DUNE PARTE DOS, DE DENIS VILLENEUVE
Apabullante.
Ese creo que es el adjetivo que mejor casa con la segunda parte de Dune que también hago extensiva a la
primera. El canadiense Denis Villeneuve puede que esté recogiendo el testigo
del cine espectáculo que en tan altas cotas ha dejado el octogenario e
hiperactivo Ridley Scott. El tratamiento de la imagen para contar la historia
épica ideada por Frank Herbert es sencillamente impecable. La puesta en escena,
perfecta. operística. Las acciones de masas extraordinarias porque a pesar de
que uno se fije en el movimiento de esos miles de extras no se ve el artificio.
La construcción de los escenarios de pesadilla, a la altura de los Alien, por poner un ejemplo próximo. La
selección de los escenarios naturales (esas dunas impresionantes del desierto
de Abu Dabi, y ese angosto desfiladero de Jordania) bien escogidos. Pero algo
falla en la película a pesar de la excelente realización y de su factura
técnica superlativa: la historia. Y con ella, la emoción.
Hay
poquita historia, seamos sinceros, en esta segunda parte más allá que esas
luchas por el poder dentro de las dinastías que bien podrían remitirnos a El señor de los anillos o a Juego de tronos. En realidad Dune, la 1
y la 2, parecen historias hundidas en el medioevo, incluso, detalle curioso,
las luchas cuerpo a cuerpo son con espada o cuchillo mientras desde los
helicópteros artillados con forma de libélula se disparan proyectiles. A la
historia sentimental, ese idilio entre Paul Atreides (Timote Chalamet, al que
sigo viendo demasiado joven imberbe para un papel tan rocoso) y la guerrera
fedakrin (¿fedayin?) Chani (Zendaya), le falta pasión. Por un momento tiene el
espectador de que los desarrapados fremen, por su forma de vestir y por sus
rezos (se arrodillan como si rezaran a la Meca) pudieran ser un guiño a los
palestinos, pero más bien son judíos, porque Paul Atreides, según el líder
Stilgar (un Javier Bardem de opereta que abre mucho los ojos) habla de que Paul
Atreides es el Mesias que están esperando. ¿Y los malévolos harkonnen
alopécicos? Pudieran ser los nazis, por sus espectaculares paradas militares y
porque se refieren a los fremen como ratas.
Hay
una escena de lucha en un circo, impresionante por la escenografía, que parece
sacada de Gladiator. Feyd-Rautha
(Austin Butler), el sobrino joven del obeso mórbido barón Vladimir (¿por
Putin?) Harkonnen (Stellan Skarsgard), se desprende de su aura protectora para
acuchillar a sus tres adversarios ante una multitud enfervorecida. Los nazis, y
los fascistas, también se miraban en el Imperio Romano. Y luego están esos
gusanos de arena que son domesticados por los fremen (no se sabe cómo llegan a
ese acuerdo) y guiados por ellos, literalmente cabalgándolos (tuve ahí un flash
de La historia interminable), contra
los harkonnen. Y hay un emperador, Shaddam Corrino IV (Christopher Walken) que
se somete a Paul Atreides y le rinde pleitesía, cosa poco creíble, hasta el
punto de arrodillarse y besarle la mano. ¿Y cómo los fremen, que siempre
aparecen como una banda de cuatro gatos, y desarrapados, nada tecnológicos, de
repente se multiplican y se convierten en miles de una escena a otra cuando
asaltan la fortaleza de los harkonnen que nada hacen para defenderla? ¿Y la
famosa especia, que se nombra como la quintaesencia de Arrakis, dónde está?
Bueno, si, Paul Atreides come un plato y comenta que está muy especiado a su
madre, Lady Jessica (Rebeca Fergusson), que por edad podría ser su hermana, y
se convierte en Reverenda Madre de los Fremen, del mismo modo que Gaius Helen
Mohína (Charlotte Rampling, que siempre aparece con el rostro tras un velo) es
otra Reverenda Madre de los Corrino.
Confieso
que andaba muy perdido en este juego de tronos galáctico, pero no importaba
gran cosa porque enseguida Denis Villeneuve me obsequiaba con una carrera de
gusanos, una batalla de helicópteros libélula o enormes y torpes máquinas de
guerra que, pese a su imponente apariencia, eran destruidas en un plis plas.
Habrá
tercera parte, porque hay tensión sentimental —Paul Atreides, a pesar de sus arrumacos
con la belicosa Chani, opta por un enlace real con la princesa Irulan Corrino
(Florence Pugh)— y este Dune 2 queda
muy abierto. Debieron de hacerme caso porque me quejé en su momento que pese a
tantas trompadas y cuchilladas, la sangre estaba ausente: en esta segunda parte
hay un poco, no mucha, al final. Si Ridley Scott hubiera pilotado Dune, la sangre saltaría a la platea.
Si
esta saga sirve para llevar a los espectadores al cine, y que disfruten de su
magia en una pantalla gigantesca, bienvenida sea, pero uno echa mucho de menos
a ese Denis Villeneuve de Incendios o
Sicario que ha sido abducido por el
gusano de Hollywood.
Yakutak
es una población aislada de origen ruso en la Alaska profunda a la que llega de
vez en cuando un barco que la comunica con el mundo civilizado. De su pasado
quedan las ruinas de una industria conservera, una oficina con los cristales rotos
y papeles por el suelo, un puñado de casas destartaladas y el fuselaje de un
avión japonés que se estrelló durante la Segunda Guerra Mundial. En ese paraje
inhóspito, duro y gélido se refugia con Shiva, una husky malamute, Ben
Ferguson, un tipo solitario que parece estar huyendo de sí mismo y no se lleva
muy bien con el escaso vecindario. Cuando en el mundo se produce una pandemia
extraña que siembra la muerte por doquier, las relaciones entre los habitantes
de esa población agónica se tensan y se desata la violencia larvada durante
muchos años.
Con Yakutak José Luis Muñoz, uno de los referentes de la novela negra española, ahonda en esa literatura del frío que inició con La manzana helada, ambientada en un invierno en Nueva York, siguió con Cazadores en la nieve, un western aranés, La bahía humeante, un ajuste de cuentas literario en Islandia, y La soledad de Hans Teodore Mankel en Múnich. Con una técnica literaria muy elaborada el autor consigue meter al lector en esta historia claustrofóbica y desasosegante que transcurre en uno de los lugares más bellos e inhóspitos del mundo.
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