LA FIRMA INVITADA

Traerles aquí este largo relato de Horacio Vázquez-Rial es una forma lujosa de conmemorar estos días dedicados a los libros. Decirles que la narración en cuestión aborda temas como el amor, el deseo, el desengaño, la relación de la literatura con la realidad, sería una reducción del amplio abanico temático que despliega el autor argentino con una maestría absoluta en sus páginas. Disfruten de forma pausada de este regalo que ha tenido a bien ofrecernos Horacio, una pieza literaria de extraordinaria calidad, como todo lo que escribe.
Las imágenes que ilustran el relato pertenecen a IRREVERSIBLE, el film de Gaspar Noé, y a INTIMIDAD, de Patrice Cherau


LA VERGÜENZA DE HABER SIDO,
EL DOLOR DE YA NO SER
Horacio Vázquez-Rial

Para Marcelo Birmajer

¿Sobre qué escribía Jillian?
Sobre la vida, la gente, las relaciones.
¿Relaciones fracasadas?
¿Acaso existe otro tipo de relación?
Tami Hoag, El Incinerador


No sé qué pretende esa mujer. Mi editora, digo. Me he pasado la tarde buscando, sin encontrarla, la carta en la que Marx le dice a Kugelman que está claro que a un escritor no se le exprime la plusvalía igual que a un obrero, que él desconoce la mecánica de esta forma de explotación, pero que lo que nadie puede negar es que los editores se hacen ricos mientras los escritores, en general, siguen pobres. Eso está escrito hace siglo y medio. Ya entonces había también escritores que ganaban dinero. Pero no eran ricos, sino, como dicen que dice un maestro colombiano, pobres con plata.
Yo creo que lo que diferencia a un escritor de un obrero, manteniéndonos dentro de la ortodoxia materialista y sin la soberbia de enmendarle la plana al viejo Karl, es la materia prima. Te explico: el obrero añade valor a la materia prima elaborándola, y uno simplemente se saca el valor de la galera porque no tiene más puta materia prima que su propia persona. Hay que tejerse el alma en los telares de Manchester desde la más tierna y victoriana infancia, arrancársela en el fondo de los pozos en los que se encuentra el diamante, someterla al río del oro para que aprenda su llama a nadar la agua fría, zafrársela a machetazos para destilar bobadas dulzonas y, de vez en cuando, alguna sentencia definitiva y definitivamente pegajosa, olvidable pero inolvidable. Telas, metales y piedras preciosas, males helados y genialidades, todo puesto en libros que se vendan. Los que no se venden, se convierten en pasta de papel para volver a empezar. Todo eso hay que hacerlo sólo con el alma. Con uno mismo.
Uno se relata, se revela, olvida cualquier reparo a la hora de meterse en su propia existencia, y en las ajenas. Claro que cambia nombres, retuerce un poco por aquí y estira otro poco por allá, convierte una experiencia tonta en una experiencia importante o trascendente o, al menos, interesante. También es cierto que hay cosas que omite, no muchas pero sí algunas. Yo mismo he dejado de exponer unas cuantas por no herir a alguien o porque me daba vergüenza que se me pudiera identificar con algún obsceno personaje. Por pudor, vamos. Pero lo que uno hace todo el tiempo es contar la vida, su vida. No hay otro equipo para el viaje al conocimiento, cualquier que éste sea. Y ahora viene esta mujer a proponerme que abdique de los últimos restos de mi pudor y escriba un cuento que no sea un cuento, sino una historia verdadera. Como si hubiese historias verdaderas, como si las historias fueran hechos pelados. Además, quiere que trate del fracaso amoroso. Que me ponga en pelotas y obsequie al respetable con un episodio miserable de mi pasado, uno cualquiera de los muchos de los que salí mal parado, con bastantes plumas menos y con más cara de imbécil, la que me merecía, qué duda cabe. ¿Lo ves? Quiere que muestre el culo y, encima, me ponga contento.
Uno escribe por muchas razones. La primera: porque no sabe hacer otra cosa, o porque, de las que sabe hacer, es la que menos le disgusta. La segunda, no menos decisiva: para seducir. En realidad, casi todo lo que uno hace en público lo hace para seducir. Indiscriminadamente. Como en la pesca de arrastre. A veces, la red atrapa piezas hemingwayanas. Pero a vos no te puedo mentir: tengo que decirte que el amor de los desconocidos no sirve para nada. Y menos aún el de las desconocidas. No estoy demasiado convencido de que sirva el de los conocidos. En cuanto al de las conocidas, hay momentos en que uno preferiría no ser amado. O sea: el deseo de seducir es una jodida enfermedad, una inicua adicción que trae más problemas que placeres. Pero no hay campañas publicitarias que adviertan contra el deseo de seducir, no hay spots en televisión en los que se muestre a personajes destrozados por el vicio, unicef no se ocupa de los niños compulsivamente dedicados a complacer, ni siquiera de las niñas coquetas. Con lo cual, se acaba por caer en las rumiantes fauces del primer camello que pasa por ahí, o la primera camella. O bajo las patas apresuradas y ciegas de la cáfila montada que cruza constantemente y en todas direcciones el poblado desierto que nos rodea.
Lo que ella quiere es que yo reconozca que las mujeres me pasaron por encima como si me hubiera caído del caballo en Appomatox, que me gasearon con su perfume como a un ingenuo francés al que se le hubiera ocurrido suspirar en Verdún. Que ponga en boca de todo el mundo mi ridícula dependencia. No, claro, no quiere toda la historia clínica. Sería un aburrimiento, un inacabable ir y venir, como el de Zeno con su conciencia y el tabaco. Eso no hay quien lo compre. Quiere la historia de un síntoma, o la descripción de una fase aguda con pelos y señales. Lo peor. Un momento de desconcierto absoluto, de dolor extremo, de mudez, de deseo excluyente, un momento suicida. Y no pienso escribir una cosa así. No de esa manera. Ya lo hice, sólo que lo puse en otras pieles, en otros nombres. Convertí la historia verdadera, que jamás ocurrió como tal, en historia verosímil.
Finalmente, si contara la verdad, nadie se la creería.
Nadie se creería, por ejemplo, que un hombre que ha vivido rodeado de mujeres desde la infancia, que tuvo su primera amante a los dieciséis por haber logrado el favor de una mujer madura, que se casó jovencísimo y fue infiel desde que nació, no se haya enamorado honda y mortalmente hasta los cuarenta años. Que no haya sido Werther.
Tampoco nadie se creería la lista que vos bien conocés, labrada sin los méritos de un astro del porno. Ni que, al cabo de esa lista, el protagonista haya descendido al plano inferior de los despreciados, al fondo de la basura, por una persona en particular, nada especial a los ojos de los demás.
He apuntado mientras hablaba por teléfono con ella, con la editora, mientras ella me decía que el tema de la narración tenía que ser el fracaso amoroso, pero un fracaso real y no uno inventado, etcétera, como si uno pudiera inventarse algo en ese terreno, mientras ella me decía eso, he apuntado unos cuantos motivos posibles para negarme. Puse en la libreta, que ahora tengo a la vista, "toda relación amorosa es un fracaso". Lo puse así porque era demasiado largo "toda relación amorosa pasional está condenada al fracaso desde su origen" o "el fracaso corresponde a la esencia de la pasión" o "el exceso, la vehemencia que signa la pasión, nace de la percepción de un final irremediable". Puse también lo que acabo de escribirte, sólo que en una frase: "la verdad no se puede contar porque es increíble". Y al final: "una adicción por otra". Me refería a lo que sucede cuando uno se enamora, cuando el vicio de la seducción es reemplazado por el vicio del otro y todo se concentra en la preservación de una única persona. Porque es eso lo importante: preservar. Mantener la provisión después de la primera dosis.
Fue lo que pasó con Donna. Pero claro, no voy a escribir sobre Donna. Vos sabés lo terrible que fue aquello. Desde el principio, ésa es la cuestión. No sé si en el momento en que la vi pensé en sumarla a la lista simplemente, si me llamó la atención más que otras, o igual, o menos. En el momento en que la vi. Cuando hablamos, cuando cambiamos las dos primeras frases, todo fue distinto. La situación no era ideal, o a mi no me lo parecía: la vi casi niña, a sus veinticinco. Pero yo tenía cuarenta, chico, y estaba convencido de que había dejado de ser joven. ¡Qué estupidez! De todos modos, cualquier prejuicio o prevención sobre la teoría de las edades se fue al carajo en menos de diez minutos. O en menos de cinco. Después de cuatro palabras. Aún no la había tocado, ni siquiera me había acercado a ella lo suficiente para averiguar cómo olía, pero ya sentía que, si ella desaparecía en ese instante, yo iba a perder una de las razones por las que había vivido y la fundamental de cuantas podían hacerme desear seguir viviendo. Necesitaba desesperadamente llevármela, aislarla de la gente que nos había presentado, tenerla a solas, toda para mí.
¿Ves? ¿Ves que es imposible? Escribir es mentir. Todo eso de las edades, mis cuarenta y sus veinticinco, lo pensé después. Mucho después. Pero claro, como uno cuenta desde el final, sabiéndolo todo, lo mezcla. En aquel momento no pensé nada. Ni siquiera estoy seguro de haber empezado a los cuarenta a sentirme menos joven. O sí, estoy seguro de que no. Al contrario, nunca me había sentido, ni volví a sentirme, más joven que con ella. Vivía caliente. Más que en la adolescencia, aunque de otra manera, igualmente perpetua pero con objeto. En eso pensaba. En el cuerpo de Donna. En el culo de Donna, en las piernas de Donna, en la boca de Donna, en el coño de Donna. Y jamás lo escribiría así, como te imaginarás.
Acabo de darme cuenta de que ese encuentro ni siquiera te lo había contado a vos hasta ahora. Y también de que lo conté muchas veces, de maneras diferentes, con otros nombres, y sospecho que al revés, es decir, subrayando la exaltación del enamoramiento, y no la tragedia implícita en la exasperante urgencia de posesión que lo acompaña. Que lo acompañó, al menos, en ese caso concreto. Uno de los dos, porque enamorarme, lo que se dice enamorarme, es algo que sólo se me ha dado dos veces. No sé por qué digo "sólo", si es todo un privilegio. La mayoría de la gente pasa por este mundo sin enamorarse jamás. Cree que se enamora, y actúa en consecuencia, pero no es más que por la pura química de la conservación de la especie. Se mueren sin haberlo vivido. Es un privilegio por la primavera que nos sobreviene. Por lo demás, no. Porque, bien mirado, sólo caben dos posibilidades: que la pasión se realice y, por lo tanto, muera, o que no se realice y, por lo tanto, muera. Si desemboca en amor, en serena compañía y hasta en años de buen sexo, vale la pena, pero en mi modestísima y parcial estadística, eso ocurre en una pareja de cada diez millones, y soy generoso al establecer que hay diez millones de parejas, veinte millones de personas en el mundo, que conocen la pasión. Las más veces, casi siempre, desemboca en apagamiento, derrumbe y hedor, como todos los incendios: un espectáculo feo y aburrido. Ah, pero cuando la pasión desemboca en sí misma, cuando se cierra por obra exterior o por brutal decisión, y no deviene placentera calma ni chocante aburrimiento, el dolor que deja es tan enorme y brutal que todo lo demás se olvida, se pierde, y sólo un milagroso instinto puede impedirte elegir la muerte.
Con Donna fue así. Se terminó porque lo terminé. Fracaso. Mío. No tuve la fuerza ni el valor necesarios para continuar. Tampoco fue una decisión, yo no decidí nada, ni al principio ni al final. No elegí unirme a ella ni separarme de ella. Fue el otro, el tercero, el que lo hizo todo. Digo el tercero porque habitualmente somos dos en mí, como ya sabés: yo y el que escribe los libros, que es más sabio, más sutil y más mentiroso que yo. El tercero es el que inventa los objetos de amor, supongo, y hace otras infamias menores. Se adelanta siempre, y se adelantó en este caso, porque cuando yo la vi, él ya la había construido. Bueno, al menos ésa es la teoría.
Según la teoría, alguien dentro de uno, o una porción del subconsciente, pone en otra persona sus necesidades amorosas, espirituales y carnales: crea nuestro objeto. Y fijate qué curioso: hasta aquí, yo estuve convencido de ello. ¿Cómo no lo iba a estar? Lo dijo Stendhal y vinieron a confirmarlo Freud y Jung. Hasta aquí, digo, porque a medida que te cuento, que recuento la historia sin literatura, voy entendiendo que no es así. ¿Te acordás de Unrat? ¿De Lola-Lola, el ángel azul? Emil Jannings y Marlene. Cuando él, reducido ya a la mínima expresión, vestido de payaso y apayasado ya en lo esencial, le dice a ella "mira lo que has hecho de mí", ella se asombra y responde "¿yo?, pero si yo no he hecho nada..." Y es cierto que no ha hecho nada, que todo ha sucedido en él, por él, para él, por el deseo de él. De lo cual deducimos que él la ha inventado, que Lola-Lola no es la mujer que él ama, la mujer por la que ha perdido, tanto en sentido literal como figurado, la cabeza y el corazón, que Lola-Lola es la carnadura de la imaginación del profesor degradado por el sentimiento. Unrat ha puesto su alma donde no debía. Alguien, y prefiero no arriesgar un nombre porque no es un recuerdo preciso, dijo que amar es poner lo que no se tiene donde no corresponde. Lo que no se tiene. El deseo. Pues no, yo te digo que eso también es mentira, es literatura.
Por brevedad, digamos que Donna era una puta. Una puta mendaz, de las que no osan decir su nombre. Y siempre que he vuelto sobre el asunto, he vuelto convencido de que yo había acabado por darme cuenta de eso, y por eso había roto. Porque antes de darme cuenta, había vivido con otra, inventada por mí, y por tanto perfecta. Falso. Yo no inventé nada. Me enamoré de ella porque era así. No puse nada en ella, ni la parte más luminosa de mi deseo ni la parte más oscura. Donna era mi parte más oscura, no había necesidad de nada más. Y eso fue lo que el tercero, más sabio y más sutil que yo y que el que escribe los libros, pero más sincero que cualquiera de los dos, percibió instantáneamente. Eso fue el enamoramiento: el hallazgo en otro de lo peor de mí mismo.
Tampoco. No era, no es lo peor. Eso es un juicio moral. Los relatos están llenos de juicios morales. A posteriori, como todo juicio. Mientras era, no pensé en términos de peor o mejor, malo o bueno. Mientras era, fue lo mejor que podía haberme ocurrido. Nunca había estado tan vivo. Si a algo se parece eso que lo creyentes llaman la gloria, la visión eterna e ininterrumpida de Dios, esa luz, se parece a ese estado. Excelsitud es la palabra. Claro que sin juicios morales, los relatos no tendrían sentido. O tendrían un sentido inadecuado. Se desviarían de su intención pedagógica. Para eso se cuentan cosas: para educar. ¿Pero qué pasa si viene uno y dice que el amor, nada menos que el amor, un concepto sobre el cual se han construido todas las civilizaciones, no es otra cosa que la exaltación de nuestras zonas más miserables, más condenables, más diabólicas? El amor. Un tormento, decía el viejo Engels, reclamando para él el derecho a desarrollarse en la hermosa naturaleza. Eso decía: el más noble de los tormentos humanos, por un lado, y la hermosa naturaleza, por otro. No se atrevía a más, y eso que conocía bien a su socio, que en el orden carnal era una mala bestia y un hipócrita del mayor cuidado.
Pues el amor es eso. Un anhelado y feliz contacto entre perversiones. Ésa es la celebrada fiesta de los cuerpos, en la que los cuerpos son simples instrumentos. Unos se encuentran para reproducirse, al dictado de la ley de la selva: los menos perfectos, los menos humanos. Otros se encuentran para realizar sueños hediondos, los que quieren que una mujer gorda se les mee en la boca o que un desconocido no muy limpio les desgarre el culo. Aunque te parezca una broma de mal gusto, éstos son más humanos. Otros amamos a las putas. Y terminamos por separarnos de ellas porque son unas putas. Después de todo, hemos sido educados y sabemos que lo que no debe ser no puede ser. Por eso el fracaso está inscripto en los inicios de toda pasión. Junto a lo que nos enseñaron, a nuestra cobardía para librarnos de ello y a nuestra escasa capacidad de control de lo real.
No, una idea así del amor no es tolerable. Si la toleráramos, estaríamos al borde de legitimar el canibalismo, la coprofagia o la afiliación a las juventudes hitlerianas. Aunque bien es cierto que Hannibal es un héroe de nuestro tiempo. No es sobre esa noción de lo amoroso que se construye una cultura o una civilización. Se construye sobre máximas del estilo de "mejor casarse que arder". Sobre el matrimonio tradicional, patriarcal o matriarcal, lo mismo da, sobre esa esclavitud, sobre esa sumisión a la hipocresía. Ahí no cabe realizar fantasías masturbatorias. La imaginación de la paja, en la que todo es posible, debe quedarse en lo que es. Ahí no se puede invitar a nadie a joder con tu mujer, o contigo y con tu mujer, o como quiera que sea la combinación. Sí, ya sé, hay parejas que consiguen funcionar así, pero en la clandestinidad, en las compartidas sombras de internet o en locales ad hoc, con vergüenza y solapas levantadas después de medianoche. En el espacio de lo inconfesable. ¿No será, finalmente, que lo que yo llamo pasión pertenece al orden de lo inconfesable? ¿Será que por eso es tan difícil de exponer, tiene que convertirse en literatura para ser dicho?
Donna es lo inconfesable en mi existencia. O lo fue mientras duró.
La gente habla de intimidad. Eran sabios represores los protestantes suecos que quitaron las cortinas de todas las ventanas: lo que no se puede hacer en público, tampoco se puede hacer en privado. Por una parte, uno no puede tirarse a la mujer ni al marido del prójimo o la prójima, ni quebrar el tabú del incesto violando a sus propias hijas. O a sus propios hijos, que también, o a los ajenos. No puede comerse a Caperucita, ni cebar a Hansel y Gretel. Pero, por otra parte, no puede hacerle favores al párroco, ni puede hacérselos su esposa, aunque esto entre en el libre albedrío. Tampoco cabe el sexo no reproductivo, las variantes orales, anales, manuales, capilares, ni los fetichismos: nadie se pone un liguero ni se traviste cuando toda una comunidad está mirando. Cosas que se hacen en la intimidad. Que todo el mundo hace, y viene haciendo desde tiempo inmemorial, y hará en el porvenir. Pero que son confesables. En última instancia, los violadores, los paidófilos o los exhibicionistas, los perversos corrientes, a veces revelan su intimidad, hablan de lo que les gusta, de lo que los pone, de lo que hacen con sus víctimas, o con su público, en el caso de los exhibicionistas. Pero hay una porción inconfesable, la que no se menciona jamás, y es la que tiene que ver con el placer mismo. Con el orgasmo. No con la eyaculación, que eso es cosa de calderilla y, en todo caso, de la intimidad, sino con el orgasmo, que sólo sobreviene en la pasión. Aunque la pasión parezca no pasión, aunque el otro únicamente sea la materia de realización de la imaginación de la paja, que nunca se realiza por entero, sobre todo por debilidad física.
Tal vez mi editora desee que yo reconozca, o aún más, que grite a los cuatro vientos, que el cuerpo, mi cuerpo, fue un límite. Te lo reconozco a vos. Te lo confieso porque no es inconfesable, sólo es duro. Durísimo. La tragedia de poder hacerlo todo y no poder. Ni siquiera en la exquisita plenitud de los cuarenta, cuando todavía se tienen todos los recursos y ya se ha aprendido a administrarlos del mejor modo posible: la fantasía va siempre un paso por delante. O cien. O mil.
El cuerpo tiene límites y pasa cuentas. Hijo de puta, no está a la altura. Y eso es fracaso. Ya es fracaso. Porque, y creo que esto es lo que ella no entiende cuando me pide que escriba sobre ello, el fracaso no es el final. Se viene fracasando desde el principio. Desde que se descubre que la fusión es imposible. Puede que no sea exactamente, como anoté antes, que el exceso, la vehemencia que signa la pasión, nazca de la percepción de un final irremediable. Puede que nazca de la percepción de un final inalcanzable, de una frustración renovada. La cuestión del placer y el goce. El placer como satisfacción del deseo. El goce como superación de todo deseo. O bien: la eyaculación y el orgasmo. El deseo renovado después del placer, el deseo desvanecido después del goce. Pero también el goce es efímero. Pertenece al deseo utópico, que no tiene un lugar en el cuerpo. El goce es una fantasía ensoñada, una ficción que se vive como si, durante dos minutos de la eternidad. El resto es placer, sólo placer. Y a la pasión no le basta con el placer, necesita excederlo, es en sí misma la necesidad de excederlo, y jamás se lo excede. El fracaso está en lo esencial, es una parte, la mayor, de la pasión. El deseo se agota, el aliento se pierde en el esfuerzo de la búsqueda, el desaliento se impone, uno cede a sus propios límites, pero el fracaso sigue allí, para siempre. Está desde el principio, tal vez desde antes del principio, desde antes del encuentro, en nuestra propia, endeble naturaleza, y perdura más allá de toda esperanza.
Es así en la pasión, es así en la vida. No alcanza: ni el tiempo ni las fuerzas alcanzan. El deseo es más largo que la vida. El deseo: todo aquello que uno no posee, o no es. Lo que uno no es acaba por derrotar a lo que uno es. El resultado se sabe desde siempre, pero uno acepta el desafío de todos modos y corre. Como Aquiles, consolándose con la idea de que el competidor es sólo una puta tortuga.
Eso fue Donna. Una sed.
No se apagó cuando dejamos de vernos. Sólo se apagó cuando encontré una nueva sed. Una nueva adicción. Más serena. Prorrogable en amor tranquilo con la ayuda de la edad.
Dejamos de vernos es un eufemismo, por supuesto. La dejé. O hice todo lo posible para que me dejara. En realidad, hubo dos etapas. Al final de la primera, me dejó. Pasaron dos años. Volvió. Segunda etapa. La dejé. Quise volver. Ella no quiso.
La primera fue un auténtico desastre. Puse cuanto podía poner. Abandoné el matrimonio. No una mujer, sino una forma de vida. Los hijos. Me fui. Y el mismo día en que me fui, la misma noche, que yo contaba con pasar junto a ella, me dejó. Dijo basta. Me fui a vivir a un hotel. Me sentí morir. Me deprimí. Me paralicé. Al cabo de un año, me curé. Me curó una bruja, pero ésa es otra historia. Volví a respirar, a escribir, a comer, a dormir. Siempre con sed de ella, con un vacío.
Al cabo de un año más, ella volvió.
El día en que nos conocimos, alrededor de mediodía, no nos habíamos separado. Nos fuimos a la cama al anochecer y todo mi universo, o mi punto de vista sobre el universo, cambió. La noche en que nos reencontramos, la noche del día en que ella me llamó, no esperamos a nada, nos reunimos en la cama, sin más, y mi universo desapareció, o le volví la espalda y por eso dejé de verlo. No me importaba absolutamente nada más que aquello. Comparativamente, te diría que poquísimas cosas más me importaron tanto, y que ninguna me importó más. Me avergüenza reconocerlo: se supone que soy un hombre con preocupaciones trascendentes, un intelectual ardientemente interesado en la política, en la ciencia, en la literatura. Un vocacional de la escritura. Pero nada de eso me importó nunca tanto como el cuerpo de Donna, el pelo de Donna, el olor de Donna. Y me dolió largamente, durante años, no tenerlos, y quizás aún me duela a veces. Me avergüenza, me avergonzaba ya entonces, no ser, en lo esencial, más que el amante de Donna, y me duele haber dejado de serlo. Hubo días en que me dolió horriblemente. Ahora, hace años que no regresa. Pasan meses sin que piense en ella. Me asombra no haber vuelto a encontrarla, porque seguimos viviendo cerca. Pero tampoco me encuentro con la madre de mis hijos, que está más cerca aún.
Cuando todo terminó, yo dejé de ser. Como si se me hubiera llevado el alma. Y el cuerpo, que no hizo más que buscarla a ella en otros cuerpos durante un tiempo sin medida. Sospecho que una parte de mí continúa en sus manos y es irrecuperable, pero prefiero no preguntarme cuál, ni si es pequeña o enorme, la mejor o la peor.
No hay detalles. No es una historia para contar día a día. O no hubo día a día. No sé detalles. Sólo recuerdo escenas, sin diálogo, cine erótico mudo. Y felicidad y dolor inacabables, aunque esto lo recuerde como un espectador, consciente de que son experiencias del otro que no consigo resucitar en mí. ¿Cómo escribir eso, esto?
Puedo poner que Donna era una puta sin que pasen grandes cosas. La de puta es una noción amplia. Bueno, era una mujer de muchos hombres, o una ninfómana, todo eso. Pero no, querido amigo. Era una puta quiere decir en este caso que en la mayoría de los casos cobraba. Nada vulgar: le gustaban los varones tanto como le repelían las mujeres, y lo sé bien por experiencias compartidas. Y era una verdadera artista. El que haya pagado, lo sepa o no, hizo una buena inversión.
Naturalmente, no hablaba de ello. Había creado una fábula sobre sus medios de vida, compleja y hasta interesante si uno se dejaba llevar por su relato. Eso es lo que quiero decir cuando digo que mentía constantemente, insaciablemente. Que contaba una vida que no era, y hora tras hora le iba agregando detalles. Pero no era tan buena como narradora. Se le veían las costuras. Al cabo de dos jornadas, comprendías que todo lo que te había explicado no cabía en su edad, ni siquiera en su aspecto o en su comportamiento. Y estaba lleno de incoherencias. Supongo que con el tiempo lo habrá perfeccionado.
He de confesarte que yo no necesité esas dos jornadas. Supe quién era desde el primer momento. Lo olí. No era algo que supiera explícitamente, que pudiera poner en palabras, pero lo sabía. Sabía que vivía de los hombres. Porque podía. Yo mismo, que siempre he tenido a gala no pagar por sexo, hubiera pagado con mi sangre, o con lo que ella demandara. Tuve el privilegio de no hacerlo. Sólo eso. Me lo concedió. Supe de qué vivía en la primera mirada, y en la segunda supe que mentía. Que mentir era para ella tan una forma de vida como la otra. Complementaria, inextricablemente ligada a la otra.
Si hiciera lo que mi editora pide, si me pusiera a escribir esta historia para ella, para el público, diría que no me importó nada de eso, ni el que fuera una puta ni el que mintiera. Pero la verdad, a vos te lo acepto, es que me gustó. Eso era ella, y a eso me entregué.
Nunca hablamos de su oficio. Ella me contaba aventuras sexuales, encuentros fugaces o noches inacabables. Y yo sabía que había cobrado por esas celebraciones, pero jamás se lo mencionaba, jamás preguntaba nada. Tampoco lo hice cuando empecé a conocer detalles, porque es imposible llevar dos vidas en una sin que aparezcan testigos, hijos de puta, y sobre todo hijas de puta, llenos de aparente buena voluntad que vienen y te cuentan. Incluida en la lista la persona que nos había presentado. Al final, podía haber escrito su biografía, podía haber llevado su diario. Al final. Al final, se lo dije. Tenía que decírselo, porque necesitaba una excusa ante ella y ante mí mismo para salir corriendo cuando lo que menos deseaba era salir corriendo. Pero el tercero de los que viven en mí, el mismo que la había elegido, tenía decidido que había que salir corriendo porque, si no, yo iba a morir. Tal vez, de sobredosis. Pero los dos, ella y yo, éramos conscientes de que sólo era una justificación, de que su oficio no sólo no me perturbaba, sino que me unía aún más, si cabe, a su cuerpo: del alma, no tengo nada que decir. Ni tuve nada que decir. No creo que haya guardado relación alguna con esta historia, aceptando la suposición de que exista. Es probable que el alma, en mi caso, al menos, sea esa discusión sostenida entre el que escribe los libros, el tercero y yo. Creo, sin embargo, que el tercero es carnal, es el que arriesga el cuerpo, y el que lo salva, sin dar opciones a los otros.
Dicen los padres de la iglesia católica que tiene más mérito el que se arrepiente de sus pecado que el que no peca. Una mísera coartada. Yo estoy con Spinoza, que dice que el que se arrepiente es doblemente inicuo: por aquello que haya hecho y por arrepentirse. Él no habla de pecado, felizmente. No me arrepiento de nada de lo que he vivido. Pero a menudo me hago preguntas sobre lo que no he vivido, y me asalta el temor a no haber sido lo bastante valiente. Mirá qué manera delicada de decirlo: no haber sido lo bastante valiente. Nuevamente, escribir es mentir, pero yo estoy hecho así, crea lo que crea mi editora. Para su propósito, debería haber puesto que temo haber sido un cobarde. Más: que estoy seguro de haber sido un cobarde. Por no haber continuado una vez dicho todo entre Donna y yo.
Aunque no fue exactamente así. Primero, hablé. Dije que sabía lo que sabía. Y también que no podía continuar. Después, me arrepentí. Sí, doblemente inicuo. Entonces fue ella la que dijo que no. Tres veces miserable. El tercero había resuelto huir, pero yo no quería. Ella le dio la razón, o lo que sea, a él. Era lógico, él lo había sostenido todo hasta ese punto.
El misterio, lo que sigue sin encontrar respuesta, es el por qué. De qué había que escapar. En la batalla de la carne, vence el que huye, decía San Felipe Neri. Pero no era eso, yo no tenía ni tengo propósitos místicos de ninguna clase. Racionalmente, me concedí una explicación. No te rías, por favor, de lo que te voy a decir: pensé que, si continuaba, una vez a la vista el juego que ambos llevábamos, iba a terminar de macarra. ¡Ah, Dios mío, qué vergüenza! ¡Las cosas que uno llega a pensar, realmente a pensar, cuando quiere explicarse lo inexplicable!
No lo sé, queridísimo amigo. No sé por qué se terminó Donna. No sé por qué hui. Tengo bastante claro que no empezó, que el encuentro tuvo lugar cuando lo tuvo, pero que ella siempre había estado ahí, en mi deseo, porque, si no, las dos mitades no hubiesen encajado tan perfectamente. ¿Acaso escapé cobardemente de la vida, sin más? ¿Acaso no fui hombre suficiente para sus circunstancias? ¿Acaso al revelar de viva voz lo que era real en el silencio perdí todo el poder que pudiera tener sobre ella? ¿Acaso también en esto el secreto es poder? Es lo más probable, pero, como te imaginarás, no voy a contar ese cuento.
Además, no hay cuento. O es tan idiota que no vale la pena contarlo. Un hombre de cuarenta años, casado, con hijos, conoce a una muchacha de veinticinco que vive secreta o discretamente de su cuerpo, se vuelve loco por ella, se separa, hay dos o tres idas y venidas, una depresión, mucha cama y una ruptura. Eso es todo. Una novela romántica pornográfica. Hay millones de historias así, escritas. ¿Para qué una más?
Por otra parte, he puesto que Donna era una puta. Que vivía de su cuerpo: eufemismo repugnante, casi Joaquín Belda. No he sido capaz de poner la palabra prostitución, la palabra prostituta. Términos municipales, es cierto, de ordenanza de buena conducta, como ebriedad, pero tan certeros como el que más. Eso también forma parte de mi miseria. Todavía hay cosas que no puedo nombrar, cosas que no voy a nombrar jamás. También para eso está la literatura. Para salvarnos de las injurias de la vida, decía Pavese, aunque creo que se refería exclusivamente a la poesía. Para nombrar sin nombrar, para contar sin contar.
Sólo una nota más, porque intuyo que te estoy aburriendo: echo de menos al tipo que enloqueció por Donna. No fui generoso con él, me comporté como un cerdo al volverle la espalda. A veces viene, pero sólo para hacerme reproches.
Desde luego, no pienso escribir la historia. Llamaré a esa mujer y le diré que no, que no cuente conmigo. Hay cosas que no.


Horacio Vázquez-Rial (Buenos Aires, 1947) es un escritor, periodista e historiador hispanoargentino. Militante trotskista en su juventud, hubo de exiliarse de Argentina en noviembre de 1974 ante las amenazas a su vida de la Triple A. Ajustó cuentas de forma definitiva con el progresismo tras el 11-S, y lo plasmó en su ensayo La izquierda reaccionaria. Ha publicado artículos en los diarios ABC, El País, Ya y El Mundo. Reside, en la actualidad, en España. Ha recibido, entre otros, los premios Fernando Quiñones y La Otra Orilla. Ha publicado las novelas Segundas personas (1983), El viaje español (1985), Oscuras materias de la luz (1986), Historia del Triste (1987), La libertad de Italia (1987), Territorios vigilados (1988), La reina de oros (1989), Los últimos tiempos (1991), La isla inútil (1991), Frontera sur (1994), El soldado de porcelana (1997), El maestro de los ángeles (1997), La pérdida de la razón (1999), Las leyes del pasado (2000), Las dos muertes de Gardel (2001), La capital del olvido (2004), El camino del norte (2006)

Comentarios

Luis Vea ha dicho que…
Conocí a Vázquez Rial hace bien poquito estando en un congreso sobre Literatura y Judaísmo e invitado por sus organizadores. Parecía tener mucho que decir pero apenas tuvo tiempo de decirlo.
Un saludo.
Luis Vea ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo ha dicho que…
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