DIARIO DE UN ESCRITOR

Granada, 11 de mayo de 2011
Este mes de mayo pasa tan rápido que no me entero. Con mis nuevos oficios como cartero y librero, además de chico de las mudanzas, no tengo tiempo para nada. O para casi nada. Veo Huracán Carter que, no sé por qué razón, no quise ver nunca y hoy me di cuenta de que me equivocaba. Si ayer vi un trozo de En el calor de la noche, hoy tocaba esa película de Norman Jewison, un director que no me gusta en exceso, quizá porque lo asocio a El violinista en el tejado, una película que detesto, a El caso Thomas Crown, una frivolidad espantosa, y a Hechizo de luna, una comedia romántica terrible con Cher, pero Huracán Carter, excepcionalmente, es una película notable, a ratos muy emotiva, y Denzel Washington borda su papel como boxeador condenado a cadena perpetúa por un crimen que no cometió. Ruby Carter tuvo un policía que le cogió ojeriza y ése le hundió para toda la vida. Si alguien se obsesiona por destruirte acaba consiguiéndolo. Hermosa la anécdota de ese niño negro que aprende a leer con el libro autobiográfico del boxeador y dedica luego todos sus esfuerzos en sacarlo de la cárcel. Después de la sesión de cine de la Sexta 3 (desisto de ver Conspiración de silencio, de John Sturges, a pesar de que me apetecía mucho), leo un capítulo de la novela que me ha enviado un amigo por mail, un trhiller que engancha, voy a correos con tres paquetes y me cito con una atleta sudorosa que sale de un gimnasio. Mientras agonizo en mi séptima u octava vida, perdí la cuenta, me tomo una cerveza a la que sigue otra y le hablo de Huracán Carter, y de la canción que en su honor compuso Bob Dylan, una de sus mejores. Pero no estoy para hablar. Y tampoco lo está la atleta que se queja del polen de los plátanos que agita el viento sobre su cabeza. Me haré aranés, le digo, ante su indiferencia. Cae la noche en Granada y lo hace como siempre, bajando en picado la temperatura. De ahí nuestra frialdad, de la meteorología. Miro el cielo oscuro, las farolas, mi bicicleta y mi vaso de cerveza vacío y me doy cuenta de que ya no tengo nada que decir. Regreso en bicicleta a mi apartamento, que lo es por 20 días más, tras despedirme de la atleta en una esquina próxima a la confluencia de los dos ríos que tiene la ciudad, y pedaleo entre las casetas de la Feria del Libro. Llego a casa justo para ver las últimas escenas de El resplandor, cuando Jack Nicholson arremete contra todo con su hacha, cuando ese padre enloquecido y asesino, poseído por un fantasma, se pierde en el laberinto nevado. Y me lamento de la corta vida que tuvo Kubrick, de ese biopic sobre Napoleón que dejó pendiente, y me lamento de la corta vida que todos tenemos, algunos muy corta, y la importancia que cobran, no ya los años o los meses, sino los días, las horas, los segundos cuando hace muchos años dejaste atrás el ecuador.
Granada, 9 de mayo de 2011

Disminuyen las torres de libros y aumentan los paquetes de envío en mi estafeta de correos de mi apartamento que abandono en 21 días. He sido muchas cosas en la vida, y casi todas las hice mal. Obrero de la construcción, revolucionario, fotógrafo, encuestador, estudiante, funcionario público, bancario, marido, montañero, ciclista, poeta, nunca librero hasta hoy, impelido por las circunstancias. El día es soleado pero no afecta a mi estado de ánimo, nublado. Hay que empaquetar los CD de música, los DVD y hoy me encuentro en situación de derrota, sonrepasado. Las mudanzas siempre son traumáticas. Se rompe algo y se pierden muchas cosas en ellas. Y lo que uno deja cuando abandona los sitios son trozos de tu alma que ya no vas a recuperar jamás.
Ayer vi Desayuno con diamantes, de nuevo. Es La Comedia, con mayúsculas. Dos actores guapísimos y en estado absoluto de gracia, esa angelical y sofisticada Audrey Hepburn y ese guapo mozo que era George Peppard. Una película interpretada por fantasmas de los que sólo sobrevive, de milagro, el de Mickey Rooney disfrazado de japonés. Es curioso, pero nunca vemos la misma película, porque el que se siente ante ella no es el mismo que se sentó, por ejemplo, hace cuatro años o el que lo hizo hace diez, veinte o treinta. Ayer la vi y me pareció una comedia tristísima. Capté un dramatismo en la historia que no había captado en anteriores visionados. La infelicidad absoluta de Audrey Hepburn, por ejemplo, que no vive en la realidad sino en un mundo de ilusiones que se va desmoronando cuando sus novios (o clientes, pues ella es prostituta, otra particularidad en la que no había caído en anteriores visionados) dejan de interesarse por ella, cuando despide a su marido en el autobús o cuando abre el telegrama que le comunica la muerte de su hermano. Genial la escena del guateque, en la que Blake Edwards se muestra brillante y divertido ( es el director de los guateques, de El guateque, del retrato de la Norteamérica dipsómana – en Desayuno con diamantes todos soplan más de la cuenta, a todas horas, y fuman: ¡qué inmoral resulta ahora! – que llevó a sus últimas consecuencias en Días de vino y rosas ) y maravillosa esa escena final en que la pareja, por fin, se besa bajo la lluvia con el gato por medio. Es mi comedia favorita. Una delicia. Aunque ayer la viera con infinita tristeza.
Granada, 5 de mayo de 2011
Vivo en el estado de caos de la cuenta atrás. Mi apartamento se ha convertido en una sucesión de cajas de cartón llenas hasta el límite y libros amontonados. Ese estado de transición me enerva. Mientras, hago funciones de estafeta de correos, mandando paquetes con libros a lectores que me los solicitan y me hacen un favor liberando peso de mi mudanza. Las mudanzas son traumáticas. Creo que hice diez a lo largo de la vida. Esta, creo, será la definitiva, la última. Aunque quien sabe, quizá acabe en Las Marquesas, como Stevenson. No es mal sitio. O en Birmania, que conozco. Trajinando con mis propios papeles descubro novelas antiquísimas, escritas en el año 1967, con máquina de escribir Hispano Olivetti, que debería tirar pero guardo. Hay un par sobre la guerra civil que pueden ser recuperables. Con la obsesión de empacar me olvido hoy de las películas de la Sexta 3. También de leer. Y de escribir. Hago un par de viajes a contenedores de papel, para deshacerme de unos cuantos kilos de revistas. Voy dos veces a correos para enviar paquetes de libros a lectores, fundamentalmente de La pérdida del Paraíso. Y a las nueve me tomo una cerveza con la fotógrafa onubense en un bar a orillas del Genil. ¿Está cayendo la calidad de las tapas o soy yo que me estoy volviendo excesivamente crítico? Hablo, con Onuba, entre trago y trago, de Mike Demon que pasó la frontera y se instaló durante tres años en el sur y huye, de nuevo, al norte, siguiendo la llamada de la selva, ese extraño grito telúrico que siente cuando pisa la hierba de los prados de las altas montañas. Luego Mike Demon, que se siente muy cansado, coge su bici y regresa al caótico apartamento y se sienta ante el televisor para ver y escuchar, con náuseas, los debates sobre la ejecución, ¿o habría que decir asesinato?, de Bin Laden. Mike Demon, teniendo en cuenta su catadura moral, lo aprobaría. Yo no. Dando por sentado que el líder de Al Qaeda era, ¿o es?, un sanguinario fanático, hay algunos detalles de esa operación Gerónimo que me resultan hirientes. En primer lugar dudo, por sistema, de la información oficial ofrecida, pero, aceptándola, aceptando que efectivamente comandos de los SIAL hayan abatido al terrorista más buscado en una operación relámpago, no puedo dejar de pasar por alto que, según los mismos comandos que se lo cargaron, el saudí estaba inerme por lo que pudo ser capturado para ser juzgado y se optó por eliminarlo. La información sobre la ubicación de esa casa fortaleza de Pakistán asaltada fue obtenida mediante tortura sistemática a un preso de Guantánamo, el ahogamiento simulado. Y me pregunto qué autoridad moral tenemos si actuamos como lo hacen los que perseguimos. El orador de la Casa Blanca no sólo no cierra Guantánamo sino que aprueba los métodos injustificables de su predecesor. Seguramente Bin Laden ha tenido el fin que merecía, pero se han conculcado, por el camino, buen número de derechos humanos y eso no es tolerable en un estado de derecho democrático. Pero, ¿somos democracias?

Granada, 4 de mayo de 2011

Apenas pisé la calle para comprar cuatro cosas a los chinos; al carnicero, que hoy no fumaba, una pechuga de pollo fileteada. Mañana la haré con ajo y almendra molida. No piso la calle porque ando embalando libros, metiéndolos en cajas, los que puedo, y el resto con intención de venderlos, regalarlos o lo que sea, se amontonan alrededor de mi ordenador, formando muros, o en la mesa redonda, en torres que amenazan derrumbarse. En cada mudanza uno deja cachos de sí, es inevitable. Se pierden recuerdos. Se muere uno y renace de sus cenizas, y así, una y otra vez, hasta la resurrección última tras la que no queda más que la muerte definitiva. Se van al contenedor un buen número de revistas, cuatro kilos, y con ellas historia de treinta y cinco años atrás, cuando era un joven colaborador de las revistas Playboy, Penthouse, Interviú o GQ. Y después de llenar cuatro cajas de cartón me siento en el butacón a contemplar la librería vacía y me deprimo. Con intención de deprimirme más veo Las horas, de Stephen Daldry, que proyectan en la Sexta3, pero no la disfruto por los gritos de los energúmenos que pueblan las calles de Granada cantando y gritando con motivo del Barça-Madrid. El fútbol sigue siendo el opio del pueblo, en dictadura y democracia. A la una de la madrugada, cuando ya Virginia Woolf/Nicole Kidman se ha metido en el río con los bolsillos llenos de piedras y Ed Harris se ha arrojado por la ventana, me voy a tirar dos bolsas de revistas a un contenedor de papel y, de paso, paseo por la ciudad. Hace más frío dentro de la casa que en la calle. Me detengo ante el escaparate de una librería y sigo bajando por la Acera del Darro hasta el Paseo del Violón. El Genil, con las últimas lluvias, baja crecido. Completo el círculo subiendo por San Antón, Alhamar, cruzando la calle Recogidas y entrando en mi calle por la Plaza de Gracia. Ya empiezo a conocerme las calles de la ciudad de los dos ríos, cuando me faltan, exactamente, 26 días para dejarla.
Granada, 2 de mayo de 2011
Tal día como hoy los españoles se levantaron contra los ejércitos napoleónicos. Eso trajo, mira por donde, reponer en el trono a nuestro rey más nefasto, Fernando VII. Ayer fue 1 de mayo y fue una fecha muy indicada para reencontrarme, tras años de búsqueda y captura, con mi amigo Pedro Gálvez. Mientras él comía unas pocas almejas y yo me inflaba a comer pescado rebozado, el escritor, un auténtico maestro de la novela histórica, el autor de Hypatia, fagocitada por Amenabar en Ágora, El maestro del emperador y La emperatriz de Roma, entre otras, me contaba cómo hace meses atentaron contra su vida en Munich, me daba cuenta con humor de las cuatro puñaladas que recibió, tres en el estómago, una en la espalda y otra en el cuello, del que me enseña cicatriz, que, lejos de mandarle al otro barrio lo han devuelto a éste con nuevas fuerzas, porque Gálvez, hijo de Galva, guerrillero venezolano, agente secreto en Alemania Oriental, ex miembro del PCE, parece mucho más joven y lleno de vida que la última vez que lo vi en la Semana Negra de hace cuatro o cinco años. Me alegra verlo, en tan buen estado, y vivo aunque lo visitó la muerte muy de cerca, y hablamos de literatura, al sol, en una terraza de Torre del Mar, Málaga, bajo la dulce mirada ambarina de Onuba, testigo de nuestro encuentro. Lleva tres años sin escribir, pero va a hacerlo de nuevo con una trilogía sobre la represión franquista. Yo, entre vinos, asombrándome de las pocas almejas que engulle, le regalo un ejemplar dedicado de mi novela Llueve sobre La Habana, un paseo negrocriminal por la Cuba castrista. Ayer las bombas inteligentes de la OTAN mandaron al limbo a tres nietos de Gadafi. Como soy novelista, y por escritor, empático, me puse enseguida en la piel del mandatario libio para sentir todo su dolor y su odio. ¿A cuántos libios hay que matar, a cuantos niños hay que machacar, para que no mueran más libios? Es una ecuación absurda y espantosa. Gadafi ya ha muerto con esos tres nietos aplastados por las bombas de la todopoderosa Alianza Atlántica. Loco y perplejo. Los que matan a sus familiares son los mismos que le han armado y le han dado palmadas en el hombro no hace muchos meses. ¡Qué rápidamente se pasa de amigo a enemigo! Muere Osama Bin Laden. Estados Unidos venga el 11 S ejecutándolo en su casa de Pakistán. No se molestaron en cogerlo vivo: lo frieron a tiros. Golpe maestro de su ejército a un terrorista genial. Sí, también hay genios del mal. Dicen que fue uno de los mayores terroristas del mundo. Lo dudo. Sí el más buscado, un mito que reposa en el fondo de algún mar. No voy a llorar su muerte, por supuesto, y me parece un asesino despreciable y fanático, sin duda. Un enloquecido profeta digno de una novela que quizá escriba en mi obsesión por explicar el mal que llevamos todos dentro. Pero si acudimos a las estadísticas, los muertos causados por el saudí creado por la CIA en Afganistán son muchísimos menos que los causados por el trío de las Azores de infausta memoria que siguen vivos y sin sentarse en un tribunal. ¿Cuándo los llevará un juez a La Haya?
Granada, 30 de abril de 2011
Me despierto media hora antes de que suene el reloj del móvil a las 9 y media. Me ducho. Ante la ausencia de leche y la sensación de derrota me echo a la calle. Llueve, pero no lo suficiente como para volver a subir al apartamento y coger el paraguas bilbaíno. Voy a la chocolatería de Bib Rambla, pero antes compro El País en uno de esos establecimientos sin horarios que tienen de todo un poco y nunca cierran, chinos pero sin chinos, con un argentino amable. El chocolate con churros aquí es con porras. Son mejores mis churros. Cuando me atrevía a hacerlos, antes de la gran quemada que curó milagrosamente sin apenas dejar señales en mi mano. Tampoco se me nota ya el mordisco que me dio Nick en el antebrazo, hace seis años, una cicatriz que me dolía con el cambio de tiempo, como la de la hernia inguinal. Despliego El País mientras mojo una porra cruda por dentro en el espeso chocolate. Viene jugoso. De Babelia leo el siempre magnífico artículo de Antonio Muñoz Molina. Habla de una exposición de cuadros de habitaciones con vistas, que me suena a película de James Ivory, visitada en Nueva York, una de las tres ciudades del mundo, y se extiende luego a los escritores, a la necesidad de crear en espacios cerrados y luminosos, en silencio, con puertas con pestillo. Habla de Virginia Woolf, a la que leí mucho y bien en mi lejana juventud junto a Katherine Mansfield y me quedaba transido por la sensibilidad de su prosa, femenina y compleja, de sensaciones más que de acción, reflexiva siempre y con un punto de fatalismo que llevó a la primera a las aguas gélidas de un río con la falda llena de piedras. Dejo para más adelante un largo artículo sobre Mahler, mi compositor favorito, aunque oírlo me tiente siempre al suicidio, y disfruto con un artículo de Manuel Vicent sobre John Huston, cineasta irregular, no como John Ford, pero que legó unas cuantas obras maestras, entre ellas La jungla de asfalto y Vidas rebeldes, dos de mis preferidas, cintas tan de perdedores que en la segunda murieron todos sus protagonistas en cascada, empezando por Clark Gable, siguiendo por Montgomery Clift y acabando por Marilyn Monroe. Huston tenía cara de mala persona, bordaba el papel de padre incestuoso que para él fabricó Roman Polanski en Chinatown. De Babelia, con la mitad de las porras engullidas y el local a medio llenar, me voy a las cifras escalofriantes del paro: los cinco millones. El 45% de los jóvenes no tiene empleo. Hay provincias andaluzas en las que el paro supera el 30%. ¿Por qué no dimite este gobierno de una puñetera vez y convoca elecciones para perderlas? Como era de suponer, las nefastas medidas de recorte tomadas al dictado de los mercados, el FMI y las agencias de calificación que nos miran con lupa han servido para que el paro crezca de cuatro millones a los cinco insoportables de ahora. No da crédito la banca. Pues que se nacionalice. Que se nacionalicen las cajas y se conviertan en el banco estatal. La solución es muy clara y veremos lo que se tarda en llegar a ello. Gobernados por un capitalismo sin entrañas y sin fronteras, desaparecido el freno de la Unión Soviética y la amenaza comunista, no creo que los que manejan el mundo, esos tipejos que se reúnen una vez al año en un hotel exclusivo, el club Bildebergh, que a mí me suena a la Spectra contra la que clamaba Manolo Vázquez Montalbán, cuyos juicios se echan tanto en falta ahora, nos diseñen, en unos años, una bonita guerra mundial, ¿o será global?, para que nosotros mismos eliminemos ese excedente de mano de obra parada manu militari, destruyamos a conciencia Europa y así los que sobrevivan tendrán trabajo para edificarla de nuevo. ¿Lo veré? Espero que no. Pero sí quizá Paula que va a venir a un mundo hostil y a la que habrá que proteger. Acabo mi lectura salteada del diario con las declaraciones de un personaje infame, de Alfredo Urdaci, el que pilotaba los tendenciosos telediarios de la época Aznar, el Fernando VII del XXI, acusando a la actual TVE de partidista y falta de objetividad. El comentarista de El País, de todas formas, debe de ser amnésico, porque resalta las informaciones tendenciosas que Urdaci ofreció sobre los atentados del 11M, achacándolos a ETA pese a las abrumadoras pistas que apuntaban a Al Qaeda, que es, exactamente, lo que hizo el que creíamos era el diario progresista por excelencia, el que leo excepcionalmente porque es viernes y me acompaña a la ingesta de chocolate con porras. Repasen, por favor, lo que informó El País en esa fatídica fecha, que no tiene desperdicio, que parecía que el director del rotativo madrileño era José María Aznar. Dejé de comprar el diario, desde entonces, pero lo compro los viernes, por Babelia, y no siempre. Perdió El País, para mí, toda su credibilidad que ya puse muy en duda en la primera guerra de Irak cuando afirmaba que el país gobernado por el sátrapa Sadam Hussein, que tuvo un juicio y ejecución fulminante sin que le dieran tiempo a decir quién le armó con esas armas químicas con las que gaseó a los kurdos, era una potencia militar y peligro para el mundo. Potencia en tanques de cartón piedra. En fin, perro mundo éste al que venimos no se sabe por qué, para rabiar mucho y gozar aisladamente, aunque hay pecados que llevan en si mismos su penitencia, como estoy comprobando en carne propia. Pago los cuatro euros por el chocolate y las porras y regreso a casa, pero antes paso por el supermercado de los chinos y me saluda, en la entrada, el carnicero que está fumando un pitillo bajo una lluvia que chispea. No saben los chinos que ésa es la antepenúltima vez que me ven, que el supermercado, como todo el presente, ocupará un rincón de mi memoria hasta que sea borrado, por falta de espacio, y entren otros datos, imágenes y sensaciones en mi disco duro. Compro pan, huevos, bolsas de basura gigantes para meter toda la ropa que voy a tirar, que espero sea casi toda, patatas fritas adictivas, tortas de Inés Rosales para el desayuno, un par de cartones de leche y me quedo sin comprar la media pechuga de pollo fileteada porque el carnicero sigue en el exterior, paladeando su cigarrillo. Y ya sí, con las dos bolsas de la compra, bajo la llovizna, regreso a ese apartamento que me ha acogido en estos tres años. Dejaré como legado, y por peso, unos cuantos de mis libros por si el próximo inquilino se interesa por le lectura y, de paso, por uno mismo.
Ha muerto Ernesto Sabato. 99 años. Apenas tres novelas, pero deja una huella indeleble en la literatura. Todavía recuerdo la fascinación que me produjo Sobre héroes y tumbas. Y hace cuarenta años que la leí. De todo hace tanto tiempo ya. Cada vez me gusta más El imperio del sol, una de las películas más arriesgadas de Steven Spielberg sobre la novela de J. G. Ballard, un escritor de ciencia ficción que narró su traumática experiencia en el Shangai de la invasión nipona en una novela extraña y muy autobiográfica. La pérdida de la inocencia de ese niño obligado por las circunstancias a ser adulto, un increíble Christian Bale mucho antes de convertirse en psicópata asesino en American Psycho, el extraño personaje arribista interpretado por John Malkowicz, son dos puntos a favor de esta película retorcida y emocionante que mira la guerra desde los ojos de un niño fascinado por los aviones. Una sorpresa descubrir, esta vez, a un jovencísimo, en un papel secundario, Ben Stiller. Y emocionantes las muertes de Miranda Richardson y la del pequeño kamikaze japonés y esa escena en la que los padres, al final de la película, les cuesta reconocer a su hijo después de años de separación. Como suele ocurrir, la película fracasó en la taquilla.






Vielha, 25 de abril de 2011
Descubrieron que las ensaimadas eran buenas. Se las comieron todas cuando bajé. Y había gente por todas partes en el comedor. Suerte de la camarera, que es hacendosa y simpática y ya me conoce y me reservó una mesa de la esquina. Llueve, luego hoy no iré de excursión. Y como no voy de excursión cambio de atuendo. Un pantalón más o menos elegante, más bien menos, una camisa blanca de lino muy oriental, tanto que la compré en India, y una chaqueta de verano. Mi otro yo me diría que no voy conjuntado. Me importa un carajo lo que diga. Como llueve mis visitas son urbanas. A pueblos que, a pesar de los años que llevo viniendo, no conozco. Begós, Bergós, Arró, Montcurbau, etc. Todos son tranquilos, tienen buenas vistas, parecen deshabitados, salvo por algunos perros y gatos, y crecen encaramados en las laderas. En Bergós me sale a saludar un señor perro. Señor por sus dimensiones y también por lo educado. En vez de ladrar al forastero este perro está educado para acercarse, olisquearle y colocarse a una distancia prudencial. Solo le falta darme la pata y presentarse. Me acompaña en toda la visita al pueblo. A veces me precede, como si quisiera enseñarme alguna casa, o me sigue. Se añade a mi amigo el perro otros dos, un pastor de los Pirineos, lanudo, y un pastor belga que sale de la trampilla de una puerta. Ninguno me ladra, ni me gruñe, seguramente porque voy bien acompañado por mi amigo. También encuentro un gato, pero éste me mira con desconfianza. Al final de mi recorrido turístico, antes de subir al coche, saludo a mi amigo perro con una caricia en la cabeza y el chucho se espera a que maniobre y me vaya. Un animal maravilloso, hemos congeniado al momento. Con los perros no tengo término medio: o me muerden o me adoran. Como llovizna y se acerca el mediodía nada mejor que ir a comer. Me detengo en Can Manel, en la carretera, después de Auvert. Hay mucha gente que se espera y tardan una barbaridad en darme mesa. Cuando me siento como un bárbaro, menú de excursionista. Conozco a la dueña, de vista, pero ella no se acuerda de mí. Es bajita, gorda, carece de cuello y sus brazos son cortos. Debe de ser viuda y Manel el nombre de su marido muerto. Los camareros son simpáticos, incluso demasiado. Uno, que vive en Unha, parece que quiera ligar conmigo y me toma por francés. Vacío una olla aranesa, de la que me sirvo dos platos soperos y medio, doy buena cuenta de una butifarra del Valle y sus patatas y termino con una crema catalana cuya costra de azúcar está a punto de encallarse en mi garganta. Me contaron que alguien murió por esa estupidez. ¡Qué muerte tan dulce! Salgo del restaurante con mala conciencia y el estómago lleno. Y cuando entro en el coche discuto con mi otro yo que quiere irse a dormir la siesta mientras el temerario, a pesar de que voy con chaqueta, quiere enviarme de excursión. Triunfa el temerario. Estar en el Val de Arán y no subir a mi maravilloso Coth de Baretges sería imperdonable, así es que conduzco hacia Bossost, tomo la carretera que en la rotonda de entrada indica Eth Portillon y zigzagueo por un centenar de curvas entre bosques invadidos por la niebla que les da un halo de misterio, hasta que llego a la pista. Da la sensación de que los bosques humean con esas nubes bajas que se meten entre las copas de los árboles. Podría subir en coche hasta arriba pero decido hacerlo a pie a pesar de mi atuendo urbano que rompo, en parte, cuando descubro en el coche unas botas de montaña, de los chinos de Vic, olvidadas y que son bien halladas. Puede que sea por el sobrepeso de la olla aranesa, pero tardo mucho en llegar a mi destino. Por mi camino se cruza un castor, el primero que veo por esta zona, al que no fotografío porque desaparece ladera abajo, pero es un castor, sin duda, un tipo bajo, regordete, de pelaje marrón y enorme cola, y trescientos metros más adelante un cervatillo que huye antes de que pueda enfocarlo. El único que se está quieto para que le haga una foto es un enorme sapo que a punto estoy de pisar. Cuando llego al Clot de Baretges me embarga la emoción. La última vez lo vi blanco, por la nieve: hoy está cubierto por un gigantesco manto de hierba y los picos del lado francés lucen con sus crestas nevadas. Cruzo la pradería, en donde no hay vacas ni ovejas, como en otras ocasiones, y me siento en el banco del refugio a leer. Percibo entonces el silencio. Absoluto. Inquietante. No se escucha ni el susurro de una brizna, ni el canto de un pájaro. Ese silencio impresiona. Yo solo en medio de ese páramo de hierba que se extiende hasta el horizonte. Miro las montañas nevadas, las piletas llenas de agua en donde bebe el ganado cuando pasta en el cuello de montaña, la loma de enfrente, coronada por tres árboles solitarios, la de detrás del refugio, cubierta por un tupido bosque y decido, cuando ya va de baja la temperatura, regresar sin prisas. El silencio se rompe, repentinamente, por el campanilleo de badajos en le primer tramo del descenso, antes de que alcance el bosque. Pienso que son vacas que suben. Me equivoco. Es una manada de caballos que galopa pista arriba hacia el Clot de Baretges que acabo de dejar a mi espalda y se detiene en cuanto tropieza conmigo en una curva del camino. No me han olido y su sorpresa e inquietud es mayúscula. Me echo a un lado y les hago un gesto para que sigan camino, y lo hacen nerviosos, la docena larga de caballos de carne, girando la cabeza con desconfianza en cuanto pasan por mi lado. Conozco a uno de los caballos. Sí, sí, no es broma. Lo conozco desde que es potrillo. Me llamó siempre la atención por su fealdad de rasgos. Le llamo Woody Allen para distinguirlo. Y Woody Allen trota, me mira para que le saque una instantánea y se reúne con el resto de la manada. Me alegro de que viva y que no hayan hecho filetes con él. Quizá los matarifes se apiadan de su cara, deciden que ya tiene bastante con esa jeta y lo indultan. Sigo trayecto de bajada que no parece tener fin. El cartel que hay al principio de la pista indica 2 kilómetros y medio y 50 minutos para hacerlo. Está equivocado o yo voy muy despacio: invierto dos horas. El bosque, a medida que desciendo, se oscurece. Yo capto los últimos juegos de luces del sol agonizante en las hojas de los árboles. Silban pájaros desde la espesura y yo, en un intento de interrelacionarme, silbo también y me doy cuenta de mis escasas dotes, nulas. De joven silbaba de un modo aceptable. Ahora resoplo. De todas formas algún pájaro despistado me responde. La oscuridad empieza a ser total en el último tramo del camino, cuando llego al Prat de les Bruixes, y ahora son los búhos los que ululan. El bosque impresiona. Escucho mis pisadas y de cuando en cuando me giro. No, no me sigue nadie. ¿Quién va a seguirme si no he visto a nadie subir ni bajar? Pero en un bosque, al anochecer, uno puede volverse un poco paranoico y ver sombras esconderse detrás de los troncos o en vez de rocas ver animales que le acechan en el camino. Llego casi a tientas adonde está el coche. Las nueve y cuarto de la noche. Y conduzco carretera abajo, con las luces largas, hasta la general. Llueve con ganas. Y la lluvia me acompaña hasta la misma Vielha. Creo que he quemado toda la olla aranesa, que de eso se trataba, y he cumplido subiendo al Clot de Baretges.
Vielha, 24 de abril de 2011
La tortilla de patata estaba mejor. Será que ya me he acostumbrado. Y me he concentrado directamente en las ensaimadas que nadie coge porque parecen quemadas. Salió el sol y la atmósfera está limpia. Hoy, me digo, no cantaré mucho con mi atuendo playero: pantalón corto, camiseta sin mangas, sandalias. Entro en el coche e improviso la ruta mientras salgo de Vielha. Naut Arán. Banys de Tredós. La ribera del Aiguamoig que anteayer no pude hacer en bici por las enormes placas de hielo que barraban la pista forestal. La carretera asfaltada que lleva a lo alto está horadada como un queso gruyere. El hielo destroza estas carreteras de alta montaña. Una curva da paso a otra y esa a otra, y zigzagueando voy subiendo la cota. Hay un par de curvas, cerradísimas, que se han de coger en primera. En invierno, con placas de hielo, son criminales. Corono el valle y dejo el coche en el aparcamiento. Monto en la bici. O estoy más fuerte o la pendiente es más suave. Debe de ser la pendiente. Unos caballos pastan en un prado nevado. Un potrillo que está en la pista forestal sale huyendo en cuanto me acerco. Luce el sol pero ya aparecen nubes. La pista zigzaguea por un bosque poco tupido que crece en la ribera del Aiguamoig. Paso una zona de aiguestortes, diminutas lagunas, apenas unas charcas, que se comunican unas con otras. Hay grupos de excursionistas. Pedaleo hasta el final sin paradas, una hora, con algún tramo más duro pero que corono sin dificultad. Y aparco la bici en un ensanchamiento destinado a taxis, que no hay. Una capa de varios metros de nieve cubre la prolongación que va a Valarties, la ruta circular que se frustró por esa razón anteayer. Olvidé la cadena para atar la bici en el coche. La oculto entre los árboles. No suele haber ladrones entre los montañeros. Y me dispongo a subir por una ladera la senda que conduce a los lagos de Colomers. El primer tramo es escalonado y rocoso. Las piedras están mojadas y hay que tener cuidado de no resbalar. De cuando en cuando algún tramo con nieve helada. Un grupo de excursionistas me preceden. Bajan otros. La segunda parte del camino, una vez que se hace la primera ascensión, discurre por una zona lacustre, inundada por completo, que se cruza a través de tablones establecidos como puentes sobre el agua. Hay hielo sobre algunos tablones que el sol no ha derretido. Piso con cuidado. El lago no parece muy profundo, pero seguro que debajo hay una buena capa de barro. Los excursionistas que se cruzan conmigo me miran como un bicho raro. Todos van perfectamente equipados, con botas de montaña, forros polares, gorros de lana y anoraks y yo hago ese camino prácticamente sin ropa. Un loco. Piensan y pienso. Miro el cielo. Las nubes se multiplican. Un excursionista que baja mira mis pies descalzos y me advierte que lo que queda de camino es por nieve. Soy tozudo y sigo. Hay un par de metros de nieve, pero si pongo los pies en donde los han puesto los que me han precedido consigo no hundirme. Pero empiezo a sentir el frío. Subiendo apenas resbalo, bajando será peor. Hay tramos del camino que son de barro y mis pies se hunden en él, quedan pringados, negros, por completo. Estas sandalias de coronel Tapioca están dando un resultado extraordinario. Yo parezco un anuncio de sus tiendas. Más nieve, y en pendiente. Los pies empiezan a dolerme, primero, a no sentirlos después. ¿Cuáles son los síntomas de congelación? Ni idea. Me preocupa no sentirlos. Hago un alto en una enorme roca que no está cubierta por la nieve y me saco las sandalias. Aparte de embarrados no veo que a mis pies les pase nada en particular. Ya veo la pared de la presa del lago Colomers y el refugio en su extremo. Cien metros y llego. Pero es pendiente y hay mucha nieve, mucha más que la que he tenido que soportar. Discuto conmigo mismo. Dualismo. Mi yo cerebral aboga por retirarse prudentemente. Además el cielo se ha cubierto por completo de nubes. Pero mi yo irracional tira adelante, porque sería muy frustrante no alcanzar el objetivo teniéndolo delante. Me calzo las sandalias y encaro el último tramo. Donde han pisado otros lo veo muy resbaladizo e intento subir a la pared de la presa por otro camino menos trillado, más largo pero más suave. Me equivoco, es nieve virgen y en una de las pisadas hundo la pierna hasta la rodilla y casi me dejo el pie dentro. Tomo la senda pisoteada de nieve endurecida que es hielo. Resbalo a los pocos pasos y caigo. Pero bien. Me levanto y sigo. Otra vez me duelen los pies. Acelero para alcanzar lo antes posible la pared de la presa. Y lo consigo. La vista es fantástica. El lago Colomers está completamente helado y ocupa la hondonada de un circo montañoso. Todas las picudas montañas del semicírculo, que lo rodean, están nevadas. Recorro el muro de la presa, hasta llegar al refugio, pero no entro porque no me gusta nada el color del cielo, completamente tapado por nubes oscuras que hacen que la temperatura baje de golpe. Hago fotos del lago, de las montañas que lo circundan, de un espectacular salto de agua y emprendo el descenso. Hago bien. La bajada del primer tramo nevado es criminal. Caigo tres veces pero no me hago daño. Llego a la roca en donde he estado descansando y estoy a punto de perderme porque sigo unas huellas en la nieve de un excursionista despistado. Por suerte veo que sube un grupo a mi derecha y rehago mi camino dando marcha atrás. Tengo mucho más frío bajando, no en los brazos y piernas sino en los pies. Siento como si me hirvieran y agradecen cuando en vez de nieve hay un charco embarrado. Excursionistas que suben bromean sobre mi calzado. Una mujer comenta que eso va muy bien para la circulación. Me queman los pies de frío. Un oxímoron. Es de locos ir a una montaña nevada así. Estoy loco, me dice, en el cerebro, el yo racional que ha perdido la batalla y se queja. Cuando alcanzo la zona de los tablones sobre las lagunas respiro. He dejado atrás lo peor y creo que no voy a perder los pies. Pero la temperatura baja en picado, como si fuera a nevar. El último tramo, pendiente y escalonado, lo hago rápido. Coloco bien los pies en las aristas de las rocas y no patino una sola vez. Hay que sincronizar los movimientos y tener seguridad en tu sentido del equilibrio. Es como un ballet en el que juegan papeles importantes no solo los pies, sino también las piernas, que se flexionan, y las caderas. Llego a la pista cuando empieza a lloviznar. La bici está en su sitio. Me subo a ella y emprendo el descenso. La temperatura baja de golpe y la llovizna se convierte en hielo que se me clava en la cara como alfileres. Me detengo para ponerme la chaqueta del anorak y sigo pedaleando. La sensación de frío bajando, por la velocidad de la bici, es espantosa, mucho peor que cuando hundía los pies en el camino entre la nieve. Empieza a dolerme la cabeza, las sienes. Como si tuviera un ataque de sinusitis. Me acuerdo de una novia que tuve que tenía unos dolores de cabeza espantosos. Voy frenando pero apenas tengo fuerzas en las manos y siento los dedos agarrotados, muertos. Paso a varios grupos de excursionistas que se protegen con capelinas. El barro de la pista me salpica hasta la rodilla, mancha el pantalón corto. El descenso se convierte en una pesadilla interminable y la lluvia de hielo me recuerda el título de una estupenda película de Ang Lee con Sigourney Weawer y Kevin Kline: Tormenta de hielo. Creo que estamos a bajo cero, esa es la sensación que tengo. Apenas veo el camino porque las gafas las llevo empañadas. Me abstengo de pedalear porque si lo hago el frío puede ser mortal. Y bajo frenando, rechinando los ejes de las ruedas, levantando el agua embarrada del camino. Cuando por fin alcanzo el coche tengo las manos completamente congeladas y los dedos tan hinchados que no acierto a abrirlo. Cargo la bici, como buenamente puedo, y me pongo ante el volante. Arranco y enciendo la calefacción. La próxima vez que venga al Val de Arán le diré a alguien que supervise mi maleta.
Vielha, 23 de abril de 2011 La llovizna de ayer se ha convertido hoy en lluvia a cantaros en el fondo del valle y en nieve a partir de los 1800 metros. Las montañas que rodean Vielha amanecieron nevadas exactamente hacia la mitad. Más bien espolvoreadas, lo que crea un especial cromatismo en blanco y negro. Así es que con esta lluvia y mi atuendo playero, que más de una montañera critica, hoy no me atrevo a hacer ninguna excursión. Después del poco estimulante desayuno (aunque he descubierto que unas pequeñas ensaimadas, que parecen quemadas y estar malísimas, son lo mejor de la oferta y me zampo tres) y de ver en El Periódico al reverendo norteamericano, con aspecto de ángel del infierno, que quiere quemar un Corán delante de la mezquita más grande de Estados Unidos, tomo mi paraguas, la novela Rojo Exprés, que anda algo húmeda, y voy en busca de mi coche al parking que hay donde antes estuvo el cuartel de tropas de alta montaña. Voy a circular a ver si escampa la lluvia. Vano intento. Hoy el cielo tiene el color exacto de estar lloviendo todo el día. A la salida de Vielha, en dirección Francia, cojo a una autoestopista. No suelo coger a nadie cuando voy por carretera, salvo en el Val de Arán, que acentúa mi lado samaritano. La chica que sube a mi coche tendrá unos cuarenta años, lleva el pelo largo y algo ondulado, viste de sport, tejano y cazadora, cuerpo espigado, rostro es anguloso y enormes ojos verdes. A la primera palabra que cruza conmigo, dándome las gracias por haberla cogido bajo la lluvia, y excusándose por hacer autoestop por tener su coche averiado, me doy cuenta de que no es de aquí, aunque habla un castellano perfecto. Cuando bordeamos la rotonda de Vilac y ya hemos dejado a nuestras espaldas el flamante cuartel de los Mossos de Escuadra, me aclara que es francesa, bretona, que lleva quince años viviendo en el Val de Arán y trabaja con un API. Me deshago en elogios sobre la Bretaña, le alabo los paisajes y ciudades, sus pasteles de manzana exquisitos, las ostras que son baratas, los delicados puertos fluviales, los faros batidos por el furioso oleaje del Atlántico, y no lo hago por cortesía, que también, sino porque Bretaña y Normandía son las dos regiones del país vecino que más me gustan, en donde no me importaría vivir. , me dice, mi tierra es francamente hermosa, pero los bretones siempre hemos estado postergados, postergada nuestra lengua, no como ustedes, los catalanes o los araneses, que la conservan y estudian; los bretones se sienten ninguneados por la metrópoli y, además, no son felices. ¿Por qué? pregunto. Por las mareas, me contesta. Recuerdo que cuando estuve en Bretaña me llamaron mucho la atención dos cosas: las espectaculares mareas en las que el mar trepaba por las playas con una fuerza y velocidad inauditas, y que los días fueran tan cortos: amanecía a las 9 de la mañana y a las 6 ya era de noche cerrada. Ella va a Bossost, en donde está su oficina, y yo la llevo, y mientras pasamos por una serie de poblaciones y la lluvia arrecia, le informo de algunas excursiones que puede hacer por el Val de Arán que conozco bastante mejor que ella, le revelo el secreto del Cloth de Baretges y el misterioso enclave de los lagos de Liat al lado de las minas abandonadas del mismo nombre y ella toma nota mentalmente. El trayecto da para hablar más. Le digo que escribo, que en Francia he publicado dos novelas, y anota sus títulos en una libretita que saca de su bolso, y terminamos hablando de la crisis, yo en tono panfletario, indignado. La dejo en el centro de Bossost, una de las poblaciones más afrancesadas del valle, hasta el punto que los comercios rotulan en francés, y sigo camino bajo la lluvia. Miro el cielo. Quizá pare por la tarde. Y decido que donde mejor estaré es sentado a la mesa de un restaurante, y como soy muy tradicional doy marcha atrás, regreso a Vielha y sigo la carretera por el Naut Arán que me lleva hasta Artiés. El Pollo Loco está abierto y hay gente que se espera para comer, pero cuando uno viaja solo lo pueden acomodar en cualquier parte. Como sé lo que me gusta pido lo de siempre al francés dueño del restaurante: Tallarines con queso y setas; confit de pato con compota de manzana; arroz con leche; una copa de tinto y un café. Todo por quince euros. Echo en falta a la camarera francesa de la última vez que estuve, en febrero. Y la comida, puede que por el exceso de clientela, no está tan buena como en otras ocasiones. Entre plato y plato sigo leyendo Rojo Exprés y admirando el talento literario de su autor Marcos Tarre Briceño y mirando como la lluvia mengua por la ventana del restaurante. A las cuatro apenas llueve, pero hace frío. Decido pasar por la habitación y dormir la siesta mientras prendo la tele una película de Cristo, no sé cuál, me hace el efecto de nana. Una llamada me despierta a las siete. Ya no cae una sola gota y todos los esquiadores deben de haber bajado de las pistas por lo que es el momento adecuado parta subir a ellas, y eso hago, cojo el coche y me llego hasta Baqueira Beret, tomo unas cuantas fotos del alto valle cubierto por la nieve, de los picos nevados que emergen entre mares de nubes, y tirito de frío, porque la temperatura ronda los 0 grados y ni mi ropa ni mi calzado es la adecuada. ¿Por qué me dejé mi forro polar, carajo? Cuando llego al hotel miro el telediario y de él saco dos buenas informaciones: el libro más vendido por Sant Jordi es Indígnate, una buena señal que hace prever que sus miles de lectores se indignarán y saldrán a la calle, y Montxo Armendáriz estrena su próximo film dentro de una semana. En unos minutos, a las 00,00, será el cumpleaños de Leticia Darro y quiero ser el primero en felicitarla. Y, mientras, veo, con intermitencias, El camino de los ingleses que prueba que Antonio Banderas se comporta mucho mejor detrás de la cámara que delante.

Este Sant Jordi mis libros en Librería Negra y Criminal, en la calle La Sal número 5 de la Barceloneta, y frente al mercado de la Boquería de Las Ramblas, como todos los años.

TU CORAZÓN, IDOIA (Corona Borealis, 2011). Una novela sobre ETA contada por un etarra.
MAREA DE SANGRE (Erein, 2010) Una historia de corrupción y crímenes ambientada en la Costa Brava
LA FRONTERA SUR (Almuzara, 2010) Una novela violenta y adictiva situada en la frontera más peligrosa del mundo, la que separa Estados Unidos de México.
LA MUJER ÍGNEA Y OTROS RELATOS OSCUROS (Neverland, 2010) La recopilación de mis relatos premiados, un paseo por mi corpus literario.
Vielha, 22 de abril de 2011
Alguien me dijo ayer que los Husa no se distinguen por la exquisitez de sus manjares, y acertó. No me pude resarcir con el desayuno de no haber cenado la noche anterior. El zumo de naranja, malo; los huevos revueltos, sin mantequilla ni aceite; la tortilla de patata, sin cebolla; el croissant, del siglo pasado; el café con leche, achicoria con leche. Así es que me voy, saliendo del hotel, con pantalón corto, camiseta de Negra y Criminal, chaqueta de chándal, sandalias de Coronel Tapioca y mochila con cámara de fotos y novela de Marcos Tarre Briceño, al Eroski que hay a la salida de Vielha, y como entro con hambre al supermercado compro muchas cosas para la excursión de hoy: zumos de naranja, gazpachos, ibéricos, queso en láminas y lo mejor, unas delicias de almendra que no engañan: son deliciosas y llevan almendras. El día está gris, desapacible, las nubes coronan las cimas de los picos nevados, pero me da igual. Estoy hecho para el frío. Me dirijo en coche hasta Artiés y tomo la pista forestal hacia la Restanca que serpentea por Valartiés. A la entrada de un puente me encuentro con una prohibición: prohibido circular desde el 1 de setiembre hasta el 30 de marzo. Bien, me digo, estamos a 22 de abril. Paso. Cuando termina el puente me encuentro con otro disco: prohibido circular desde el 1 de abril al 31 de julio. Parece una broma, pero en la montaña me vuelvo extremadamente civilizado y obediente y reculo marcha atrás por el puente y aparco el coche junto a una caseta de información del Parc Nacional de Aiguestortes en donde no hay nadie. Y me monto en la bici. Ir solo por la montaña sólo ofrece ventajas: cuando te cansas, te paras; cuando quieres hacer fotos, te bajas de la bici; cuando te hartas de ir en la bici, o tu corazón es el que se harta y te sale por la boca, desmontas y sigues a pie. No tienes que demostrar nada a nadie, y menos a uno mismo. Según asciendo, en bici o andando, según me da, arrecia el mal tiempo. El bosque que atravieso, de pino negro, me resguarda de las rachas de viento helado, pero cuando llego al primer valle, que me ofrece una vista extraordinaria del picudo Montarto (¿monte alto en andaluz?) la bajada de la temperatura me obliga a ponerme la chaqueta del chándal. Hago una primera parada en una cabaña de pastores cerrada, me tomo un trago de zumo de naranja, bastante mejor que el del desayuno del Husa, y me propongo comer una de esas delicias de almendras, que finalmente acaban siendo tres: realmente son deliciosas y aditivas. Y luego, para descansar y aprovechar una hilacha de sol que se filtra entre dos nubes muy negras, leo un capítulo de Rojo Exprés de mi amigo Marcos Tarre Briceño sentado en un banco de piedra. Llevo años leyendo libros de amigos. No es una queja, porque son muy buenos. Repuesto y con nuevas fuerzas sigo mi ascenso con la bici de montaña por una cuesta pedregosa que me obliga a desmontar en tres ocasiones, para admirar el paisaje, me engaño. No confío mucho en las fotos de hoy. Me falla la luz con tanta nube. Y me tiembla el pulso con el frío. Estoy pasando hoy mucho más frío que en invierno, cuando hice mis excursiones por la nieve. Claro que entonces iba abrigado y ahora voy casi en traje de baño. ¿Por qué no cogí mi forro polar? Mientras pedaleo monte arriba, con la intención, según las fuerzas, de hacer una ruta circular por montañas que me llevará al valle vecino, me acercará al refugi de Colomers y luego, siguiendo el río Aiguamog, hasta Salardú y de allí a Artiés, una excursión larga que he hecho alguna vez cuando estaba en buena forma, perfilo un artículo que quiero escribir sobre la estafa mundial de la crisis financiera, la nueva esclavitud de este siglo en la que los esclavos, para comodidad de sus negreros, se pagan el pasaje y hasta se endeudan de por vida y trabajan gratis hasta el fin de sus días, y la desmovilización de la clase obrera a la que han engañado diciéndole que son accionistas (para perder en Bolsa lo que otros ganen) y son propietarios (de las casas que les están embargando). Ya no precisan de policías: con las hipotecas tienen más que suficiente para silenciarlos. Pues vaya tema, me digo, mientras pedaleo entre hermosos bosques de abetos, prados destrozados por las pezuñas de los jabalíes, que haberlos haylos aunque no se dejen ver, por suerte, y cursos de agua borboteante que surge de entre las rocas. A trancas y barrancas, con la cabeza en la izquierda, alcanzo el refugio en donde voy a descansar y que ya conozco de otras ocasiones. Deslizo el cerrojo de la puerta metálica y entro. Está muy limpio por dentro. Hay una mesa, con papel de periódico como mantel, y dos sillas decentes; una de las paredes forma un banco de piedra largo, en el que caben dos sacos de dormir; tiene una buena chimenea, que estoy tentado de encender para combatir el frio de mis pies y piernas, y una alacena en donde hay botellas de aceite, agua, cerillas, sal, un vino abierto del 2002 que será vinagre, todo lo que han ido dejando los civilizados excursionistas que me han precedido. Sentado a la mesa estoy tentado de llamar al camarero. Bueno, yo soy el camarero y cocinero. Me hago un bocadillo, me tomo la mitad del tetrabrick de gazpacho, me como cuatro delicias más de almendras, doy un trago al zumo de naranja y sigo leyendo fuera, porque dentro la luz es escasa, las aventuras de Gumersindo Pérez, el héroe policial de la novela de mi amigo Marcos. ¿No encontraste un nombre mejor? Entre comida y lectura dejo pasar una hora. Luego tomo la bici, cierro el refugio, lo dejo en las mismas condiciones en que lo he encontrado, y sigo camino para coronar un puerto y descender luego por el valle vecino. Empieza a lloviznar. No creo que lo haga más fuerte. Con los muchos años que llevo haciendo excursiones por esta zona sé cuándo se prepara una tormenta y un diluvio gordo, y el cielo no tiene ese aspecto. Pero el agua empieza a mojarme el pelo, a calarme el chándal y mojarme los pies, lo que es un incordio. Cuando tropiezo con una enorme placa de hielo en el camino, que me impide proseguirlo (no quiero perder mis pies por congelación, ni irme al vacío por un resbalón) casi me alegro, porque hacer esa excursión circular iba a ser muy duro. Así es que agradeciendo que esa enorme capa de nieve se haya helado y me impida seguir, doy media vuelta, pero antes de llegar al refugio en donde he comido y descansado tomo un camino que sale a la derecha e indica Pruedo. ¿Un pueblo? No me suena. ¿Un lago? Tampoco. El camino es húmedo, muy húmedo. Las frecuentes hondonadas están rellenas de agua y en una de ellas, más profunda de lo que había calculado, la bici se hunde tanto que, ante el riesgo de perder el equilibrio, hundo mi pie derecho en la charca. A eso la lluvia sigue. Y yo, más tozudo que ella, también. Al cabo de cuatro kilómetros de charcas el camino se convierte en senda y decido aparcar la bici junto a un tronco abatido. Con este tiempo y en estos andurriales las posibilidades de que me la roben son tantas como que me toque la lotería. La senda me engancha, está muy bien trazada, se abre paso a través de enormes bloques de piedra, discurre por una cornisa de una montaña cortada a pico y cruza unas cuantas tarteras. Algunos de los bloques de piedra son gigantescos. Y sigue lloviendo, con un poco más de fuerza, y yo andando por el fango. El Plan de Morán, un valle profundo entre Artiés y Salardú, lo tengo a mis pies. Hay un instante en que hasta veo mi coche de juguete aparcado y distingo la serpenteante pista que hice a primera hora de la mañana. Y sigo andando y andando, hasta que me doy cuenta de que ese camino no se va a acabar nunca, de que llueve demasiado y de que tengo que desandar todo lo que he hecho para recuperar la bici. Y de regreso es cuando veo al primer mamífero de la jornada: una vistosa ardilla de pelaje muy oscuro que casi se confunde con las ramas del árbol por el que trepa. Le hago unas cuantas fotos con mi cámara empapada en agua. La bici sigue apoyada en el tronco caído y de regreso decido esquivar todos los charcos porque ya tengo bien mojados los pies. Me detengo otra vez en el refugio, que ya va siendo como mi segunda casa, descorro el cerrojo, me siento a su mesa y me como tres delicias más de almendra, que además engordan. Bueno, no estoy gordo, así es que puedo permitírmelo. Y me leo otro capítulo de Rojo Exprés acompañado de unos cuantos sorbos de zumo de naranja. El descenso, a las 6 de la tarde, es a tumba abierta, excelente y poco tranquilizadora expresión. Todo lo que he subido entre resoplidos y taquicardias lo bajo ahora en una exhalación y con los frenos rechinando. Según pierdo altura la temperatura sube, por fortuna. Y ya en el último tramo, cuando me quedan apenas mil metros para llegar al aparcamiento en donde tengo mi coche, me cruzo con un cervatillo despistado que, lejos de huir, se me queda mirando. Tan excitado estoy por hacerle fotos, que no salen, y tan apresuradamente me acerco, que lo espanto montaña arriba, que me tuerzo el dedo meñique del pie y miedo tengo de habérmelo roto. Cuando llego al parking alguien, sin duda cabreado por la segunda prohibición del puente, ha abatido, con buen criterio, la señal absurda que impide circular en estas fechas. Alcanzo el coche, cargo la bici y me examino: un par de heridas en la pierna que no sé ni cuándo ni cómo me las he hecho. Un dolor persistente en ese dedo meñique. ¿Tendrán que cortármelo? Bueno, tampoco es tan útil. ¿Por qué pienso en que me tendrán que cortar ese dedo que me duele? Por la secuestrada de Rojo Exprés, a la que le cortan el dedo índice de la mano y se lo envían a su padre. Todo tiene explicación. Literaria. Entro en el hotel y lo primero que hago al acceder a la 205, la habitación estrecha con balconcito y plasma mini, es darme un baño de agua caliente. Me tumbo en la bañera y abro el grifo. Dejo que se llene conmigo dentro. Sigo leyendo la novela de Marcos Tarre Briceño hasta que me entra una agradable somnolencia y decido dejarla en el suelo ante el temor de que se caiga dentro del agua. Sí, creo que voy a echar un sueñecito. Aunque hace meses vi un documental truculento de una pareja que se quedaba dormida en una bañera y se ahogaba. Aquellos habían bebido. Yo solo he bebido gazpacho y zumo de naranja. Se me cierran los ojos. Y sueño. Y hasta ronco, y cuando me oigo roncar es cuando me despierto y salgo. A dormir a la cama.
Vielha, 21 de abril de 2011
Después de comer (arroz negro, fricandó y mouse de chocolate) con el director de El Bosque y haberle hecho entrega de las llaves del apartamento de la madre de Paula, he cogido el coche y me he ido al Val de Arán. El viaje, de cuatro horas escasas, me ha parecido corto. La plana de Lleida estaba inusualmente verde, cubierta por mares de hierba alta que indicaban que había llovido mucho esta primavera. No he visto los habituales maizales transgénicos que suelen abundar por la zona; quizá no sea la época y los campos se hallen en barbecho. Pasando por Balaguer, que hace años dejó de oler a comida digerida y evacuada, me acompaña el Requiem de Mozart que consigo sintonizar y me dura casi hasta las estribaciones del Pirineo. Escuchando esa genial composición el viaje se hace más corto, no me entero de las curvas encadenadas del pantano que precede a Pont de Suert. Conducir me relaja. Me gusta comprobar la gradación del paisaje, el paso de la llanura a la montaña, la altura cada vez mayor de estas, el nacimiento de espesas zonas boscosas, los árboles reflejados en el agua tersa de los pantanos, los saltos de agua que abundan según me acerco a mi destino. Y pienso, mientras conduzco y disfruto del paisaje con la ventanilla abierta para aspirar un aire fragante y fresco. Muchas veces, en estos trayectos, se me ocurren ideas, perfilo algún relato que luego, con el ordenador abierto, escribo. Esta vez no. Los pensamientos son muy privados, una auténtica introspección, un repaso a mi vida. Cuando avisto Vielha me sorprende la gente que veo por sus calles y la cantidad de coches que fuerzan una circulación lenta al paso por la ciudad. No había caído que estamos en plena Semana Santa y se ha producido la desbandada general. He reservado una habitación en un Husa de Vielha, el Riu Nere Baracauba, justo al lado del arriu Nere que baja crecido por el deshielo de las montañas y cruza la capital del Val de Arán para confluir con el Garona. He cogido el hotel por precio: 50 euros al día con desayuno. La habitación es estrecha, tiene un pequeño plasma, un diminuto balcón y desde él se ven las cimas del Puerto de Vielha, la imponente barrera de roca cubierta por nieves perpetúas que traspasa el túnel del mismo nombre. Doy un paseo antes de dormir. Y venzo todas las tentaciones de meterme en un restaurante y cenar. Decido finalmente que no, que me iré a dormir a la cama con el estómago vacío y ya me resarciré con el bufet libre del desayuno. Y además ese exceso de gente tan alegre, de familias con sus niños, grupos de amigos y parejas de enamorados cogidos de la mano harían más sangrante la soledad al corredor de fondo.
Barcelona, 20 de abril de 2011
La fiesta de inauguración de la terraza de Verónica Vilasanjuán es todo un acontecimiento social, indica la llegada del buen tiempo y quien no esté invitado a ella hará todo lo posible para que eso no suceda el año que viene. Por suerte me llegó la invitación con días de antelación y ése es el motivo por el que prolongo mi estancia en Barcelona, pero antes de acudir me bajo al centro, en mi vieja bici que, proporcionalmente, tiene más años que yo, y quedo para comer con un cineasta en el restaurante de la Librería Laie, que es un sitio que recomiendo, la librería, por supuesto, y el restaurante que, por muy módico precio, te da en el menú del día canelones, de los buenos, crujientes, bien rellenos de carne y con abundante salsa bechamel, filete de ternera tierno con puré de manzana y exquisito arroz con leche, además de bebida. Hablo de cine, con el cineasta, de su próxima película que estrenará en unos meses, y del caótico e injusto mundo que nos toca vivir. Nos indignamos y nos prometemos asistir a esa macromanifestación del 14 de mayo para decir bien alto que ya estamos hartos. A las ocho y media, con mi bici, acudo a la fiesta de Verónica. En la terraza de su ático hay unos cuantos plasmas. La excusa es ver el partido Barça Madrid, pero el motivo principal es reunirnos unos cuantos amigos, pasarlo bien, beber moderadamente y comer, al menos yo, sin freno, porque los bocadillos de butifarra que trajo Marta Areny estaban riquísimos, y la ensaimada mallorquina que trajo no me acuerdo quien, mejor todavía. Éramos casi treinta personas, y un par de perros muy comedidos. Y había un niño. Algunos se pintaron en la frente los colores de guerra del equipo blaugrana. Y antes del partido crucé palabras con Andreu Martín, el único escritor de la reunión, que me habló de su próxima novela sobre mafias chinas en Barcelona, que pinta muy bien, me hizo algunas confidencias sobre turbios asuntos policiales, que me dejaron boquiabierto, y se mostró, él que es tan optimista, desolado con el panorama social y solo esperanzado de que a él lo peor de esta crisis, que mucho tememos sea la vuelta al fascismo, ya no le coja entre los vivos. Pero pasamos al partido, que fue tenso, porque el Barça, y eso que yo no tengo ni idea de futbol, porque no me gusta, porque sólo vi cuatro partidos en mi vida, jugó fatal en la primera parte, lo hizo bien en la segunda, con muchas ocasiones de gol perdidas, y volvió a jugar mal en los treinta minutos de desempate, por lo que se mereció perder ante el Real Madrid, algo que desoló a mucho y alegró a Fernando, el único madridista de la reunión con el que, cuando todos marcharon, estuve de charla hasta casi las tres de la madrugada, ron por medio, hablando de La Pastora, el personaje hermafrodita que ha novelado Alicia Giménez Barlett, pero anteriormente Manolo Villar Raso, sobre el poeta Marcos Ana, de cuya vida Almodóvar hará película, sobre el maquis comunista, sobre la ocupación del Valle de Arán, en donde estaré en muy poquito tiempo. Y a las tres y media regresaba a casa de la futura madre de Paula, o ya es la madre de Paula, porque Paula existe, la palpé bajo ese vientre abombado, para echar un sueño, que fue profundo después de haber libado cuatro cervezas, tres copas de vino, una de cava y el roncito de final de día.

Bellcaire, 19 de abril de 2011
Tengo una cita con unos viejos amigos. Lo de viejos no es por la edad, madura, sino por conocernos desde cuarenta años atrás. Salgo a la una menos cuarto del mediodía de Barcelona creyendo que llegaré a las dos, justo para darme un baño en Cala Mongó y localizar la roca en donde suelen extender las toallas mis anfitriones. Pero llegar a esta población del Alt Ampurdá ha resultado laborioso, una especie de gynkama con toda clase de obstáculos por el camino. Claro que la culpa, en parte, ha sido mía. En vez de coger desde un principio la AP7 desde Barcelona he coqueteado con la NII, una infame carretera que corre paralela a la costa, pasa por todas las poblaciones y coge todos los semáforos en rojo, por lo que he decidido pasarme a una Autopista de peaje, la C32, o 33, hasta que se terminó, y pasarme de nuevo a la NII y perderme por ella. El día estaba gris, desapacible, como corresponde a Semana Santa, porque ya es un clásico de todos los años. Ponga usted la Semana Santa en Agosto y le lloverá y le hará frío. En las proximidades de Girona, la NII se convierte en un escaparate de sexo en carretera. Cada curva está punteada por una silla de plástico, a veces por una sombrilla y botellines de agua y kits higiénicos. Las dispensadoras de placer pagado esperan a sus clientes sentadas; otras, aburridas, cruzan palabras entre ellas. Alguna se mete en el interior del coche de un cliente que se detiene en una pista de tierra paralela. Buena parte de las chicas lleva minifalda. Hay una que se esconde entre la maleza. Otra, fuma, nerviosa y observa de forma arisca a los conductores que pasan. Las hay guapas. Jóvenes. Casi todas extranjeras: latinas y rumanas. Rubias, morenas. Se sitúan a unos cien metros unas de otras, para no hacerse la competencia, delimitando su territorio con esas sillas de plástico blanco. En breve, el flamante conceller Felip Puig las retirará de las carreteras. Es más una cuestión estética mientras sigue, en la sociedad, el debate entre regularización, cuando su comercio sea ejercido sin presiones, o abolición. Dejo ese supermercado sórdido del sexo a mis espaldas y confluyo, finalmente, en la AP7. Pago el peaje y voy a 80 Km/h a causa de obras que duran siglos y kilómetros. Los carriles se estrechan tanto que adelantar un camión se convierte en operación de riesgo. Y pago por eso. Me irrito. Entre los 110 km/h, los radares que crecen como hongos y las obras, conducir en coche se convierte en suplicio de Tántalo. Habrá que volver al caballo y al carruaje. Llego a Bellcaire casi al mismo tiempo que mis amigos de la playa de Cala Mongó, las tres de la tarde. Comemos fuera, en la terraza del apartamento que tiene ella. Fideúa y vino Martin Codax. Las conversaciones van de lo sentimental a lo político y se añade, a ellas y a la comida, la hija de mi anfitriona. Es una muchacha locuaz y vitalista; un vistoso tatuaje luce en su hombro. Cuando tomamos café sale el sol y nos da de lleno. Mi amigo, el más antiguo que conservo, se refugia bajo las alas de su sombrero panamá de 9 euros y sus gafas de sol. Arreglamos un poco el mundo, pero con desgana. Ya ni nos indignamos de lo indignados que andamos siempre. Yo jugueteo con un caracol que tiene la concha algo maltrecha. Me divierte tocar sus cuernos retráctiles. Lo dejo a salvo de las pisadas, sobre un muro encalado y comida abundante entre las hojas de las muchas plantas que tiene mi amiga. A media tarde paseamos por el pueblo, irrealmente tranquilo cuando a pocos kilómetros, en La Escala y en L’Estartit, debe de reinar el bullicio de la Semana Santa. Allí sólo se escuchan los pájaros y el ladrido de algún perro. Hay un viejo castillo, que conserva el foso y dos toscos torreones, y una ermita románica del siglo X. Unos carteles en la carretera indican que un barrio de Bellcaire se llama La Bollería, pero unos pasos más adelante, cuando se acaba éste, señala otro nombre: La Ovellería. Parecido fonético pero significado distinto. No se coordinaron a la hora de poner los carteles informativos del nombre del lugar. Tampoco parece que ese error del nomenclátor les quite el sueño. No se indignan, pasan. Todos pasamos. Una pista de tierra nos lleva hasta un barrio aún más extraño, un antiguo camping de caravanas reconvertidas en casas adosadas a las mismas. Me recuerda a la América profunda. Las casas de ese barrio son todas ilegales y se construyeron aprovechando el resquicio que les ofrecía el antiguo camping; por eso tienen luz, y agua, aunque no desagües. De ahí que los propietarios conserven las caravanas, muchas de ellas inservibles, con las ruedas desinfladas, cubiertas por la maleza, en sus jardines. Por si les derriban las casas volver a ellas e ir a plantarlas a otra parte. De momento es una habitación más de las viviendas, el cuarto de los invitados. De regreso a la casa escuchamos cómo se comunican dos cucú que descansan sobre los cables del tendido eléctrico. No puc, dice uno a otro, razón por la que Josep Plá dijo que eran los pájaros más vagos del mundo. Leo El Viejo Topo mientras la anfitriona se coloca el mandilón y vuelve a cocinar. La casa es pequeña, pero da buenas vibraciones, quizá por los muchos cuadros que cubren sus paredes y ella pinta. Música barroca de ambiente. Un artículo de Jorge Vestrynge, el antaño delfín de Fraga Iribarne reconvertido a la ultraizquierda, habla del declive americano: 100 millones de obesos y 250 millones de armas. Un 1% de su población entre rejas. Cenamos una tortilla de ajos tiernos y espárragos trigueros y tiene lugar una conversación surrealista a la que asisto impávido. Un buen argumento para un relato, o quizá una novela. Una amiga de la muchacha del tatuaje en el hombro, que llega justo a la hora de la cena, y que busca urgentemente un muchacho que la haga madre según nos cuenta. No es un SOS sexual, ni sentimental, sino simplemente biológico. La fuerza ciega del instinto reproductor contra el reloj biológico. Para la actividad placentera del sexo la amiga de la hija de mi amiga no tiene problemas, pero cuando ella les manifiesta sus intenciones se produce una desbandada de su cama. Y quiere ser madre. Y sería muy triste que lo fuera por inseminación artificial. Me parece estar asistiendo a una escena de una película de Woody Allen, quizá Poderosa Afrodita. Paladeo una última copa de Martín Codax y mi mente toma nota para un futuro relato o novela. De humor. La amiga de la chica del tatuaje en el hombro ya ha efectuado varios casting de pretendientes; los cita a todos a una determinada hora en una cafetería, habla con ellos, los evalúa y escoge al mejor para que la insemine. Pero debe gustarle. Lo quiere alto, guapo. Y si le gusta y se enamora, mejor. Lo malo es que para que se produzca el embarazo, o lo bueno, es que hacen falta varios encuentros sexuales y tenga un semen en condiciones, algo que no abunda. Maneja esa chica desconocida, pero que me gustaría conocer, una lista de pretendientes y se la consulta a su madre. Quizá debería atarlos a la cama, sugiero, inmovilizarnos mientras les extrae a sus víctimas el preciado semen con sus artimañas corporales, así no hay marcha atrás, ni preservativo que valga. No me acabo de creer la historia, pero la muchacha del tatuaje en el hombro me confirma que todo es muy cierto, que su amiga está angustiada porque sabe que si no tiene ese hijo ahora, a los treinta y cinco años, no podrá tenerlo más tarde. Yo no me postulo. Ya fui padre y seguro que la calidad de mi semen está por los suelos. Buscamos a ese posible padre del hijo que quiere tener la amiga de la hija de mi amiga. Se hace tarde. Las once y media de la noche y me quedan un par de horas por una autopista en obras y llena de radares. Besos de despedida a las chicas y apretón de manos a mi amigo. Y cojo el coche, con sueño, deseando llegar a Barcelona. Pienso por el camino en esa mujer ansiosa por ser madre.
Barcelona, 18 de abril de 2011 Pedaleando por la Diagonal, hacia el anochecer, ayer, una mujer se arrebujaba dentro de su abundante ropa para sobrevivir en su banco vivienda. A su alrededor unos cuantos carritos de supermercado llenos hasta los topes con bolsas llenas, seguramente, de nada. La obsesión de tener algo los que nada tienen me desconcierta. Los hay que coleccionan perros, y en ellos buscan el cariño que les falta de las personas, pero abundan los que se rodean con carros de supermercado repletos de bolsas de nada. Bolsa y Banco. Más sensibilizado desde que vi Inside Job. Un segundo sin techo, este joven, de la edad de mi hijo, aun no muy deteriorado, por lo que cabe colegir que le han embargado la casa hace una semana, prepara su cama en el interior de un banco, el Bilbao Vizcaya, de la Avenida de las Corts. Hoy lo he visto en el mismo banco, ya echado sobre su lecho de cartones, pobre y tan cerca del dinero que almacena el cajero y que le sacaría del apuro si vomitara sus billetes en un acto de justicia. Creo que la banca, en general, está ofreciendo su desinteresada ayuda asistencial a los que ha dejado en la calle con una mano delante y otra detrás. Para que luego digan que el capital no tiene corazón y no agradece las generosas aportaciones de ese joven que les ha donado su prestación social y esa mujer que tiene al cielo por techo, todo un lujo, para que ellos sigan con su ingeniería financiera. Tarde de fotos. La cita es en Verdi Park y la fotógrafa, argentina , con un marcado acento porteño a pesar de llevar viviendo acá veinticinco años. Alguien que me hizo unas fotos, cuando tenía un cuarto de siglo menos y aspecto de ejecutivo que iba a zamparse el mundo. Los años, curiosamente, me han dado una pátina más contracultural. Mi cabeza es mucho más de izquierdas que entonces. Algo bueno tiene madurar: te convierte en un radical. Buscamos escenarios del barrio de Gracia, mi barrio, mi tierra, mi patria, porque somos de donde pasamos nuestra niñez y de las calles en las que jugamos, y hallamos un barecito en una plaza empedrada y unas paredes desconchadas de una esquina que pueden servir como fondo. He aprendido, en estos años, a mirar a la cámara y ella me obliga a abrir los ojos, sabedora de la tendencia que tengo a cerrarlos. Tras nuestra jornada de trabajo, ella como fotógrafo y yo como modelo, nos sentamos a charlar en el Café Salambó ante una taza de café y un té. Con la fotógrafa argentina me he visto en cinco ocasiones: una, veinticinco años atrás en uno de los pisos en donde viví, posando con un perro de cartón que sobrevivió al de verdad que luego tuve; y los otros cuatro encuentros tuvieron lugar en Negra y Criminal, con mejillones y vinos de por medio. El sorbido del café y del té en el café de Pedro Zarraluki, que se va llenando, se prolonga, para desespero de los camareros, cuatro horas y nuestra conversación se convierte en una sesión terapéutica en los dos sentidos, y eso que yo siempre rehusé visitar a un psicoanalista. Siempre fui buen escuchador y eso imagino que ayudó a mis novelas, a sus diálogos, pero a partir de los cincuenta empecé también a hablar. Lo que me cuenta de su vida, que yo ya intuía, da para cinco o seis novelas, todas dramáticas. Lo mío es mucho menor, una frivolidad. Pero cuando me escucha, mirándome con sus sabios ojos verdes, me cita una película: Herida. Y no puedo estar más de acuerdo. Barcelona, 17 de abril de 2011Resaca de ese pre Sant Jordi que montó el comisario Paco Camarasa ayer en Negra y Criminal que, a estas alturas, uno no sabe si es un club o una librería. Día soleado. Una mesa en la calle, para que los escritores descansaran de su esfuerzo firmando libros, vasos de vemut, excelentes patatas fritas y los míticos mejillones sin los que estos sábados no serían lo que son. Siempre me alegra encontrarme con colegas. Estaban allí Andreu Martin, Jordi Sierra i Fabra, Leo Coyote, Carlos Zanón, José Vaccaro Ruiz, Cristina Fallarás, Javier Calvo y Raúl Argemí, y me encontré con buenos lectores, que siempre son amigos: Ramón Cabrera Naveiras, con el que siempre me quedo corto hablando y con las ganas de invitarle a una cerveza y hablar de Hierro; mi paisana Celia Santos, que es hermosa, sana, cariñosa y simpática; Susana Villafañe, la que mejor fotografía mis libros y a quien los escribe; el pintor Juan Luis Quintana, a quien reencuentro después de 40 años de ausencia convertido en un tipo cosmopolita que se ha pasado media vida viviendo por USA; Vicente Roselló, cuya presencia, por inesperada, me emociona; Santi, el viejo camarada de la barricada con el que siempre sueño con un mundo mejor; Yahaira, La Maja Negra, que seguro escribo mal y mira que es hermoso ese nombre venezolano…y luego nos vamos a tomar una paella y unos vinos a la Barceloneta, y más tarde terminamos con mojitos frente a la silueta del Hotel Vela, brindando por una mañana soleada y un atardecer bellísimo aunque fresco. Luego unos se van a ver el partido y yo me retiro a mi guarida en donde extraño a Paula y a la madre de Paula. Cogí la bicicleta y no sé dónde acabé. Barcelona se me quedó pequeña, pedaleando por todo el litoral marítimo en cuyas playas no cabía un alfiler, y llegué hasta Sant Adriá del Besós. Y seguí por la ribera del río, que antes era una cloaca inmunda, convertida ahora en un parque fluvial muy cuidado. Las ciudades mejoran, no las personas, con los años. Creo que hice veinticinco kilómetros, o más, así que cuando llegué al restaurante, en la Barceloneta, devoré el menú: el gazpacho, excelente; los calamares en su tinta con arroz, discretos; y la mel i mató del postre, claramente mejorable. Y como ando últimamente algo masoquista me fui a sufrir al Yelmo Icaria con la película “Inside Job”. Ver las caras de los delincuentes globales, saber que no sólo no han dado con sus huesos en la cárcel sino que han sido todos ellos, todos, rehabilitados de nuevo en sus puestos para que repitan la hazaña, y saber que nosotros les hemos pagado sus veinte o treinta apartamentos de lujo, sus cinco o seis yates de cuarenta metros de eslora, como el de la foto que está anclado en el muelle del Forum, las rayas de coca que se han metido por la nariz o las prostitutas de lujo que se han beneficiado, y que lo volverán a hacer otra vez todo a nuestras expensas, provoca un acceso de ira, sobre todo hacia nosotros, hacia mí, hacia mi vecino de butaca. Simplificando, porque detrás de toda esa ingeniería financiera, las subprimes, los hedge fund y la madre que lo parió, no hay más que ingeniería trilera: les damos nuestros ahorros a esa gentuza de guante blanco, ellos se lo gastan en sus farras particulares, se compran más casas de las que ya tienen, ponen cien ceros más a sus cuentas corrientes en paraísos fiscales y el resto lo tiran Dios sabe dónde, con lo que hacen quebrar sus bancos y nosotros les volvemos a dar más dinero para que repongan el dinero que ellos han robado y los ponemos a ellos, una vez más, a gestionarlo para que vuelvan a metérselo en el bolsillo, ése, el del rescate de sus entidades financieras, y el que, como idiotas, seguiremos ingresando en sus reflotados bancos. Merecemos, por cretinos, que nos roben una y mil veces. Siempre opino que tenemos lo que nos merecemos.

Comentarios

Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Vaya reunión estupenda con tantos amigos, qué bien. Lo de la bici, ojalá yo me atreviera, pero desde la última vez hace unos 15 años o así que me dio una lipotimia prefiero otros deportes más tranquilos como mus o billar, jeje. He oído hablar de esa peli que dices y por lo que veo merece la pena. Un abrazo.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias, Paco. La bici y yo somos inseparables. Puse un comentario en tu post, que me pareció maravilloso, de tu blog en el que hablabas de tu barrio pero algo debí hacer mal porque se borró. Además de felicitarte, porque estaba escrito con el corazón, y esas cosas se notan, te animaba a novelizar todos esos recuerdos de barrio de los que podría salir una novela negra subgénero quinqui. Todos esos rebeldes sin causa terminaron mal por la heroína, la cárcel o la policía. Hay buenas muestras de ese tipo de cine quinqui (Deprisa, deprisa, de Saura, El Pico, de Eloy de la Iglesia, Perros callejeros de José Antonio de La Loma) pero faltan novelas. Así es que te animo a escribirla, si es que no lo has hecho ya.
Un abrazo
Sí, esa película vale la pena verla para cabrearte un poco más.
Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Vi tu comentario en mi blog. No es que se borrara, jaja, es que al final moderé los comentarios por unas experiencias desagradables, y no se ven hasta que no autorizo. Gracias por el comentario. Yo también vi todas esas pelis y hace poco hubo en Madrid una exposición de todo aquel cine. Lo más llamativo es que la mayoría de los actores estaban muertos. En una novela que tengo escrita, sin ser la trama central mi barrio, sí que doy unas pinceladas del mismo. Pero quizá un día debería hacer una novela centrada en el barrio, sí. Todo se andará. Un abrazo.
Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Vaya tela lo de la chica que quiere ser madre. Desde luego que da para un relato e incluso una novela. Casi puedo visualizar tu perplejidad escuchando esa delirante historia mientras tomabas el vino, vaya tela. Un abrazo.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pero fíjate, Paco, que si nos ponemos en su piel, y como novelistas estamos obligados a hacerlo, lo entendemos. Una chica que tiene 35 años, cuyo ciclo biológico para tener un niño, se agota, y que tiene ese deseo muy natural en las mujeres. La inseminación artificial es terrible. ¿Cómo vas a decir a tu hijo que salió de una probeta con semen de quién sabe? De un encuentro, aunque sólo sea sexual, vale. Se engendra con placer, hasta quizá con un poco de amor, y eso seguro que el niño lo agradece, Pero lo difícil es encontrar alguien que quiera ser padre tan fácilmente.
Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Ciertamente, ellas tienen la opción de ser madres, pero hace falta un padre. Si yo fuera mujer, en última instancia recurriría a un banco de semen, pero solo como última opción. Aunque también te puede apetecer ser madre sin necesidad de tener pareja, en cuyo caso, a ver cómo convences a un tío para que sea "donante" casual. Una conocida mía eligió a un "macho" rubio con ojos azules y se lo tiró diciendo que tomaba anticonceptivos. Luego le reclamó la paternidad y él pasó, puesto que se sentía engañado. En fin, en cualquier caso es complicado. Y para un relato el desenlace puede ser cualquiera.
Anónimo ha dicho que…
Mi madre siempre me decía "no se puede ser mujer a ningún precio", y yo no entendía. Más tarde las feministas me explicaron muchas cosas y fui entendiendo. Pero, más allá de teorías y patriarcados, hay un hecho incontestable: las mujeres tienen un límite para la maternidad mientras que los hombres pueden esperar hasta la eternidad...y eso es un rollo. Una vive su vida, liga, se enamora, se lia, se deslia, y, de repente, ¡zas!, la fecha de caducidad está a la vuelta de la esquina, y...?? Jolín, mi madre tenía razón!! O sea que, menos filosofía y a ver si alguien encuentra un padre para la amiga de la hija de tu amiga.

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