. Recoge, como un molde, mis pisadas. El negro asfalto ha desaparecido
devorado por ese manto níveo. Empiezan a caer grandes copos con un baile suave
desde el cielo encapotado. Sigo, como si no nevara, ajeno al tiempo, a las
horas. De cuando en cuando me detengo para saborear el paisaje blanco, el árbol
rojizo que ha salvado sus hojas del frío, los troncos cortados que desaparecen
sepultados por la nieve, los difuminados bosques de abetos azotados por la
ventisca, el vuelo de un pájaro solitario y mudo.
Dejo atrás dos cabañas para ganado, cerradas y restauradas. Trazo mi
camino en la nieve, siguiendo el curso del río que murmulla a mi izquierda con
agua que parece negra discurriendo entre la nieve. Y empieza el viento. Y nieva
con más fuerza. Y el frío se hace agudo, intenso.
Deshago el camino. El aire violento lleva la nieve a mis ojos. Los
protejo con las gafas de sol. Desciendo a paso rápido y pisando con cuidado la
nieve, para no resbalar. Siento tanto frío en las sienes, en la cabeza, como
tenazas de hielo, que me duele, como si la aprisionaran. No llevé capucha. No
llevé guantes. No escondo las manos en los bolsillos porque las necesito para
parar el golpe si resbalo y caigo. También frío en las manos. Intenso. Y el
camino de retorno se hace largo, tiempo y distancia se multiplican, para
convencerme de su relatividad. Estoy huyendo. Pero tampoco iba a ningún sitio
en concreto. Sí, a por más leña que ya no puedo coger porque la nieve la cubre.
Imagino un café humeante mientras el paisaje se borra a mi alrededor por los
millones de copos que revolotean y forman una nube fantasmagórica y fría.
El coche está en su sitio. Lo pongo en marcha. Vuelvo sobre mis
rodadas. En cuanto desciendo doscientos metros por la carretera, deja de nevar
y el viento amaina. Otro microclima.
En casa me quito el frío cortando leña. Hay ramas de árboles que caen
de un solo hachazo. Pero tengo que tener cuidado. A veces son frágiles, pero
duras, y salen disparadas y hacen blanco en mi cabeza. Cada vez que descargo un
golpe con el hacha sobre una gruesa rama tengo la imagen de una astilla
atravesándome la mejilla. O peor, el cuello. Morir por una astilla que te
atraviesa la yugular.
Caen las ramas húmedas que cogí ayer y se desmoronan como si fueran
cartón y dejan ver pronto sus tripas de serrín y agua bajo la corteza ahuecada
que parece papel. He aprendido, por el ruido, cuando una gruesa rama está a punto
de quebrarse.
Pero hay una que se resiste. La mitad de una larga que a duras penas
pude cargar en mi coche. No es una rama sino un tronco de avellano bastante
grueso. Como dos de mis brazos. Una mitad se deja cercenar, sin resistirse, en
seis hachazos contundentes. La otra opone fiera resistencia. No cuento los
golpes que le doy. Le hago una herida profunda, una muesca en forma de uve por
donde el filo de mi hacha golpea sin posibilidad de error, guiada hasta el
vértice exacto del triángulo que he labrado a golpes. Parece que ya está, que
dos hachazos más y la mitad de ese duro tronco de avellano se partirá en dos.
Pero no. A veces me ensordecen mis propios golpes. Golpeo tan fuerte que huele
a quemado y brilla alguna chispa. Siempre que golpeo tengo la imagen de mi pie,
o mi mano, cortada de un hachazo. Por eso la sujeto bien por el mango, con
ambas manos, la aprieto con fuerza y me mentalizo que por nada del mundo la
soltaré después de descargar el golpe. ¿Cuántos golpes llevo dándole al tronco
de avellano? No lo sé. Sudo. Me saco la camisa. Me seco con el dorso de la mano
el sudor de la frente. Miro con odio al maltrecho tronco seccionado que se
resiste a ser de nuevo cortado. ¿Qué queda? Apenas medio dedo. Parece que ya
está, pero no. Golpeo con furia infinita, tres, cuatro veces seguidas, y no
acabo de seccionarlo. Manejar el hacha es un ejercicio muy violento, me digo.
Hay que odiar lo que se corta. Yo odio ese tronco de avellano que no acaba de
quebrarse. Pero no me puede vencer. Soy obstinado. Obsesivo. Así es que,
después de tomar aire, sigo machacando ese maldito tronco, con rabia, apretando
los dientes, hasta que por fin lo siento crujir bajo el filo de mi hacha, oigo
su lamento, lo veo quebrarse por la mitad, caer cada una de las partes junto a
mis pies.
Lo odio tanto que, a continuación, lo meto por la boca de la chimenea
y lo quemo. Arde en el infierno, el
condenado. Y yo me caliento con su llama lamento.
Comentarios
Yo de adolescente recuerdo que un día partiendo leña se me fue el hacha hacia un lado y me pasó rozando una rodilla de la que me sacó una astillita de carne, aún tengo la cicatriz.
Preciosa foto invernal de Arán, ya me gustaría pasarme unas semanitas por ahi.
Saludos.
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