LITERATURA / RADICALES LIBRES, DE MARÍA V. EMBID
RADICALES
LIBRES
María V.
Embid
Debes
adivinar el dolor y el odio en mi mirada porque te agitas. Tus ojos dejan de
ser azules para coger un color parduzco. El color del miedo. Acaricio tu cuerpo.
Te beso. Te recorro con mi lengua amarga, para absorber, una a una, todas las gotas
de tu transpiración. Me gusta el sabor
del miedo, de tu miedo.
Menos es más, o, lo que es lo mismo,
reivindiquemos el relato, ese género postergado por buena parte de lectores que
lo minusvalora frente a la novela, el hermano mayor. Nada más cerca de la
milimétrica perfección que los buenos relatos, esas historias cortas que se
cierran en pocas páginas y no admiten bajadas de tono ni digresiones. ¿Menores Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Antón Chejov,
Ignacio Aldecoa o Raymond Carver?
Hace tiempo que desconfío de las grandes
editoriales, que nos ofrecen, con demasiada frecuencia, basura enlatada, y se
fía uno más de las pequeñas empresas llenas de arrojo y tesón que apuestan quijotescamente
por la buena literatura al margen de las cuentas de resultados, y Bohodón Ediciones,
que además mima a sus libros y a sus autores, es una de ellas.
Radicales
libres, un conjunto de textos breves de la
madrileña María V. Embid sorprende por
su enjundia creativa y su compromiso social. Con temáticas diversas, y una amplia
variedad de texturas literarias, este libro es tan breve como estimulante.
Desde las primeras líneas aprecia el lector una calidad literaria y un amor por
la palabra de su autora que ha debido forjarse en buenas lecturas, porque para
escribir bien hay que haber leído mucho y bien antes.
Derrochan oficio y talento este conjunto
de relatos que se leen con fruición y, una vez acabados, estimulan a proseguir
con el siguiente. En Mientras duermes,
por ejemplo, lo oscuro de una relación amorosa se funde con la sensualidad en
una historia que podría ser el reverso perfecto de la película El coleccionista de William Wyler. Llevamos tres
días en esta habitación. Hoy se cumplen cinco años desde que te conocí y debo
admitir que, por primera vez, me siento poderosa. Ella no ha dejado de llamarte.
He tenido que poner tu móvil en silencio, pero he pensado que, al igual que yo,
ella debería estar acostumbrada a tus ausencias, a esas llamadas a media noche,
en las que yo nunca pude negarme. Esas noches en que mi dignidad quedaba tan
desnuda como mi cuerpo. Esas noches por las que ha merecido la pena vivir.
Hay rasgos poéticos (Abro el ventanuco para sentir
derramarse el anochecer sobre mi cuerpo), frutos de una destilación
literaria, junto a gritos de rabia por las atrocidades que cometieron nuestros
compatriotas en nuestra guerra civil, sin ir más lejos, en el relato Vasos comunicantes: Desde que se inició esta guerra, son muchos los milicianos a los que ha
dado el último sacramento. La bala al último herido le ha entrado por el pecho
y duele por dentro. Su torso aún borbotea sangre y su corazón empieza ya a recogerse
para liberar la parte de alma que aún le queda dentro.
El compromiso está también presente en el
excelente relato Las líneas oblicuas,
uno de los que más golpean conciencias, sobre los hijos robados a las madres
asesinadas durante la dictadura argentina: Es la
crueldad de quien se sabe impune, es la sinrazón de quien actúa sin la
narrativa de la justificación, es el depredador que siente la superioridad ante
su presa, entonces, jugueteará con ella, esperará antes de saborear su apetitoso
manjar y se regocijará con su trofeo antes de darle el golpe final que le
permita disfrutar, de una vez por todas, de su festín.
El sesgo social está muy presente en El
viento de África, en donde la autora habla de la vida en los barrios
miseria poniendo el foco en la República Dominicana: Mi abuela dice que estamos entre lo que somos y que, cuando alguien entra
en el batey, no distingue cuándo empieza la basura y cuándo empezamos nosotros.
En Un
grado de separación, la escritora madrileña hace un alarde de sus
capacidades descriptivas: Soy feo. Compasivamente
feo. De belleza cúbica, dice mi madre. Mi cara está llena de accidentes cutáneos
donde cualquier vértice apunta al exterior. Mi maxilar, a pesar de ser saliente,
difícilmente puede sujetar mi mandíbula grado tres que parece un recipiente en
el que sujetar parte de mi saliva.
Pleno de imaginación, cortazariano, es ese
relato fantástico y cargado de humor sobre una novela desahuciada que no
encuentra editor y se pierde en los recovecos del ordenador titulada Pena de muerte: Será por la desazón y el desasosiego, que un día la novela empieza a
presentar una extraña patología. Empieza afectando la movilidad de sílabas y
signos de puntuación: una rara dolencia en las extremidades superiores e
inferiores, para pasar a la amenaza de unas tildes punzantes que se infiltran
en cada una de las letras sobre las que se suspenden.
Hay sensualidad y oscuridad, ternura y dolor,
imaginación y humor, compromiso y radicalidad en cada uno de
esos 19 textos, precedidos por las fotografías de Lidia Domingo Embid, que dejan en el lector el buen sabor que da la
buena literatura, esa que a veces se echa tanto en falta y descubre uno, por sorpresa,
como una epifanía, en una autora que inicia con fuerza una segura y larga
trayectoria literaria.
Capturen ese libro habitado por seres anónimos,
mayormente víctimas invisibles de esta sociedad, y disfruten de su rápida y
rica lectura.
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