DIARIO DE UN ESCRITOR


Locronan, 5 de noviembre de 2012

 

No sabe muy bien Koczinsky cómo, después de casi diez años y unos cuantos meses, aterriza en ese bello pueblo bretón barrido por el viento, porque está sobre una colina, y se dirige al único hotel del pueblo, Le Preiuré, que es, también, restaurante, y encuentra habitación disponible, la número 1 entre 6. Cuestión de suerte. Así es que cumple con uno de sus antiguos deseos aplazados: dormir en ese pequeño y hermoso pueblo, para él el más encantador de Bretaña, de no más de un centenar de casas de piedra negra (de dónde la sacaron, se pregunta, si no hay montañas a quinientos kilómetros a la redonda).
Bretaña fascina a Koczinsky mientras ha conducido su coche por las autovías francesas y recorrido el país galo de sur a norte, en ochocientos kilómetros, para asomarse a esa verde península. El idioma bretón, que ve escrito, pero no ha oído en los bares, restaurantes, librerías en donde ha entrado, quizá por su enorme dificultad, nada tiene que ver con el francés, ni con el holandés, ni con ningún otro idioma que conozca. ¿Cómo es posible leer palabras que terminan con la letra Ñ? Esa letra que Koczinsky creía patrimonio del castellano existe también en el bretón.
Ayer estuvo Koczinsky en Vannes, paseando por su espectacular ciudadela y su puerto, degustando en sus panaderías el exquisito pastel de manzana, o el kouign aman, nombre bretón, supone, de un pequeño dulce de manzana adictivo, luchando, paraguas en mano, contra esa lluvia y viento intermitente al que le cuesta acostumbrarse, porque cada nube, por muy pequeña que sea, por muy inofensivo que sea su aspecto, aunque sea blanca, descarga nada más pisar tierra, lo hace de forma automática, quizá estimulada por los bosques y prados bretones, húmedos, cuyas piedras cubre una densa capa de musgo, bosques por donde todavía andan elfos, gnomos, magos, hadas, Lancelot du Lac y Merlín el Encantador. Vannes le ha gustado, con sus típicas casas cuyas fachadas aparecen cruzadas por el entramado de vigas de madera que los bretones colorean de rojo, azul o marrón, como hacen con las tiendas, pintadas también con esos colores, quizá para desafiar esa ausencia de luz característica de la Bretaña y ahuyentar la depresión que produce la huida de sol, porque siempre está lloviendo, hasta cuando sale el sol está lloviendo, y los arcoíris son tan frecuentes como las nubes y su lluvia, o para paliar esa espectral luz negra que tienen todas las poblaciones que miran hacia el Atlántico, desde el Finisterre gallego al bretón. Paseó por Vannes, sí, pero también paseó por todos sus recuerdos, por los recuerdos que reviven en su cabeza, por el pasado, diez años atrás, cuando se asomó a esa maravillosa ciudad medieval con una mano pequeña y suave entre las suyas, una mano que ya no está, ni estará ni tendrá, suspira. Vannes, en donde cursó estudios un personaje que él ideó, un sutil fantasma que se movía por un relato fantástico de un escritor con el que mantiene una relación tensa, Koczinsky, no el fantasma femenino. Vannes, a quien quizá lleve, o no, porque el tiempo corre de forma inexorable, se consume, ya falta de forma angustiosa, a Atram, la poderosa rubia que habita en sus sueños nocturnos y necesita tocar para que se convierta en carne.
Pasea Koczinsky, encorvado, para hacer frente al gélido viento, por ese Locronan que sedujo a Román Polanski hasta el punto de rodar Tess entre sus calles y plazas sin tener que hacer ninguna modificación, porque ni señales de tráfico hay en su núcleo, o ser su iglesia en donde Tess de Auberville intentó, sin éxito, enterrar a su hijo nacido bastardo y predestinado a la muerte por culpa de su dipsómano padre que, en una de sus borracheras, se creyó aristócrata. En ese viaje que hizo años atrás, Koczinsky topó con una mujer elfo, con afiladas orejas que sobresalían por debajo de sus encanecidos cabellos, que vendía pasteles de manzana en una pastelería en donde ahora atiende a la clientela, no excesiva, una joven bretona de ojos azules y busto alzado;  se cruzó, en una de las calles empinadas que desembocan en la plaza de esa extraordinaria iglesia gótica, cuya parte trasera custodian los muertos del cementerio anejo, caídos por la patria en todas las guerras habidas y por haber (los cuenta, y salen un centenar largo en la primera guerra mundial, y un centenar corto en la segunda), con un anciano de barba luenga y despeinados cabellos que era la viva imagen de Merlín. Esta vez los habitantes de Locronan son mucho más normales que antaño, porque aquellos ya debieron morir en ese interregno de dos lustros. Ni elfos, ni gnomos, ni magos. La única hada que conoce quiere echar a volar de su mano, decepcionada, y él liberará su tobillo con dolor para verla partir con un batir de sus alas transparentes y verla desaparecer en uno de esos bosques artúricos que ha cruzado mientras viajaba a Locronan. 
Con las manos en los bolsillos y las solapas de la chaqueta alzadas para cubrirse el cuello, después de visitar una librería celta situada en el tercer piso de una vieja casa, una pastelería aromática, una tienda de cervezas con más de cien variedades y deambular por el interior de su iglesia gótica cuya enorme torre campanario preside el pueblo, Koczinsky decide meter su congelado y húmedo cuerpo, los huesos que le duelen por la artritis y los músculos, por el cansancio de sus paseo urbanos,  en una taberna, porque no hay gran cosa que hacer en el pueblo cuando se marcha el sol, como no sea sentarse en una de las mesas extremas del local, junto al fuego encendido, y pedir a la amable y cantarina camarera que le atiende y deja en el mostrador a unos ruidosos parroquianos que beben cerveza blanca bretona, un café con leche, y lo bebe, cuando se lo traen, a grandes sorbos, para tragar, con él, el pastel bretón que compró media hora antes en la pastelería del pueblo, una tartaleta que no es el clásico kouign aman, bomba calórica y diabética, sino algo más corriente. Y cada mordisco de ese exquisito dulce de manzana, empalagoso y algo pegajoso, pero exquisito a fin de cuentas, rememora su estancia en Locronan, diez años atrás, los menhires de Carnac por donde anduvo ayer, las diminutas islas del Golfo de Morbian bañadas por unas aguas plácidas que vio mientras paseaba por Larmon Baden, por su puerto, admiraba sus casas de piedra en medio de jardines que nadie ha de regar porque ya las nubes que entran por el Atlántico, repletas de agua, se encargan de ello.
Sale de la taberna ya de noche, tras pagar la consumición. Regresa al hotel de Prieuré con las manos metidas en los bolsillos de su estrecho pantalón de pana y la chaqueta abotonada. Siente sus pasos por las desiertas calles oscuras del pueblo después de que todos sus visitantes hayan huido. Y, al entrar al hotel, avisa a la recepcionista que decide prolongar un día más su estancia en Locronan, sencillamente porque ese pueblo le gusta y le produce buenas vibraciones. Y antes de las nueve, a las ocho, siguiendo los horarios franceses que le han costado más de un ayuno aprender, baja al restaurante, pide una sopa de pescado, un lomo marino con verduras, una cerveza blanca bretona y un helado de limón.
La adictión en la note de la chambre, si il vous plais—dice, en su pésimo francés.
Es de noche y se extraña de que no llueva, cuando lo ha estado haciendo, al menos, medio centenar de veces durante el día y la tarde, lloviendo y saliendo el sol, en un juego continúo, mientras él abría y cerraba ese paraguas bilbaíno que debería reparar porque perdió una de las varillas. Mañana se acercará a Saint-Malo y quizá llegué al Mont Saint Michel, escenario de otra película de un Polanski enamorado de la Bretaña en Cul de sac. Aunque el Mont Saint Michel ya no sea bretón sino normando.

Comentarios

Nostalgia ha dicho que…
Simplemente, gracias.

Un saludo.
Anónimo ha dicho que…
Koczinsky decepcionó a la hada si, él, ¡Ni se imagina cuanto!. Ella, le pintó un arcoiris donde había tinieblas, duplicó las estrellas y las hizo pasar por la ventana de esa habitación abuhardillada, donde dos cuadros de flores, cambian cada día su color. Pero Koczinsky, eso, nunca lo notó. El hada, rubia, sólo Dios sabe por qué, acogió a Koczinsky bajo sus alas, y le regaló un nuevo latido a su corazón. El hada puso afecto, puso amor. Koczinsky, entre otras efímeras cosas, un pastel de manzana, empalagoso, con veneno en su interior. El hada, hoy triste por la poca consideración de quien, con tanto cariño, ella se ofreció, bate sus alas y lo hace en la decepción, porque Koczinsky, maneja muy bien las palabras, pero aunque no lo parezca, ni una sola de ellas, esta cerca de su corazón.
Anónimo ha dicho que…
No conozco la zona , pero visioné un video de Mont Saint Michel con música de Orfield y me prometí ir algún día.
PD: Cuida bien a Koczinsky, José Luis, que a alguna se le atragantan los pasteles, y escupen con muy poco estilo.
Un abrazo
Anónimo ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Anónimo ha dicho que…
Por respeto al autor de este blog , y a sus lectores, aquí lo dejo doña anónima.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Koczinsky no existe. El blog es literatura, y la literatura, hasta la más autobiográfica, es simple ficción siempre, o una manipulación de la realidad. Claro que habría que preguntarse qué es realidad. Me gusta escribir ficción simplemente porque es un territorio que me da libertad para distorsionar todo lo que me plazca. Ese comentario anónimo me parece hiriente. Gracias, Poma, por pedir que cuide de Koczinsky. Bretaña es el territorio de las tartas y pasteles de manzana, por cierto.
Anónimo ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo ha dicho que…
Ah, por cierto José Luis, a mi me gustán más esas rosquillas caseras Mmmmmmmmmm, espolvoreadas de canela, un manjar, ni comparación con la tarta de manzana ¡¡ ;)
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias, Poma. Completamente de acuerdo con tu apreciación sobre las rosquillas, uno de los dulces populares que consigo que me salgan buenos.

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