LITERATURA

Presentación de El secreto del náufrago 

de José Luis Muñoz

MIGUEL ARNAS CORONADO



Presentar a José Luis Muñoz es, cuanto menos, presuntuoso por mi parte. Sólo que… sólo que, verán ustedes, un amigo es un amigo y no una cabra, como decía un viejo colega asturiano. Me pidió que le presentara su libro aquí, en la librería Picasso de Granada, ante ustedes. Cuando me mandó el correo pertinente, además de repetirle aquello de ego non sum dignus, no me quedó otro remedio que aceptar. Yo me repetía, caramba, ¿por qué yo?, aparta de mí ese cáliz, mentalmente le decía, fíjate José Luis, que ya el tercer grado no lo aplica ni la policía o la guardia civil, y tú me estás aplicando ese tercer grado a mí. Presentar a alguien es casi una declaración de superioridad, es entrar antes al ruedo, casi como dar la alternativa, y sin embargo, la verdad es que debería ser él quien me diera la alternativa a mí, y más en esta ciudad donde él ha vivido un par de años. En fin, a la fuerza ahorcan, me dije, y tendré que hacerlo.
¿Por qué toda esta parafernalia?, pues se lo explicaré a ustedes: no recuerdo qué concurso literario fue en el que participé, y desde luego, no gané. Quise saber quién se lo había llevado, hará tal vez unos 15 años, y leí: José Luis Muñoz. ¿Quién será ese mamón que me lo ha quitado?, me pregunté. Y busqué en las librerías. Encontré un libro de la extinta colección La sonrisa vertical, llamado Pubis de vello rojo, del tal José Luis Muñoz, lo leí y me dije, ¡jolín, pues vaya!, ¡con razón!, si es que el muy miserable es muy bueno. Lo odié porque la envidia es muy mala, y encima, amarillenta.
Años más tarde, Gregorio Morales me presentó, en la tertulia del Salón, a José Luis Muñoz. Charlamos amistosamente porque sé disimular mi odio. Ambos somos barceloneses, aunque él no de nacimiento, ambos viejos militantes en organizaciones clandestinas, lo que da un glamour que te mueres. Simpatizamos. Lo definitivo fue que después de una mesa redonda sobre crimen y literatura, me confesó que también él creía que Bajo el volcán era una de las mejores novelas del siglo XX. A partir de ahí dejé de odiarlo, sólo lo envidié. Así de endebles son las pasiones humanas. Y lo seguí envidiando porque tiene publicadas treinta y tantas novelas, y no sé, pero lo dudo, si tendrá alguna en el disco duro sin conseguir publicarla, no como otros… que lo tenemos saturado de inéditos.
Bien, sigo con la historia porque es sustanciosa. Algo más de un año después de conocernos me dijo que dejaba Granada y se iba a vivir a… ¿dónde dirán ustedes?, pues a Viella, localidad pirenaica en la provincia de Lérida y en el centro del valle de Arán. ¡Hala!, ¡más envidia! Les explicaré. Abderrahmán III, y como verán me extiendo hasta alcanzar el siglo X, dijo aquello de “fui feliz 14 días… no seguidos”. Pues bien, asimismo yo fui feliz 14 días… no seguidos, 4 o 5 de los cuales, y alguno hasta seguido, ocurrieron en ese rincón del país, en el valle de Arán, allá en mi lejana juventud cuando, como montañero amante de los montes, correteaba por esos parajes. Yo, que soy algo apátrida y hasta apróstata (he dicho apróstata, no apóstata, que también), digo siempre que si algún lugar considero mi patria es aquellas montañas, lagos, árboles, nieves de los alrededores del valle de Arán: Colomers, Montardo, Montgarri, Saboredo, Bohí, Sant Maurici. ¡Ay!, ¡otro motivo de envidia!, el muy… y aquí pongan ustedes el epíteto que les convenga, siempre y cuando no sea excesivamente ofensivo porque no es mal muchacho, ¡el muy lo que sea se iba a vivir a Viella! ¡Y para colmo, es más joven y más guapo!
En fin, ¿para qué seguir hablando de mí mismo y mis turbias pasiones?, ¿para qué enumerar premios y publicaciones si todo lo tienen ustedes en la contraportada del libro y en páginas de internet? Porque, porque tú has venido aquí a hablar de tu libro, ¿no?, pues yo también he venido aquí a hablar de tu libro, así que dispénsenme ustedes este prolijo prólogo.
El secreto del náufrago es novela histórica, es decir ese híbrido, ese mestizo entre la verdad histórica y la ficción. La ficción es “yo me invento una historia”, en tanto la Historia, con mayúscula, es narración veraz de lo que ocurrió, o al menos lo más veraz posible y siempre sin la intención de engañar, de engatusar, cosa que no siempre ocurre. La ficción no engaña ni engatusa, la ficción es ficción, la cosa queda clara desde el principio. En esa ficción no puedo yo decir que la reina Isabel la Católica contestó a su teléfono móvil porque eso, más que ficción, sería cachondeo, aunque visto lo visto en alguna serie televisiva que corre por ahí, todo es posible. Respetando esos extremos, en la novela histórica puedo mezclar la ficción con la historia lo que me convenga, es decir puedo hacer lo que sea siempre y cuando sea coherente. Y desde luego, estamos ante una novela histórica exquisitamente coherente.
Les cuento, aunque no por extenso porque si lo hago, ¿para qué se van a leer el libro? Pues no, error. Aunque yo me extendiera, deberían leerse el libro por el goce que supone, porque José Luis cuenta su historia con una eficacia envidiable (ya ven, vuelvo a las andadas con lo de la envidia). Cristóbal Colón vive con su esposa en la isla de Porto Santo, al nordeste de la isla de Madeira, en pleno mar Atlántico. Allí llega un náufrago que ha pasado muchos días en el mar. Colón manda a su esposa y criados que lo atiendan, pero interesadamente, porque sospecha que el náufrago no viene de los mares conocidos sino del oeste, de aquellas tierras de las Indias a las que, si descubriera una ruta por mar en lugar de la larguísima por tierra trazada por Marco Polo y dificultada ahora por los turcos, aquellos países de las especias y la seda, Catay y Cipango, si consiguiera llegar hasta allí por mar, se haría de oro. El futuro almirante, en aquel momento no más que un marino en tierra que mira ambicioso y soñador al mar, le exige información y por fin, la obtiene. Ese es el resumen, el extracto, pero un libro no es su resumen, para nada, ¡hasta ahí podíamos llegar!
Hay varias cosas destacables en él. ¡Y muy destacables! En primer lugar, ni sobra ni falta nada. En una novela histórica es fácil irse por las ramas, adornar un montón con ambientaciones muy prescindibles, como si lo que se narra tuviese que responder a estructuras cinematográficas con descripciones exhaustivas de los decorados. José Luis ha sabido hacer una narración austera, ceñirse a los hechos y contarlos con tal maestría que lleva al lector de la mano en todo el desarrollo hasta rematar la historia que desemboca en lo que ya todos sabemos.
En segundo lugar, el protagonista es sin lugar a dudas Cristóbal Colón porque su propia persona no puede restar protagonismo a los otros personajes. Y sin embargo, la habilidad del autor lleva a mostrarnos cómo ese náufrago podría ser y es, en cierta forma, el verdadero protagonista. Pero no, el gran responsable de la narración, el héroe es el conocido y verdadero don Cristóbal. Pues bien, ese protagonista no es en absoluto un héroe: interesado, ambicioso, irascible en ocasiones, lujurioso pero no amoroso, no es modelo de ningún libro de historia para escolares de épocas más imperiales de este país. No llega a convertirse en asqueroso a la vista del lector, pero sí en un ser humano ruin y cicatero. José Luis Muñoz no ha tratado de hacer un “esemplum” o un “espill”, un ejemplo o un espejo en el sentido medieval que tenían ese tipo de obras literarias, espejos en los que verse reflejado y mejorar a base de que el autor ponga delante del lector a verdaderos ejemplos de comportamiento. Mientras su mujer, doña Felipa Moniz de Perestrello, hija del gobernador de Porto Santo, acoge al náufrago con verdadera solidaridad o espíritu cristiano, que es como le llamaban entonces a lo que hoy denominamos solidaridad, Colón lo acoge por interés, para que le confirme en una teoría que tiene y que le llevó al descubrimiento de las tierras de América.
Además, y este sería un tercer asunto a destacar, el futuro Almirante ni siquiera es fiel a su esposa sino que tiene una querindonga en Funchal, la capital de Madeira. Y además de consideraciones sobre el motivo de tal asunto, que si la querindonga es en realidad lo que hoy llamaríamos una puta de lujo porque tiene relaciones con todos los jerarcas de la isla, y que si la esposa, doña Felipa, no quiere tratos eróticos con don Cristóbal porque al nacer el único hijo de la pareja, Diego, quedó incapaz de concebir más hijos, lo esencial del asunto es que, fíjense ustedes si será hábil este escritor que tengo sentado a mi vera, que sitúa las cosas en esa ciudad de Funchal, hoy tan de moda y en boca de todos por ser… ¡el lugar de nacimiento de Cristiano Ronaldo!, ¡y eso sí es aprovechar los recursos para armar una historia que tenga éxito!
Vuelvo a lo serio porque veo que a nuestro bien amado José Luis se le está poniendo una cara, cuanto menos, difícil, y lo serio, ahora, es otro tema notable: la obsesión por la desnudez femenina en un tiempo, y eso es cierto, en el que incluso las prostitutas cobraban un plus muy importante si el depravado que iba con ellas quería verlas en cueros. Joaquina, la querindonga, para seducirlo más y conseguir información que transmitirá al Gobernador, se le muestra desnuda. Pero cuando doña Felipa, la esposa, que se pilla lo que hoy llamaríamos un calentón por la mucha compasión que tiene por el pobre náufrago a quien lava y alimenta personalmente, hace lo mismo y requiere a su marido de amores en estado de absoluta desnudez, siente cómo el futuro Almirante rehúsa a tener trato porque no le parece decente que su casta esposa haga semejante despropósito. Este es un asunto importante y delicado en la novela, porque José Luis, que también ha escrito novela erótica, siente ese ramalazo, esa necesidad de introducir aquí el tema, y la verdad es que lo borda. Resulta mucho más eróticamente sorprendente e interesante ese repudio de Colón hacia la esposa que cualquiera de las escenas con Joaquina, la prostituta, que están moderadamente subiditas de tono, como es lógico y esperable. De veras, es una escena muy lograda en una narración llena de escenas logradas.
A la novela, que no es larga, podríamos calificarla de novela río. Pero no en el sentido habitual que se le ha dado a esta calificación sino en otro que a continuación explicaré: como ya he dicho, empieza con el hallazgo del cuerpo del náufrago en un estado absolutamente lamentable por un pastor analfabeto y no muy hábil. Un hallazgo normal en aquellas islas, habitual y casi aburrido para sus moradores. Ese hallazgo es la fontana, el manantial del que surge todo lo demás. Y acaba la novela con la historia ya conocida, que no se detalla sino que simplemente se insinúa: intentos de convencer al rey portugués, conversaciones con la reina castellana, capitulaciones, 3 de agosto, 12 de octubre y descubrimiento. Es decir que acaba en el mar de la historia sabida, de la historia de manual o libro de texto. Lo interesante es el trascurso, el curso de ese río.
En ese curso hay algo que no queda explicado pero que subyuga por sí mismo y que voy a intentar resumir en dos aspectos: por una parte el detalle de ese aparente paraíso que el náufrago con sus compañeros de naufragio, todos fallecidos posteriormente en el viaje de vuelta, encuentran en las islas caribeñas descubiertas. Un paraíso sin pecado, si entendemos el pecado como no podemos entenderlo de otra forma los que hemos recibido una educación cristiana y pertenecemos a esta tradición de siglos: desconfianza, recato en el sexo y la entrega al placer, tacañería o insolidaridad, devoción por la violencia. Es curioso, pero es así, y José Luis lo muestra con gran pericia, cómo todo eso que se denomina pecaminoso en nuestra civilización lo padecemos todos por muy pecaminoso que sea, y nos sorprende gratamente cuando nos lo encontramos por ahí. Es más, a ese “por ahí” le llamamos paraíso a la más mínima que nos descuidamos. El otro aspecto es cómo ese paraíso se degrada por el mero hecho de habitarlo con nuestra carga, no sólo moral e ideológica, sino también biológica. Cómo esos náufragos que van a parar a unas desconocidas islas, que uno adivina enseguida son las caribeñas, acaban todos enfermos de un extraño morbo consistente en bubas, pústulas y llagas que ellos achacan, muy atinadamente por otra parte, al continuo pecado de lujuria con las indias que no tienen problema alguno en ofrecerse. No dice José Luis el nombre moderno de dicha enfermedad, aunque podemos adivinar que se trata de la sífilis, la cual, siguiendo la teoría del intercambio colombino, procedería de América. Es curioso porque uno de los primeros que la nombra aunque no como sífilis sino como bubas, es Francisco López de Gómara en su Historia general de las Indias, y pone nuestro autor una cita de esta obra al principio de su novela. De hecho, se da a entender que el náufrago fallece por esta enfermedad agravada por el debilitamiento consecuencia de su naufragio en el viaje de vuelta. En esa enfermedad lo cuida doña Felipa, esposa de Colón, quien no llega a contagiarse porque no cae en su propia tentación, aunque traslada esa tentación legalmente a su marido y es repudiada por él, entre otras cosas, porque viene saciado de su visita a Joaquina, la prostituta. Una vergüenza, porque doña Felipa es pintada por José Luis como una bellísima mujer a la que adornan además la piedad, no sólo hacia lo divino sino sobre todo hacia lo humano en el caso de su cuidado del náufrago, y la modestia.
Lo cierto es que José Luis Muñoz es un maestro en ese raro arte de narrar, de contar una historia y crear la suficiente tensión, la intriga para obligar al lector a llegar al final, aun sabiendo sobradamente cuál es ese final como es el caso de este libro. Contar historias no es fácil. Todos ustedes han escuchado alguna vez un chiste gracioso contado por un singracia, un tipo de esos que no tiene arte alguno para contarlos y con quien no han conseguido soltar ni siquiera una sonrisa, mientras que con otra persona, ese mismo chiste hace desternillarse al más serio. Ese es el arte de narrar: está menos en el tema, en el chiste, que en la gracia que le pone el narrador. Esa gracia la tiene Muñoz, y no para contar chistes, que no lo sé, sino para escribir novelas, es decir para contar historias.
Me queda un fleco de este panegírico, un fleco que viene detallado en la contraportada y que, por tanto, entiendo yo, es un tanto superfluo que me extienda en consideraciones sobre ello, pero con todo, algo intentaré añadir a ese texto editorial. Se trata del lenguaje con el que está construida la novela. No cae José Luis a mi entender en el trampantojo de querer seducir al lector con un lenguaje a imitación del de la época. Primero, caer en tal embeleco sería dificultar enormemente la lectura. Segundo, sería un fraude porque cualquiera sabe que Muñoz es un tipo que vive en el hoy y habla con un lenguaje de hoy. El lenguaje es cuidado, por supuesto, pero sólo en los diálogos hay un acercamiento a un lenguaje de época, sólo un acercamiento porque el intento de seducción lingüística del lector con tales artimañas sería ponerlo en un aprieto del que el lector inteligente saldría abandonando la lectura con cierta burla, y el lector no tan listillo haría lo mismo pero por aburrimiento.
En fin, no voy a extenderme más porque creo que he dejado suficientemente claro que la novela merece la pena de ser leída, porque para eso estoy aquí, para hablar de tu libro, y si no he creado esa urgencia de lectura, pues perdónenme, perdóname tú, José Luis, lo he intentado lo mejor que he sabido, pero eso sí, por el módico precio de 13 € tienen ustedes cuantos ejemplares quieran en la caja de este establecimiento. Cómprenlo, léanlo, regálenlo, introdúzcanlo como elemento imprescindible en las cestas de Navidad que envíen a sus clientes, adquiéranlo como regalo de Reyes o de lo que a ustedes les dé la gana, pero disfruten de su lectura. Gracias.


Comentarios

M. Deveriá ha dicho que…
Qué bárbaro, qué reseña tan llena de elogios, qué bien. Lo cierto es que los mereces. Un gran abrazo y mucha suerte esta tarde.

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