CINE / FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
63 edición Festival de San
Sebastián. Segunda jornada
Una hora criminal, las 9, para que empiecen las
proyecciones, pero no hay otra o el festival duraría un mes. Así es que, a
lomos de mi bici, pedaleo por las calles desiertas de la ciudad que se llenan en
cuanto me acerco al teatro Victoria Eugenia.
Buenas expectativas hacia Sunset Song, de Terence Davies
(Liverpool, 1945), que se mantienen en las dos terceras partes del film y se
desvanecen en la última. El director británico acierta con el tono, el ritmo y
la fotografía en ese drama rural ambientado en Escocia hacia 1900, antes de la
gran guerra, y sigue la novela del escritor escocés Lewis Grassic Gibbon. Crudo retrato de la vida en el campo, el
microcosmo aldeano de Kimraddie, y de la institución patriarcal de la
sociedad. Peter Mullan, ese extraordinario actor, y, ocasionalmente director
brillante, encarna a ese padre odioso y brutal que azota con saña a su hijo.
Hasta que él permanece en la película, imponiendo su brutal tiranía de padre padrone en su núcleo familiar (Eres mi sangre y puedo hacer lo que quiera,
es su leit motiv), la película
funciona. Agynes Deyn, una actriz
esbelta y de belleza melancólica, es su atribulada hija Chris, maestra
frustrada que acaba siendo campesina, que mantiene una relación de complicidad
con su hermano atormentado. La fotografía, luminosa, bella, ilustra un relato
bucólico pero con aristas duras. Podría pensarse, en algún momento, aunque la
época no coincida, en Lejos del mundanal
ruido de John Schlesinger o en Tess de Roman Polanski, incluso, por la forma de captar la belleza de los
trigales ondulados por el viento, en la
poética de Terrence Malick, pero
todo se tuerce en cuanto entra en escena Ewan (Kevin Guthrie), el joven que acaba casándose con ella, y empeora cuando
es llamado a filas para combatir en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Ahí, y es una lástima, la historia se hunde y lo que podría ser una de las
películas más hermosas a competición se pierde por culpa de la relación tan
burda como incomprensible que se establece entre marido y mujer. Pero Sunset Song es una buena película si se
cierran los ojos y los oídos en sus últimos cuarenta y cinco minutos.
El plato fuerte, lo mejor visto hasta el momento,
llega a las 12, después de un café con leche y un cruasán que se atraganta en Okendo, el restaurante de las estrellas,
con unos camareros eficientes que resisten los sucesivos asaltos de los
cinéfilos sin perder la calma. Así es que desayuno deprisa y corriendo mientras
observo a Benicio del Toro en una de
las paredes del local como premonición del que voy a ver en la gran pantalla del teatro Victoria
Eugenia. Sicario es una película del
canadiense Dennis de Villaneuve, un
director que ofrece garantías desde Incendies.
Puro cine negro. Puro thriller fronterizo entre Arizona y Sonora, El Paso y
Ciudad Juarez, Estados Unidos y México, Norte y Sur. Una agente del FBI, Kate
Mercier, femenina y dura a la vez, encarnada por una soberbia Emily Blunt, y unos tipos oscuros de la
DEA y la CIA que la embarcan para una operación de dudosa legalidad contra el
narco al otro lado de la frontera. Cine de acción sin concesiones. El
canadiense atrapa desde la primera secuencia y no te deja hasta la última, en
un paseo exhaustivo por zonas prohibidas. Sicario
habla de la brutalidad sin paliativos de los señores de la muerte mexicanos
(impactante el asalto a la casa sepultura del inicio con el hummer reventando paredes) y de la
brutalidad, al margen de las leyes, de quienes les combaten. Hay un par de
secuencias magistrales, memorables, por lo bien rodadas. El operativo antidroga
en Ciudad Juárez de los americanos, al que se suman, cuando cruzan la frontera,
los mexicanos, de una virtuosismo pocas veces visto, en una conjunción de toda
clase de planos (cenitales, aéreos, primeros planos, generales, de detalle) que
es un festival de cine en sí mismo. Otra, la pelea en el túnel con fotografía
de visión nocturna. Y el final, de una crueldad seca pero lógica desde un punto
de vista. Josh Brolin está
insuperable en su papel de Matt Graver, oficial de las fuerzas de élite, y Benicio del Toro, grandioso, es
Alejandro, un misterioso tipo que ayuda a los yanquis a cambio de un gran favor
personal. Un thriller perfecto.
Hoy me doy un pequeño homenaje en compañía de
colegas cinéfilos yendo a comer a La Zurri. La cola de los que esperan para
comer en ese restaurante subterráneo lo dice todo. La sopa de pescado,
excelente; el bacalao al ajoarriero, bueno; el arroz con leche, como los que a
mí me gustan, cremoso. Y hablando de
cine en la sobremesa, claro, de lo impactado que quedó el público con Sicario que no tuvo un solo aplauso, y
San Sebastián no es cicatero en ovaciones, y escuchando las anécdotas sobre Ava Gardner, Kim Novak y Liz Taylor
de un colega que tuvo la suerte de conocer a esos mitos del celuloide.
Por la tarde toca en el Kursaal una extraña película
coproducción entre Francia, Bélgica y España a concurso: Evolución de Lucile
Hadzihalilocic. Hermosa e inquietante. Confusa y abierta a multiplicidad de
lecturas. Poliédrica. La realizadora escoge el paisaje telúrico de Lanzarote,
de ese mar que muge entre acantilados negros, porque es una película acuática, y
del mar provenimos, para situar una historia de resulta turbadora. Un plano
cenital, pero con la cámara en el fondo de un mar revuelto, recoge la silueta
de un niño que nada y descubre a otro enterrado en el fondo del mar con una
estrella roja en su vientre. Un pueblo canario de paredes encaladas algo
desconchadas pero habitado por mujeres espectrales, todas enfermeras, sin cejas
ni pestañas, hieráticas, pálidas como sin sangre, que ya no paren pero observan
cómo hace años parían las de su sexo, en unas sesiones de aire antropológico.
Unos niños que no son sus hijos, pero a los que cuidan con una frialdad
extrema. Ni un solo hombre. En esa atmósfera opresiva y enrarecida discurre
este film de aroma poético que quizá se haya equivocado de festival, el de
Sitges por el de San Sebastián. Las secuencias en ese hospital desvencijado
recuerdan al mejor Agustí Villaronga.
Hay algunas escenas muy bellas, sin más, como la de la mujer sirena que se
lleva de ese mundo opresivo al niño que toma aire de sus pulmones a través de
su boca. Por un momento parecen peces. Una fábula feminista en la que los niños
engendran en su vientre extraños seres para librar a las mujeres de su rol de
reproductoras y estas se solazan en rituales orgias. Mutaciones, operaciones y
fetos en frascos. Una pesadilla extraordinariamente bien ambientada. Pero
tampoco es la película diez. Y hubo pitos de un público que quiere entender
todo, y, a veces, en el cine, como en cualquier arte, basta con dejarse llevar.
El Club, del chileno Pablo
Larraín, es una película sucia que va en el pack Horizontes Latinos. El espectador, cuando empieza a verla,
puede preguntarse la razón de ser de esa fotografía pésima y ese decorado de
gusto infame de la casa en donde transcurre la mayor parte de la película. Pero
tiene su lógica. La historia es sucia y escabrosa y no sería de recibo una fotografía
que realzara ese paisaje costero en el que tiene lugar la historia
protagonizada por curas castigados que expían sus culpas en una casa de oración
en un lugar inhóspito de la costa chilena. Un pederasta. Un cura que vende
niños. Otro que estafa. Otro que ayudaba a la dictadura de Pinochet. El otro
que no sabe lo que hizo porque ya se caga en los pañales. Cuatro perlas al
cuidado de una monja que acaba siendo peor que ellos, y un cura de asuntos
internos, una imagen del nuevo Vaticano, que realiza la investigación policial
para saber cuáles son las faltas de sus colegas. Son la escoria de la iglesia,
que habita en ese lugar apartado de forma anónima, hasta que una de sus víctimas
los localiza y enciende la llama del conflicto. Una película malsana, dura y
necesaria, pero radicalmente feísta. La chilena es la película más
provocadora vista hasta el momento. Te
deja con mal cuerpo. Recibe uno en la cara las patadas que le propinan al irritante
tipo traumatizado por los curas pederastas. Todo es muy sucio en la película El Club, título irónico. La realidad que
retrata, lo es. Y, para postre, esas cutres carreras de galgos a las que
apuestan.
El festival tiene sus anécdotas, así es que les
explico una sucedida en la calle Mayor, muy concurrida por ser sábado y porque
por ella andaba Alex de la Iglesia y
toda su troupe para presentar Mi gran
noche. Vi a Eva Green. Me
restregué los ojos, para ver si estaba soñando o es que llevaba ya muchas
cervezas encima. La chica de la mesa de al lado era Eva Green. Así es que puse el oído, pero hablaba en perfecto
castellano del norte con sus dos amigas, lo que me descuadraba. Bueno, pues era
su doble. Así es que me acerqué a ella con la imagen de Eva Green en la pantalla de mi móvil y le dije: Eres igual que Eva Green. Y ella se
miró, se rió y dijo que sí, que lo era. La belleza descubierta por Bernardo Bertolucci en Soñadores, la penúltima chica Bond,
tiene su doble en San Sebastián.
Para acabar la jornada nada como una película de Fernando Colomo que sigue fiel a ese
cine costumbrista y minimalista en el que siempre suele hacer gala de un fino
humor. No decepciona Isla bonita, que
él mismo interpreta en un personaje que parece inspirado en Woody Allen, y se proyecta en la sección Zabaltegui. Fer (Fernando Colomo) sale de un divorcio doloroso y arriba a Menorca para
reencontrarse con un amigo Miguel Ángel (Miguel
Ángel Furones), y, de paso, filmar un documental sobre la isla. En su
disparatada estancia se hace amigo de una adolescente (Olivia Delcán) que ha perdido a dos novios, Lluis (Lluis Marqués) y Tim (Tim Bitterman), y los recupera luego;
se enamora de su madre Nuria (Nuria
Román), una escultora que le da calabazas; e ironiza sobre sí mismo con
fragmentos de anteriores películas. Los malentendidos idiomáticos son una baza
que juega de nuevo Fernando Colomo
con sus intérpretes que hablan mallorquín, castellano e inglés. Divertida,
ligera y sin pretensiones. Se agradece.
Publicado en El Destilador Cultural
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