EL PAISAJE

EL MULHACEN
Llegué a la cumbre del Mulhacén, aunque no hay vestigio fotográfico de ello. Cuatro horas de caminata que, en su último tramo, en el de esa pared abrupta en la que los pies tropiezan, una y otra vez, con las lajas desprendidas de su cima, están revestidas de especial dureza. Empezar a caminar a 2000 metros, que es la media pirenaica a la que estaba acostumbrado, para alcanzar los 3450 de la más alta cumbre de la península no fue tarea fácil. La montaña es una religión especial y los que se acercan a ella una suerte de sacerdotes que le rinden su tributo de sudor y sangre. Hubo momentos de ahogo ─ la altura me estaba jugando una mala pasada ─, de calor aplastante, de frío extremo, de lucha contra el viento que soplaba, a rachas, con fuerza, y de lucha conmigo mismo que soñaba, a esas alturas, con un botellín de cerveza bajo el toldo de un bar. Lo fácil era quedarse abajo, admirar la mole triangular del pico y pasar de conquistarlo.
Frustra cuando, después de un esfuerzo, con las piernas temblorosas y la respiración agitada, llegas a una cumbre amplia y ves que no estás ni muchísimo menos solo sino acompañado de más gente de la que quisieras. Sentado, tomando aire, mirando el paisaje desde esa atalaya que te permite ver las aguas de ese estrecho que el hambre ha convertido en fosa común, calculé la edad media de los montañeros que compartían conmigo la cumbre y vi que yo casi estaba en la media. Ni rastro de jóvenes, ni tan jóvenes; los que allí tomaban fuerzas, daban cuenta de sus bocadillos y bebían el agua de sus cantimploras, estaban en un arco que empezaba a los 40 años y acababa en los 70. Acostumbrado al frondoso Pirineo, a sus amplios valles verdes surcados por ríos, a los abigarrados bosques de abetos, al brillo de sus cientos de lagos, el paisaje del Mulhacén se me antojó árido, descarnado, duro, masculino, lunar, tan despojado de vegetación que uno se pregunta qué comen las numerosas cabras monteses con las que te cruzas y triscan a tu vera sin asustarse.
Bajar fue mucho menos duro, aunque uno siempre lamenta que la pendiente te fuerce el paso y las rodillas se resientan en su inútil frenado. Bordeé lo que parecía un cráter, al fondo del cual espejeaba un lago peinado por la brisa, hollé unos metros de nieve helada, salí justo al camino para ver cómo la última lanzadera, uno de esos estrechos vehículos que te dejan en las estribaciones del Veleta, marchaba sin esperarme y me armé de paciencia sabiendo que el camino de bajada, por culpa de esa puntualidad británica, se me duplicaba. Tuve tiempo, puesto que ya no había prisa, de tenderme a hacer una siesta. Y luego sí, bajé, por esa senda, trocha lo llaman, que me llevó, hora y media más tarde, hasta el coche.

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