CINE / 53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN

53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN. SÉPTIMA JORNADA
            Llegamos al final, al the end de un festival que me ha ofrecido títulos gozosos de buen cine con los que he disfrutado, o sufrido, junto a otros prescindibles. El director Christian Zübert es el encargado de cerrar la selección oficial y lo hace con un film, One Breath, que juega a la alegoría primer mundo/tercer mundo, Alemania/ Grecia, países que llenaron de titulares la prensa hasta que nos explotó en París el terrorismo más salvaje. Estructurada en dos partes, El viaje de Elena y El viaje de Tessa, las dos protagonistas del drama, la primera griega y la segunda alemana, el director alemán articula un relato moral sobre el azar del accidente y el sentimiento de la culpa. En la primera parte Elena, una joven griega embarazada (la debutante y luminosa actriz Chara Mata Giannatou), emigra a Frankfurt para trabajar como niñera de una ejecutiva germana llamada Tessa (Jördis Triebel, a quien recientemente hemos visto en la excelente Al otro lado del muro), una mujer de fuerte carácter que vive una difícil conciliación entre su vida familiar y profesional. Cuando alguien, en un descuido, secuestra al bebé Lotte, Elena, lejos de asumir su responsabilidad, huye a Grecia, junto a su novio.  En la segunda parte, Tessa hace el viaje de Frankfurt a Atenas, convencida de que su niñera tiene a su hija Lotte, y la buscará desesperadamente ayudada por un intérprete griego, y otro accidente, cuando encuentra a Elena, provocará que esta pierda el hijo que está esperando.  ¿Hijo por hijo? No exactamente. Cuando el marido de Tessa le pregunte, una vez recuperada la normalidad familiar, si encontró a Elena en su viaje a Atenas, esta lo negará. ¿La negación sistemática de Alemania a Grecia en ese trato, siempre despectivo, que establece la ejecutiva alemana con su niñera? Sí, claramente hay un mensaje que intento transmitir en esta película, una alegoría. Pero a la vez intento hacerlo de un modo muy íntimo y atrapando a la audiencia. Ese era mi objetivo, hablar de la relación entre Alemania y Grecia a través de la historia de Elena y Tessa, confiesa Christian Zübert en una entrevista en el diario del festival. One Breath es una lección de buen cine, en clave de thriller, opresivo y social, otra candidata, sin duda, a hacerse con el máximo galardón si al jurado le molesta la excesiva violencia visual de Las Ardenas.  

            La segunda de la mañana es un film que llega de Etiopía y con una factura técnica impecable. Lamb, de Yared Zeleke, habla de un niño etíope falasha de nueve años que es dejado por su padre al cuidado de un primo cuando muere la madre y él ha de partir en busca de trabajo. El asidero sentimental del niño es ese cordero de lana marrón que lo acompaña siempre y al que querrá salvar la vida cuando tenga que ser sacrificado, y para evitarlo cocinará para su familia de adopción y bajará todos los días a la lejana ciudad para vender los paquetes de comida que guisa o gallinas que roba con el fin de recaudar dinero que le permita pagar el pasaje a Adis Abeba en donde reside su padre. Película de belleza prístina, alejada de todo artificio, que habla de unas gentes que no tienen absolutamente nada, pasan literalmente hambre, viven de espaldas  a la opulencia del primer mundo y lo único que no han perdido es su dignidad. A través de ese cordero, que, en un momento de la película elegirá vivir con los suyos, en un rebaño, y no con el niño que lo ha cuidado, Yared Zeleke retrata también la pérdida de la inocencia de ese chaval que, a regañadientes, vive con sus parientes lejanos que se avienen a cuidarlo aunque no acaben de dispensarle el afecto que necesita. Lamb, como anteriormente la maliense Timboktu, es una prueba de que no falta talento cinematográfico en África sino medios para hacer buenas películas. 

            No es bueno para la salud ver una película del griego Yorgo Lanthimos a la hora de la siesta, en plena digestión de un tataki de atún, un canelón de foie y una ensalada de perdiz comidos en muy buena compañía a dos pasos de los cines Centro. Bueno, no es  sano ver el cine del griego a cualquier hora del día, porque Canino la vi por la noche y el efecto sobre mi psique y mi cuerpo fue parecido. The lobster, la langosta, porque su protagonista, un barrigudo Colin Farrell disfrazado de señor con gafas y bigote quiere ser ese divertido animal, se llama su nueva creación, cine del absurdo enmascarado con una distopía que con otro tratamiento, el de Terry Gilliam, por ejemplo, habría sido más soportable. A quien esto escribe Canino le aburrió sobremanera, y ésta más todavía, y eso que salen dos actrices que me gustan por encima de la media, Rachel Weisz y la francesa Lea Seydoux, y está desperdiciado el talento de John C. Reilly. En una sociedad futura no tener pareja será un delito (ahora ya casi lo es), así es que a los que no se han aparejado los reúnen en un hotel para que lo hagan bajo la amenaza de que si no consiguen encontrar a su media naranja en un plazo breve serán relegados a la condición de animales.  A los que salen de la soltería se les obsequia con una habitación superior y hasta con hijos prestados. Las afinidades necesarias para optar al aparejamiento son diversas: sangrar por la nariz al unísono; acuchillar a alguien a placer; sacarse los ojos si tu pareja es ciega, y podemos seguir con la lista. Yorgo Lanthimos juega al surrealismo, pero con una frigidez absoluta y una aridez de imágenes que es marca de la casa, y remata con una banda sonora deliberadamente molesta. Hay algún guiño al maestro Luis Buñuel de El perro andaluz (Colin Farrel yendo al servicio del restaurante para sacarse los globos oculares con un cuchillo) e intentos de chiste que se quedan en eso. Cuenta, eso sí, el estrambótico director griego con un presupuesto holgado para esta absurda y olvidable película, lo que le ha permitido tener bajo sus órdenes un plantel de actores internacionales que deambulan por las habitaciones de ese hotel y hacen monadas en un bosque. ¿Tiene mensaje la película? ¿Es una alegoría? Por supuesto, pero, francamente, me importa un bledo.

            No mejora la cosa con la siguiente película. The road está anunciada como una road movie libanesa, y bueno, hay unos cuantos planos al final en los que el chico y la chica ruedan en un vehículo por Beirut, y luego por una carretera. Lo que se proyecta más parece un boceto de película que una película acabada. Rana Salem, su directora, opta por la inconexión de sus secuencias, separadas físicamente por largos fundidos en negro. El Líbano que presenta, eso sí, es un país laico en el que las chicas van sin velo, bailan en discotecas, beben alcohol y hacen el amor con sus novios. Ella, aunque nada se explicita, parece querer buscarse un camino como actriz o modelo porque constantemente se está autorretratando con una cámara con temporizador; él es agricultor y DJ en una discoteca alguna que otra noche. Muere un perro de un disparo. Parece que se muere también la madre de él en algún momento. Lo demás hay que imaginarlo, pero los personajes, gélidos, poco expresivos y muy poco locuaces, a los que hay que arrancar las palabras, parecen salidos de la cabeza de Michelangelo Antonioni.  


            Y llegamos al final del festival y a la primera película que veo del cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul, a quien Gijón dedica una retrospectiva, y me toca su última creación, Cementerio de esplendor, que aparece subtitulada en castellano, lo que indica que se estrenará en España: toda una osadía. No conozco ninguna película suya, pero intuyo que su cine me va a recordar al del filipino Brillante Mendoza. Me equivoco y me doy cuenta de ello en cuanto pasa un cuarto de hora de proyección y la acción no ha progresado un milímetro, porque no la hay. El cine del director de la terrible Kenatay tiene argumento, personajes y una cierta acción ralentizada por el afán documentalista del director filipino que, además, aborda temas sociales, dramas humanos, y ejerce la denuncia. La película de Apichatpong Weerasethakul, dos horas larguísimas, gira en torno a una mujer que visita como voluntaria a un soldado enfermo recluido en un mísero pabellón hospitalario y su posterior encuentro con una muchacha que dice tener percepciones extrasensoriales. Con planos secuencias que se hacen eternos (el cineasta tailandés no utiliza nunca la elipse, así es que todo sucede en tiempo real con una cámara pegada al trípode, inamovible), muchos de ellos carentes del menor sentido (un tipo defecando, también en tiempo real, en una de las escenas con más acción del film) va llenando esas dos horas largas en las que no dice absolutamente nada. Si no hay historia, no hay película. Podría ser esteticista su cine, pero no, tampoco: las imágenes son feas, planas, de videoaficionado. El cine de Apichatpong Weerasethakul puede tener un discutible valor antropológico, pero no va más allá de eso. Este año la cosecha oriental del Festival de Gijón ha sido, para mí, un fiasco absoluto, y hoy, la mañana, infinitamente mejor que la tarde.  

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