SOCIEDAD / EL AQUELARRE DE TRUMP
EL AQUELARRE
DE TRUMP
Conociendo
al personaje, no debería extrañarnos el regalo de Reyes Magos que dejó el
presidente saliente de Estados Unidos arengando a asaltar el Capitolio a sus
huestes venidas desde todos los confines de ese enorme país para asistir a su
mitin incendiario. Cumplió Donald Trump su palabra de que no iba a dejar
el poder tranquilamente. Podía intuirse de la actitud del máximo mandatario del
país más poderoso del mundo que ni se rendía ni reconocía su derrota, y
vislumbraba yo un escenario en el que el cuerpo de marines o los encarnizados seal
tendrían que sacarlo a rastras de la Casa Blanca para que entrara Joe Biden.
Me equivoqué de secuencia y el ególatra y narcisista presidente de los Estados
Unidos optó por animar a los suyos a ese asalto estrafalario con aroma a 23 F
hispano (Tejero entró con su ejército de Pancho Villa a tiro
limpio y bajo tricornio) y tachando de traidor hasta a su vicepresidente por
revalidar la incuestionable victoria de Joe Biden en unas elecciones que
no ha ganado el demócrata sino el antitrumpismo.
Vayamos
por partes. El aquelarre, aunque los tipos que invadieron el Capitolio fueran
disfrazados de Búfalo Bill, Sitting Bull, bisonte de las praderas
o Correcaminos (al estadounidense medio le resbala la vergüenza ajena), y unos
cuantos, por cierto, con uniformes paramilitares, chalecos antibalas, casco y
armas largas, se saldó, que se sepa, con cuatro muertos pese a la tibieza en la
respuesta de la escasa policía que mal custodiaba el lugar y se vio claramente
desbordada. Muchos nos preguntamos, al ver las esperpénticas escenas, cuál sería el balance de muertos si los
asaltantes hubieran sido negros o latinos, y probablemente hablaríamos de una
masacre a gran escala. En lo que pudimos ver por televisión advertimos el
guante de seda en la respuesta policial y de la Guardia Nacional, que llegó
pasadas cuatro horas, si lo comparamos con la reacción de las fuerzas
antidisturbios a las protestas por el comportamiento racista de la policía en
los últimos años (por cierto, el asesino de George Floyd, ese villano
uniformado que lo estranguló en directo durante ocho largos minutos, ya está en
la calle tras pagar la fianza y veremos sí es condenado en el juicio o sale de
rositas como es habitual en estos casos). Durante más de tres horas esos tipos
estrafalarios, que entraron por las ventanas (que rompieron con un escudo
policial), camparon a sus anchas por los pasillos y salas del Capitolio,
berrearon a gusto enarbolando hasta una bandera de Jesús junto a las de Donald
Trump, las de las barras y estrellas y alguna confederada, se hicieron
selfies en la mesa del despacho de la odiosa Nancy Pelosi y
pusieron en fuga a los congresistas que debían validar la victoria de Joe
Biden en lo que era la culminación de un larguísimo proceso que dura una
eternidad (en España a las tres horas ya se sabe quién ha ganado las
elecciones) y pone en duda la eficacia del sistema electoral norteamericano.
Washington
DC este día de Reyes del recién inaugurado 2021, que no empieza con buen pie,
se disfrazó de república bananera, como las que exportó tradicionalmente
durante muchos años la política exterior norteamericana, pero Donald Trump,
aunque deje la Casa Blanca tras este fin de fiesta glorioso de su reinado, no
se va a retirar a ingerir comida basura en sus infumables Torres Trump
neoyorquinas sino que va a seguir dando guerra para volver a dar la batalla en
2024 porque tiene nada menos que 72 millones de votantes prendados de su
carisma hortera que lo han votado, como los alemanes que votaron a Adolf
Hitler, sabiendo qué clase de personaje era, precisamente por ello.
El
caladero del trumpismo, si se analiza con detenimiento, puede producir efectos
psicotrópicos diversos. Por un lado está esa América profunda, blanca,
desencantada, libertaria en el sentido de insolidaria y de que quiere hacer lo
que le dé la gana sin estar sometida al estado, empobrecida por la
globalización y la deslocalización, harta de que el stablishment ponga
el foco en las minorías (Me Too, colectivo LGTB, negros, latinos...) y no en ellos, para los que el magnate
multimillonario de peluca rubia y tez porcina se ha convertido en su líder al
prometerles que se va a ocupar de ellos y les va a restituir el empleo digno
que perdieron en las sucesivas crisis económicas. Por otra parte está un amplio
espectro latino, vergonzante de su origen, insolidario con los suyos, que se
siente yanqui y cierra la puerta a los que llaman en ese muro que finalmente el
magnate no pudo construir más que con sus bravatas. La poderosa Asociación
Nacional del Rifle, que fue uno de sus máximos donantes, en un país que se jacta de tener 400
millones de armas de fuego en manos de civiles y nada hace por atajar las
periódicas masacres que se producen en escuelas, institutos y universidades,
también le apoya. El lobby judío que ha conseguido que Donald Trump
reconozca Jerusalén como capital de Israel, no lo ve con malos ojos sino todo
lo contrario. Y por último, y ahí me pierdo, un conglomerado de iglesias
ultraconservadoras (ya saben que en Estados Unidos hay más iglesias que bares,
y tanto rezar produce daños cerebrales irreparables), sobre todo
evangelistas, que tienen al reconocido
putero y showman televisivo como líder a pesar de no saber cómo coger
una Biblia y no pisar una iglesia, porque les ha prometido, entre otras cosas,
prohibir el aborto.
Desde
el primer momento dije que Donald Trump sería mucho más letal para los
norteamericanos que para el resto del mundo (salvo por su rechazo al cambio
climático que afecta a todos), y así lo ha demostrado al propiciar desde el
inicio de su campaña electoral y a lo largo de todo su mandato el enfrenamiento
social reeditando el del Norte/Sur de la Guerra de Secesión, una fractura que
aún sigue latente en los Estados Unidos a pesar de que el conflicto civil acabó
hace 155 años. En política exterior han sido mucho más letales y agresivos
todos sus predecesores, incluido Barack Obama, que el lenguaraz
presidente de los Estados Unidos que amagaba conflictos bélicos con Irán,
Venezuela y Corea del Norte y, a la hora de la verdad, se tragaba sus propias
bravatas. La poderosísima industria armamentística norteamericana no puede
estar muy satisfecha del reinado de Donald Trump que no le ha dado los
beneficios exorbitantes que produce una buena guerra.
Hace
tiempo que me cansa ese mantra, repetido hasta la saciedad en medios de
comunicación y por un sinfín de periodistas, que ponen a Estados Unidos como
modelo de democracia (su sistema electoral tiene enormes deficiencias y es aun
menos proporcional y representativo que el español, por ejemplo) y habla de ese
país como la democracia más antigua del planeta olvidándose de la griega. Un
país que ha alentado desde siempre un montón de golpes militares sangrientos
para derrocar gobiernos democráticos que no eran de su gusto, que ha invadido
países cuando no ha podido derrocar a sus regímenes o ha impuesto bloqueos
económicos sobre otros que han tenido consecuencias desastrosas para su
población, no puede ser modelo de nada. Un país que no es capaz de juzgar a un
presidente mentiroso (las armas de destrucción masiva) y criminal (los 400.000
muertos provocados por la guerra e invasión de Irak) que avalaba el uso de la
tortura (Guantánamo, Abu Graib y otros muchos centros de torturas, incluidos
buques fantasma y cárceles secretas) y facilitó que corporaciones civiles
(Black Water) sobrevolaran como buitres carroñeros un país arrasado para hacer
negocio de la destrucción, como el exdipsómano que leía los libros al revés George
W. Bush y, en cambio, gastó tiempo,
energías y dinero en el impeachment de otro presidente, Bill Clinton,
por unas felaciones en el Despacho Oval, no es para mí un país serio ni
solvente. Un país que asesina a sus propios presidentes (cuatro), que mantiene
la discriminación racial en sus cuerpos policiales, que acepta como normal el
uso de las armas de fuego y que un niño aprenda a disparar con ellas, y apoya
mayoritariamente la aplicación de la pena de muerte que ningún mandatario osa
cuestionar en su programa electoral, no puede dar lecciones a nadie.
Como Hitler,
Mussolini o Franco, Trump no es un personaje venido de la
nada sino que representa a una parte considerable e irreductible de la
población norteamericana, esa América profunda ultraconservadora, inculta, que
no lee otro libro que el Antiguo Testamento, que vive en pequeñas comunidades
aisladas, que no cree en la política ni en el estado, heredera de los que
forjaron ese enorme y diverso país a tiro de Colt y Winchester y se siente
identificada con un tipo malhablado, maleducado y bravucón que, como ellos,
utiliza un lenguaje tabernario y simplista. Así es que, aunque Joe Biden
ocupe, por fin, la Casa Blanca (y no descartemos sorpresas de última hora),
vamos a tener Donald Trump para rato porque representa a casi la mitad
de ese inmenso y contradictorio país.
La novela sobre la impostura y el impostor que todos llevamos dentro. "La muerte del impostor" (Torre de Lis Ediciones, 2020)
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