DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 10 de abril de 2012
Hoy debería estar en San Sebastián, pero no me moví de mi casa salvo para ir a la oficina de correos de Vielha al mediodía, quince minutos antes de que cerraran. No me moví de mi casa porque estuvo lloviendo todo el día, con un breve intervalo de sol, un rayito, que aproveché para sacar a secar las sábanas recién lavadas de mis huéspedes. Así que apenas pisé la calle, ni el campo, porque ya lo pisé ayer cuando me aventuré, a pie, por una pista forestal (la pista más forestal que uno pueda conocer) que subía por un monte y no conducía a ninguna parte, moría en medio del bosque. Una pista forestal, como su nombre indica, para que entren y salgan de ella los camiones con los troncos cortados. Y esa excursión de ayer la hice, por la tarde, con un sol sensacional, parándome en cada grueso tronco que veía derrumbado en los márgenes del camino para sentarme y leer la divertida novela de Alicia Estopiña Merlot. Me senté sobre tres troncos de árbol talados, y cómodos, y sobre una roca que me ofreció un asiento porque tenía respaldo: total cuarenta páginas de soleada lectura en un silencio absoluto sólo interrumpido por el piar de los pájaros y el vuelo rasante de un halcón cuya sombra me sobresaltó. Por eso, quedarme hoy en casa quedó sobradamente compensado por las cuatro horas que ayer a la tarde estuve paseando por estos montes. Pero no fui a San Sebastián hoy.
Ayer empezó mi vida rutinaria, a medias. Todavía quedaba gente de vacaciones. Y restos de los festejos de estos días: una pasarela, por la que desfilaron las modelos locales luciendo las últimas creaciones de una firma de costura y sobre la que bailaron sevillanas y entonaron la Salve Rociera. Extraño lugar Arán, libre de sardanas y barretinas, más andaluz que catalán y con gotas de vasco, supermercados que se llaman Madrid, socios del Real Madrid orgullosos de serlo, apellidos España en cada núcleo de población y ausencia de senyeras. Pero vino gente de fuera al pueblo, y, algunos, poco recomendables según estuve escuchando. La gente habla fuerte. Y yo escucho, aunque no quiera, aunque parezca absorto en el nivel de mi cerveza y en las malas noticias que me trae el diario. A mis espaldas cuatro tipos hablaban de accidentes mientras sus mujeres asentían a todo lo que decían. Hablaban de accidentes de tráfico. De qué hacer si atropellaban a alguien por la carretera. Quizá alguien había muerto arrollado en la carretera días atrás y eso les daba pie. Todos hablaban de lo que les complicaría la vida ese tipo de accidente aunque no llevaran una gota de alcohol en el estómago. Todos, los cuatro, estaban de acuerdo en no parar y dejar al herido en la cuneta, muriéndose. Uno, más bestia, por si el herido sobrevivía y podía identificar el coche que lo había arrollado, abogaba por bajarse y tirarlo al río. Hablaban de hipótesis, imagino, sí, pero era lo que pensaban y me ponían los pelos de punta. Acabé la cerveza, me levanté y, entonces, los pude mirar. Pinta de bárbaros, de esos que pueden apalizar a alguien hasta la muerte porque les miró mal o les pisó inadvertidamente un pie. Bárbaros que trasplantados a la exYugoslavia cometerían sin pestañear todas las atrocidades posibles. Con el asentimiento de sus mujeres. Pero a lo que iba. A la lluvia persistente de hoy, que cubría de gotas todas las ventanas de la casa vacía, y a que ni salí de casa a comprar El País ni fui a San Sebastián. Así es que, después de una comida sencilla (judías verdes con patatas; un híbrido extraño entre gallo y lenguado que rebocé y freí; rodajas de mango) me eché un rato en la cama, a dormir, a soñar, me levanté a media tarde, escribí un rato sin muchas ganas, contesté unos cuantos mails subidos de tono, y que yo subí más si eso era posible, lo que resultaba muy difícil, y bajé a la cocina a hacer un pastel bretón. A la hora cuajó perfectamente, subió, gracias a la levadura, quedó esponjoso y lo mejoré con una buena capa de azúcar glas: será mi desayuno de mañana. Aunque ése no es exactamente el pastel que yo quería hacer y comer, el pastel bretón al que me aficioné en Bretaña en uno de los viajes de mi sexta vida y cuya receta pediré a Mademoiselle Bonnaire, a la que he visto cuatro horas escasas desde que empezó 2012. Y como bajó la temperatura, encendí la estufa de leña por la noche, y, para tener un motivo para estar allí, junto al hipnótico fuego, sin hacer nada, vi el divertido DVD Entre copas y reí un buen rato, aunque no tanto como con Ostras para Dimitri, la última novela de mi amigo Juan Bas que acabé días atrás y es una sucesión imparable de hilarantes barbaridades.
Quizá sustituya San Sebastián por Santander. Las distancias nunca me importaron si la recompensa lo merece. Y lo merece, me digo, sin duda lo merece.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Oiga ese pastel no se explica, se comparte hombre , se comparte¡¡

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