VIAJES / LAS VEGAS, LA FIEBRE DEL DÓLAR
La
anciana, que rondaría los 80 años, respiraba a través de una mascarilla de
oxígeno e iba en silla de ruedas, indicó con un gesto perentorio a la enfermera
que la situara ante la máquina tragaperras y allí permaneció jugando febrilmente hasta la hora del jarabe, la
pastilla, el supositorio o la inyección. Un ama de casa con los rulos en los
cabellos y por todo vestido una especie de combinación floreada, metía en la
ranura de la máquina las monedas que sacaba de un enorme cubo de plástico que
tenía entre las piernas, hipnotizada por las peras, manzanas y cerezas que
aparecían en el visor de su máquina tragaperras. El hombre, ataviado con
pantalón corto, camiseta sin mangas, que dejaba ver una espalda tatuada, y
gorra de béisbol, se había olvidado de comer y de dormir a juzgar por el estado
de ansiedad que denotaba su mirada, sólo pendiente de su suerte, mientras
liquidaba los saldos de sus cuentas corrientes, sin más alimento que los bloody
marys servidos por una camarera pizpireta que se desplazaba en patines
embutida en una cortísima minifalda y con un sueter pequeño que le ceñía el
busto.
Estos son algunos de los personajes que
pueden encontrarse en Las Vegas, de los que no es posible hacer un retrato robot.
Pertenecen a todas las razas del mundo, hablan todos sus idiomas y si algo les
une son sus prisas-por ganar dinero o por perderlo-y el modo desenfadado de sus
vestimentas: pantalones cortos, calentadores ceñidos, chándals, camisetas sin
mangas y escotadas, sandalias o zapatillas de deporte; y no hablemos de los
peinados: hay hasta quien se olvida de sacarse los rulos para acudir a su cita
diaria ante la máquina tragaperras que le succionará los ahorros de todo un
año.
A esta meca del juego, ubicada en uno de los
desiertos más agrestes de Estados Unidos y edificada sobre cimientos de arena
apelmazados con sangre de mafiosos, como muy bien ilustró Martin Scorsese en su
espléndida película “Casino”, se acude expresamente a jugar; los ludópatas
americanos cruzan de este a oeste su país y aterrizan en la ciudad de los
neones eternos con la idea de fundir durante días, semanas o meses sus
fortunas. Nada se puede hacer en Las Vegas que no esté relacionado directamente
con los casinos y casi nadie sale de esa fantasmagórica ciudad sin haberse
dejado en ellos una porción de su dinero, tentación de la que no se salvan ni
lo más reacios al juego
El infierno. Esa es exactamente la sensación
que el viajero tiene no bien pone un pie en el asfalto de Las Vegas. El primer
impacto que recibe en cuanto aterriza en la Sodoma del desierto es una bofetada
de aire tan cálido y seco que parece vaya a arrancarte la piel de la cara. La
historia de Las Vegas está ligada desde sus inicios a la de la mafia. Bugsy
Siegel, el gángster con glamour interpretado por Warrem Beatty en la
película de Barry Levinson Bugsy, escogió para erigir ese paraíso artificial de luces de neón uno de los
lugares más inhóspitos del planeta, un rincón del sur de Nevada al que habían llegado hacia 1855 los
mormones de Utha y en donde en 1864 el ejército americano construyó Fort Baker.
Y en ese desierto yermo, barrido día y noche por un viento sofocante, empezaron
a construirse lujosos hoteles y casinos con ruletas y máquinas tragaperras, en
los que se servía whisky abundante y había bellas mujeres, todo lo que en
definitiva condenaba el puritanismo americano y hacía de oro al crimen
organizado.
A partir de 1931 proliferaron los
casinos-hoteles a lo largo y a lo ancho de una ciudad en continua expansión. El
Golden Nugget, Four Queens, Union Plaza, en la parte antigua de Las
Vegas, cuyas calles se han cubierto ahora, son los más veteranos. En ese
ambiente se desarrollaba La cuadrilla de los once, la historia del
quimérico asalto a cinco casinos de Las Vegas por Frank Sinatra, Dean Martin,
Peter Lawford y Sammy Davis Jr., los desaparecidos miembros del clan Sinatra, y
fue esa parte antigua de la ciudad la que recreara Francis Ford Coppola en Corazonada.
Pero es en Las Vegas Bulevar, más conocida por The Strip, dónde se
encuentra el grueso de los casinos. Junto a los clásicos como el Caesars
Palace, en cuyo vestíbulo resuena constantemente la música de la película Cleopatra,
el Circus Circus, que alberga en una de sus plantas un circo al completo
con sus trapecistas, funámbulistas y payasos que hacen las delicias de los
niños, el Stardust, el casino en cuyo escenario triunfa la strepper
Nomi Malone de la película de Verhoeven Showgirls, El Imperial Palace, de ambiente japonés, el Sahara,
El Riviera o The treasure Island, se han establecido en los
últimos años una serie de desmesurados casinos como el Excalibur, con
cinco mil habitaciones y ambiente de castillo de cuento de hadas, el Luxor, en
forma de pirámide egipcia y presidida por una esfinge, el Mirage, cuyas
máximas atracciones son un volcán emplazado en su exterior, que entra en
erupción cada media hora entre lagunas, cataratas y montañas, un espectacular
acuario que hay en la recepción del hotel y los tigres blancos que los
huéspedes jugadores pueden observar a través de un vidrio protector, o el M.G.M,
presidido por el gigantesco león de la compañía, que está considerado el mayor
casino-hotel del mundo, con 5004 habitaciones y un parque completo de
atracciones en su interior. La locura.
La
fiebre del juego
La
única música de Las Vegas es la de las miles de monedas de níquel
desapareciendo por la ranuras de las máquinas tragaperras, la música de Money
de Pink Floid, y, de tarde en tarde, el estruendo de la cascada de monedas con
que la diosa fortuna premia la obstinación de algún jugador. Scorsese
manifiesta sentirse fascinado por la fauna que pulula por el interior de los
casinos, ambiente que ha sabido plasmar con su maestría habitual en su film Casino.
Miles de jugadores, ludópatas compulsivos que se olvidan de comer, de dormir,
hasta de su esposa y su familia, introducen sus monedas de níquel en las
máquinas y permanecen embobados ante sus pantallas esperando que coincidan en
el visor las tres cerezas o los tres plátanos de la fortuna, o lanzan los
dados, o juegan al póquer en habitaciones privadas, o apuestan sobre carreras
de caballos que tienen lugar en cualquier punto del planeta, en lo que es un
trasiego permanente de dinero que va a parar a las arcas de los casinos
limpiamente. Sentados en las banquetas,
ante las máquinas tragaperras, se encuentra gente de toda clase y condición,
desde una ancianita postrada en su silla de ruedas acompañada por su enfermera
a un rudo muchachote tejano en camiseta luciendo tatuajes obscenos en sus
bíceps bajo el ala ancha de su sombrero de cowboy, desde un ama de casa
con bata y rulos a un latín lover vestido de blanco, desde un jeque
árabe hasta un circunspecto hombre de negocios, drogados todos por ese
estruendo que hace el dinero al caer.
Librarte de la atmósfera del juego resulta
difícil en Las Vegas, porque el juego lo invade todo y es la razón de ser del
formidable negocio de la ciudad. Todo en ella es un guiño permanente a que
pruebes suerte. En los lavabos de los casinos hay máquinas tragaperras para que
juegues mientras orinas los litros de cerveza que te has metido en el cuerpo,
en los gigantescos ascensores de los hoteles tienes la oportunidad de perder
unos cuantos centavos hasta que alcanzas tu piso, en las barras de los bares,
mientras mordisqueas a toda prisa un sandwich, puedes meter monedas sin
necesidad de levantarte e ir a la máquina, porque la máquina está allí, debajo
de tu bocadillo o del culo de tu vaso de cerveza, empotrada en el mostrador,
parpadeante.
Pero algo está cambiando últimamente para
mal en Las Vegas, dulcificando su tenebroso aspecto pecaminoso y haciéndolo
derivar hacia el hortera concepto de parque temático que USA importa ya por
todo el mundo. Los antiguos casinos en cuyos cimientos yacen sepultados
traidores de la mafia, policías honrados, morosos pertinaces, gángster rivales,
prostitutas que se han ido de la lengua, toda esa amalgama de sangre y carne
sobre la que se han erigido esos monolitos a la ludopatía, han dado paso a esos
otros casinos con aspecto de parque de atracciones que seducen por igual a
niños y a adultos que nunca han dejado de ser niños.
Sexo,
por favor
Las Vegas es la válvula de escape de toda la
represión de la puritana América, una ciudad diseñada para pecar.La carne en
Las Vegas, sea de rubia californiana, de exuberante mulata o de delicada
oriental, se cotiza a buen precio, pero es que los arreglos faciales, los
implantes de colágeno o la profesionalidad de las oficiantes del sexo así lo
requieren. El americano medio y provinciano, que se muere de asco en un pueblo
polvoriento del medio Oeste, ahorra toda el año para desmadrarse lo que dé de
sí su dinero en Las Vegas, en dónde infringirá a conciencia todos los
mandamientos con el morboso regustillo de la transgresión: comerá, beberá,
jugará y fornicará en esa Sodoma de luces parpadeantes que termina por atrapar
hasta a los más esquivos a sus encantos.
Un par de calles, a la derecha de The
Strip, albergan los locales de lap dance, que la Nomi Malone
(Elisabet Berkeley) de Showgirls ha hecho famosos, en los que las chicas
bailan completamente desnudas para los clientes en habitaciones privadas y sólo
imponen la condición de no ser manoseadas, aunque ellas sí puedan establecer
algún que otro contacto físico con los excitados espectadores. En las afueras,
enclavados en el condado de Clark, están dos de los mayores burdeles del mundo
con servicio a hoteles o en el propio establecimiento. Cientos de jóvenes y
atractivas prostitutas se sirven a la carta en esos dos establecimientos. Para
quien no quiera utilizar las habitaciones de su casino-hotel, la dirección del
burdel envía la limusina a recoger al cliente y lo devuelve por el mismo
procedimiento una vez efectuado el servicio. A pesar de que en Las Vegas la
actividad de las prostitutas no es legal-pero sí consentida-, los periódicos
traen interminables listas de call girls de todas las razas y edades y
para todos los bolsillos. Rubias con implantes de silicona y colágeno en los
labios y vestidos nimios ceñidos sobre cuerpos de ensueño están al acecho en los casinos y se
aproximan a sus posible clientes en cuanto huelen, más bien oyen, el dinero. En
las interminables listas de ofertas sexuales de diarios, revistas o en la
mismísima Internet, muchachas de todo pelaje, raza y condición se ofrecen para
aliviar las tensiones generadas por el juego de los ludópatas o para ordeñar
sus ganancias. Hay agencias que envían a las habitaciones de todos los
hoteles-casino de Las Vegas un ejército de esforzadas bailarinas que hacen su striptease
privado-y lo que se tercie a continuación-en la intimidad de una suite y
garantizan un servicio rápido-en menos de veinte minutos usted tiene en su
habitación a la chica de sus sueños-y profesional. Si lo que se desea es
una muchacha con aire aniñado, huír de la engañosa silicona que consigue
perfectos cuerpos artificiales, hay una lista de chicas con bustos poco
protuberantes y escurridos muslos que desde las páginas de la web se
ofrecen como perversas lolitas. Para los masajes están las orientales, todo un
elenco de chinas, vietnamitas, japonesas, coreanas, tailandesas y hasta
hawaianas que prometen el placer de la relajación con sus manos y con sus
cuerpos, sin que falten travestidos y machos servidos discretamente a señoras
que también desean un desahogo sexual sin que medien los sentimientos.
Las Vegas también es conocida por sus
matrimonios rápidos y divorcios fulgurantes, otro de los grandes negocios de la
ciudad. Miles de americanos acuden a Las Vegas atraídos por sus facilidades
matrimoniales, se casan o se descasan con facilidad pasmosa y en la más
estricta intimidad. Las capillas y las suites de lujo hortera para los recién
casados-camas y bañeras en forma de corazón y tonalidades rosas en las paredes
de las suites-abundan en una ciudad que es, a partes iguales, un gran prostíbulo,
una inmensa sala de juego y un inagotable bar.
Beber
en Las Vegas
En Las Vegas desaparece la conciencia de
pecado que tiene el americano medio cuando acude a una licorería y pide al
empleado que le envuelva la botella de whisky. Aquí nadie se esconde la botella
bajo la americana. La bebida es barata, y muchas veces gratis, como por ejemplo
en el interior de los casinos mientras no despegues el trasero de la banqueta y
simules que estás jugando. Atractivas camareras con sucintas minifaldas y sonrisas
a flor de boca pasan entre los jugadores obsequiándoles con whiskies, bloody
marys y demás bebidas alcohólicas absolutamente gratis porque la bebida
conduce a la irreflexión, y ésta es la mejor aliada del juego. Conviene que la
gente esté alegre, que no consulte el saldo de su cuenta corriente ni el de su
Visa, que no perciba el volumen de sus pérdidas.
Comer en Las Vegas es más barato que en
cualquier lugar de Estados Unidos. En régimen de buffet libre, un desayuno se
puede ir a la irrisoria cifra de 2,99 dólares, mientras una cómida no llega a
los 4. Es normal ver a vaqueros, señoras enruladas o turistas japoneses
ahogarse en cervezas y despachar en pocos minutos grandes copas de cocktail
de infames gambas congeladas con ketchup en los cientos de bares que no
cierran nunca. Una jarra de cerveza cuesta 75 centavos y el cocktail de
gambas 95.
La
belleza del diablo
El paisaje que circunda las Vegas es
desolador. Las alternativas al juego son escasas. No es una casualidad que la
ciudad se enclavara en medio de un paisaje hosco y árido. Salvo perderse en
alguna galería comercial o hacer una excursión hasta el pantano de Hooven Dam,
el más grande del país, que recoge las aguas del río Colorado y abastece toda
California, no parece haber más opciones. Andar por la calle, incluso de noche,
no es nada recomendable. De día el calor es seco, agobiante, se alcanza con
facilidad los cuarenta grados de temperatura y más, el viento sopla
constantemente y abrasa la piel, y el viandante ha de buscar enseguida el consuelo
del aire acondicionado en sus hoteles-casinos o la fría jarra de cerveza en sus
bares. Por la noche la sensación aun es más espectacular: el aire sigue
abrasando aunque luzca la luna en el firmamento.
Las Vegas es una ciudad que nunca duerme-las
salas de juego están abiertos las 24 horas del día- y es por la noche cuando se
manifiesta más pérfidamente seductora. Los letreros de los casinos parpadean,
centelleantes, compitiendo entre ellos en espectacularidad para atraer a los
clientes, y las aceras se llenan de gente que en sus ciudades natales haría
tiempo que estarían durmiendo. Todas
las normas de la América puritana se transgreden una por una en Las Vegas, una
ciudad a la que se acude con conciencia de pecado.
Queda la parte negra de Las Vegas, la que no
deja ver sus luces de neón parpadeantes. La de los ludópatas que lo han perdido
todo, han hipotecado hasta su casa para seguir jugando y se hallan sumidos en
la miseria y se descerrajan un tiro en la soledad de la habitación de su hotel.
Los que empeñan a la mujer, como hace David Murphy-Woody Harrelson-con su
esposa Diana-Demi Moore-que entrega al millonario John Gage-Robert Redford-en Una
proposición indecente. Es esa vertiente destructiva de la ciudad, la
desolación que subyace bajo la fatua alegría de las luces de neón, lo que
destaca Mike Figgis en Leaving Las Vegas, y en la que se zambulle
el guionista Nicolas Cage y su compañera de infortunios, la prostituta
interpretada por Elizabeth Shue, en un itinerario suicida y poco agradecido por
la ciudad, que ya no es la que cantara Elvis Presley y bailara Ann Margret en Viva
Las Vegas, aunque los neones sean más o menos los mismos.
Guía
práctica de Las Vegas
Dónde
dormir
Depende
de cómo se vaya. Si se acude en familia mejor dejarse caer en el Circus Circus,
con 3.800 habitaciones, un tren interno que comunica las distintas secciones
del hotel, tres casinos en su interior, un casino infantil para que empiecen a
enviciarse los pequeños, siete restaurantes y un espectáculo de circo
permanente en una de sus plantas en la que dejar a los infantes mientras se
tira la casa por la ventana ante las máquinas tragaperras. Es uno de los
casinos más antiguos y con más sabor de Las Vegas y las habitaciones sólo
cuestan 46 USD al día. Otra opción, más moderna, es alojarse en el Excalibur,
una horterada con aspecto de castillo de dibujo animado de 4.032 habitaciones,
seis restaurantes, dos piscinas, capilla y jacuzzi cuyo precio oscila alrededor
los 55 USD. O el Luxor, que tiene forma de pirámide flanqueada por una enorme
esfinge de Gizé, 4.200 habitaciones, siete restaurantes temáticos y piscina
olímpica por 65 USD. O el New York, New York, la traslación de la Gran Manzana
al epicentro del desierto de Nevada con representaciones tan emblemáticas del skyline
neoyorquino como el puente de Brooklyn o la estatua de la Libertad, 2.034
habitaciones, tres restaurantes, piscina, jacuzzi y sauna por 89 USD. Pero sin
duda el más mastodóntico es el MGM, con sus 5.004 habitaciones, de las que 751
son suites, televisión por cable, máquinas de bebidas en cada planta, clínicas,
cines, habitaciones para no fumadores, etc.
Los hoteles-casinos de siempre, los de más
solera, se encuentran en el centro neurálgico de Las Vegas, en The Strip. El
Flamingo, con 3642 habitaciones, seis restaurantes, cinco piscinas y canchas de
tenis sigue siendo una de las mejores ofertas por 85 USD. El Sahara tiene el
encanto de lo modesto y lo antiguo, con 2.000 habitaciones, 6 restaurantes y 2
piscinas por sólo 48 USD.El Riviera, de 2100 habitaciones, tiene el encanto
añadido de ofrecer espectáculos de topless a cargo de su balet The Gracy
Girls. El Stardust, en el número 3.000 de Las Vegas Boulevard South, es quizá
uno de los que tienen más encanto de todos los citados, al menos es uno de los
más frecuentados por el cine. Pero por un poco más de dinero-125 USD-vale la
pena alojarse en el legandario Caesars Palace, disfrutar de las proyecciones de
su Omnimax Theater, sus shows de primerísima calidad, sus dos piscinas,
9 restaurantes, y sus pequeñas dimensiones-sólo 1.500 habitaciones-. En su
casino podrá disfrutar jugando al bacarrá, al black jack, poker,
apostando a los caballos o perdiendo las monedas de níquel en las ranuras de
sus máquinas, y cuando se aburra puede pasear por sus galerías comerciales observado
por la réplica del David de Miguel
Angel, beberse una margarita en la nave de Cleopatra o tomarse una foto
abrazado a una de las estatuas de peplums gloriosos que flanquean la entrada a
los acordes de la banda sonora de la película “Cleopatra” de Mankiewicz.
Pese a la descomunal oferta de miles de
habitaciones disponibles, en Las Vegas es conveniente realizar las reservas con
una antelación mínima de seis meses pues la ciudad recibe visitantes en toda
época de año, especialmente por fin de año. El teléfono de la central de
reservas es el 18004611375.
Cómo
ir
Las
comunicaciones con Las Vegas son excelentes. Vía Nueva York o vía Los Angeles
existe una gran cantidad de vuelos a través de compañías nacionales o
americanas. Si se desea un poco de aventura es aconsejable hacerse con un coche
de alquiler, cruzar el desierto de Nevada, haciendo cruces para que el aire
acondicionado no se estropee, y entrar en la ciudad por carretera. Una opción
interesante, por el contraste, es dejarse caer, antes o después, por el Cañón
del Colorado. Mejor después.
Qué
comer
Hay
que hacerse a la idea de que nadie acude a Las Vegas pensando en comer. Por esa
razón no espere encontrar ninguna exquisitez culinaria por mucho dinero que
quiera gastarse. La dieta en Las Vegas es fundamentalmente a base de lo que
llamamos comida basura: mastodónticos buffets libres de calidad soez, pero que
llenan el estómago, cócteles de gambas en cualquier barra que se precie a
precios de risa y toda clase de hamburguesas que se pueden degustar con buena
cerveza americana-la Bud o la Budweiser, pero también la Coronitas-sin dejar
por ello de jugar-las barras de muchos bares son en realidad máquinas
tragaperras transparentes en las que el cliente puede ir dejando caer sus
monedas. A los jugadores recalcitrantes, para animarlos a que no se levanten de
las banquetas de las máquinas, atractivas camareras con minifaldas de vértigo y
sobre patines les sirven toda clase de bebidas gratis. Lo mejor, los bloody
marys.
Qué
ver
Los
casinos de la calle The Srip, la parte vieja de Las Vegas y la más mítica, tan
reconocibles, gracias al cine, como las calles de Nueva York. Las lujosas
galerías comerciales de los hoteles. Los espéctaculos nocturnos y las
actuaciones de primerísimas figuras de la canción melódica. El espectacular
pantano Hoover Dam, una gigantesca masa de agua que da luz día y noche y
proporciona aire gélido durante trescientos sesenta y cinco días a esa
ensoñación kitch que es Las Vegas. Y, por encima de todo, el mayor
espectáculo sigue siendo sencillamente la gente.
Clima
Las
Vegas está en el centro de un desierto. Las temperaturas superan corrientemente
los 40 grados en verano. Los coches sufren recalentamiento del motor por las
altas temperaturas. El calor es más sofocante, si cabe, por la noche. Coja la
ropa más informal que encuentre y un vestidito elegante por si se decide a ir a
un show nocturno. Contra el calor agobiante sólo hay una única solución
una vez te hallas inmerso en la ciudad: caer en la red de sus refrigerados
casinos. Si resiste sin jugar demasiado, su sentido común se lo agradecerá. Si
por casualidad gana, salga corriendo con la ganancia.
(Este reportaje fue publicado en la revista GQ acompañando a unas fotografías de Helmut Newton y fue el origen de la novela LLUVIA DE NÍQUEL)
RESEÑA DE CARLOS SALEM EN ENTRETANTO MAGAZINE
ENTREVISTA DE GINÉS VERA EN REVISTA OCEANUM
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