DIARIO DE UN ESCRITOR

Madrid, 15 de abril de 2012

El día de la República lo celebramos con la rotura de cadera del Rey. El Rey, lisiado, antes o después de cazar un elefante, fue una imagen más que gráfica de la decadencia y obsolescencia de la monarquía a la que lleva tiempo creciéndole los enanos. Quizá, por esa razón, nos reunimos unos cuantos, pocos, en una especie de catacumba de un ruidoso pub irlandés para hablar del libro de mi tía. No hablamos, claro, o sí, aunque no del libro de mi tía, aunque también, sino sobre todo de la ocurrencia de la editorial de celebrar semejante encuentro en lugar tan sórdido, quizá, como apuntó alguien, una antigua checa. Las cervezas negras, espesas, que se escanciaban del grifo en la barra poegajosa, me llevaron al Dublín de Joyce. Departí con mi homónimo más homónimo posible, José Luis Muñoz, sobre el cine español en coma, más cuando el doctor Wert está a su cuidado para cortar los tubos que lo mantienen aún con vida. Terminamos la jornada en familia, estrictamente, cenando en un restaurante del barrio de Malasaña, nombre terrible, y haciendo chascarrillos a cuenta del patoso monarca y marcas de whisky que conoce.
Hoy, cuando me levanté, a pocos pasos de la Plaza Castilla, las nubes de lluvia habían marchado, lucía un cielo límpido y soplaba un aire fresco. Siguiendo Bravo Murillo, calle que no conocía, Peter Brother, un inglés erudito que se mueve bien por Madrid y conoce todos sus museos, me llevó, después de una larga caminata de hora y media, a la casa museo del marqués de…, aquí me falla la memoria (pero Google me la refresca: Museo Cerralbo, calle Ventura Rodríguez 17), un general carlistón que vivía como lo que era, en un lujoso palacete con dos alas: verano e invierno. Tenía el prócer un buen número de bustos romanos desnarigados de patricios, en los jardines y en las escaleras interiores que de la planta baja subían a la de los aposentos; pendía de la alta claraboya, que iluminaba ese espacio, una enorme y pesada araña. Tenía tal cantidad de obras de arte entre cuadros (Tizianos, Tintoretos, Zurbaranes, Grecos, Veroneses) jarrones de porcelana de Sevres y chinos, y armas (armaduras enteras, yelmos, capacetes, mandobles aserrados para partir sarracenos por la mitad y de un solo tajo, espadas, sables, puñales, mosquetes, ballestas, lanzas, picas, revólveres) y tal cantidad de espejos en las paredes que algunos lienzos, ¡oh sacrilegio!, estaban anclados en el techo por falta de espacio. Pero quizá lo más impresionante de ese conjunto de riqueza ostentosa y ambición desmedida, era su regio comedor, presidido por una mesa de madera noble y centelleante con las paredes repletas de bodegones, y una exquisita sala de baile, con su bóveda pintada con murales exquisitos, palco para músicos, divanes, para que descansaran sus cuerpos los cansados bailarines, y paredes cubiertas de espejos que multiplicaban hasta el infinito el salón y sus detalles. Cerrando los ojos podía uno extasiarse con las evoluciones de los bailarines que, por aquel suelo de brillante madera, habrían pasado; creí ver a damas de estrecha cintura con rostros velados y empolvados, graciosas pecas sobre las comisuras de los labios y bustos comprimidos emergiendo por sus escotes, cuchicheando entre sí a golpe rítmico de abanico, y a uniformados aristócratas intercambiando entre sí gestas bélicas mientras arrastraban sus sables por el suelo y contaban sus condecoraciones que cubrían la tela azul de sus casacas. Creí reconocer en ese palacio el escenario de algunas películas de época, quizá de Volaverunt de Bigas Luna. Cerraba el paseo por esa época pretérita, mi viaje en el tiempo, una fotografía sepia del carlistón, cuyo fantasma debe pasear por palacio cuando la última visita haya salido, con su jovencísima esposa, veinte años menos que el barbado personaje, una mujer extraordinariamente bella y delicada.
Seguimos nuestro paseo incansable por el Majerit de escasos vestigios musulmanes (la afición por el ladrillo y un minúsculo resto descarnado de la muralla árabe), pasamos por delante del Palacio Real y entramos en La Almudena, la espantosa catedral neogótica con pinturas neorrománicas y fachada neobarroca atestada de feligreses, y cruzamos luego el puente de Segovia, del que nadie ya se arroja por sus mamparas antibalas que frustran todo atisbo de suicidio. La próxima parada de ese itinerario cultural por un Madrid hasta ahora, para mí, inédito, fue la iglesia de San Francisco. Me llamó la atención su ascética fachada barroca con rectas columnas, frontispicios rasos y hornacinas vacías de estatuas, en contraste con el ornamentado interior del templo cuya cúpula parecía abrirse de un momento a otro al cielo. Paseamos por la iglesia, mientras los feligreses dominicales recibían la eucaristía de manos del sacerdote y una acólita, deteniéndonos en los altares laterales, admirando las ciclópeas esculturas de los apóstoles que nos miraban desde lo alto de sus pedestales.
Nos entró hambre después de esa caminata de tres horas y de tanta belleza vista, así es que, después de admirar la sierra nevada y el bosque de la Casa de Campo desde un mirador barrido por viento gélido con aroma de nieve, comprobar, apesadumbrados, que la mítica librería Fuentetaja cerró sus puertas, víctima, una más, de la crisis, fuimos, pasando por Sol, al Barrio de Las Letras y nos aposentamos a la mesa de Domine Cabra, restaurante de trato exquisito y excelente comida. Berenjenas rellenas de carne picada, bañadas en salsa de pimiento rojo; maigret de pato con compota de manzana, mouse de chocolate, dos cervezas Mahou mientras escuchaba a Peter Brother desgranar detalles de su viaje a la Polinesia, a bordo del Aranui, que duró tres meses y me produjo envidia.
Como, al parecer, no habíamos andado lo suficiente, seguimos nuestro paseo por la Castellana. A esa de las cinco me separé de mi cicerone cultural y entré en el Café Gijón. Ni rastro de Valle Inclán, ni siquiera de Camilo José Cela o Fernando Fernán Gómez. Busqué la mesa más esquinada, que estaba libre, tomé asiento junto a ella y leí el diario mientras un uniformado camarero me traía un café. A las seis y cinco, como parte de mis rutinas ya establecidas en la capital del reino, llegó la dama que esperaba, un personaje que parecía salido del palacio de la mañana. Hoy no llevaba trenzas sino que su negro cabello, azabache, pendía, salvaje, a ambos lados de su rostro enigmático. Llevaba los labios pintados con rojo carmín; vestía un vestido de una pieza con falda acampanada, deliciosamente kistch, que una chaquetilla de punto oscuro ceñía al busto. Pidió un café con leche mientras yo, sediento, una tónica. Se había prometido a sí misma ser menos locuaz que la vez anterior, pero no lo consiguió. Hablamos de alcoholes diversos, de su afición por el vodka y las catas que hace, como complemento etílico a su aprendizaje de ruso y su posible establecimiento en el imperio de Putin, un hijo de puta al que sigue admirando esta sorprendente veinteañera que se parece a Rachel Weisz y tiene un toque perverso; le hablé yo de ese Madrid recorrido por la mañana y que ella no conocía; me habló ella de una relación que mantiene, de forma intermitente, con Russell Crowe, ese actor australiano con pinta de bestia que es un actor excelente y recala, para verla, en la capital de España cuando sus rodajes se lo permiten; me preguntó por Anita Pallenberg y le confesé lo muy ilusionado que estaba con esa relación pese a la diferencia de idioma y su, no siempre, accesibilidad; hablamos luego de Anonymus y de lo que a ella le gustaría emular al personaje, colocarse la máscara y colgar de los puentes de Londres a unos cuantos banqueros; hablamos de Camboya, mi futuro inmediato, y de Berlín, ciudad en la que había estado; me confesó el nulo interés, por su parte, de aprender el catalán; le hablé del sorprendente hallazgo de mi relato Marero, después de haberlo perdido; repasé, con ella, todas las películas que no había visto, por, esa fue su razón, ser muy joven, todos los libros que aún no había leído, por la misma razón; me confesó que estaba plantando acelgas, berenjenas…Y así estuvimos hablando, amigablemente, la que, para los uniformados camareros de blanco del Café Gijón, bien podría ser mi nieta, y yo, al que reprochaba la Dama del Fuego mis densos silencios, para dar paso a los ángeles, y mis miradas perdidas en el infinito. La observé, las dos veces que cruzó el café, para dirigirse al baño, el suave balanceo de sus caderas esquivando mesas y sillas; le dije, cuando se sentó, lo muy hermosa que era, lo seductora de su enigmática mirada, y ella sonrió, halagada, confesando lo que agradecían sus oídos los piropos. Primavera e invierno.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Amónimo (Homónimo 2º) Dijo:

Desde hace mas de yanomeacuerdo años, de vez en cuando hago (o mejor dicho hacía) un paseo por Madrid muy muy precido al que cuentas. Bravo Murillo abajo, Tetuan, Cutrocaminos, Rio Rosas, Los Bulevares, San Bernardo,Plazaespaña, Jardines de Sabatini, El Palacio Real (La Almudena no, eso ya es demasiado) y la comida en Casa Ciriaco (al Dómine Cabra ya no llegamos a comer). Así que la lectura de tu paseo me ha inundado de nostalgia. Demasiado nostalgia, ya que una de las personas con las que he hecho el paseo desde Tetuan, ya no puede, y la otra, ya no quiere. Menos mal que me queda una, maravillosa, con la que re-inventar el paseo.

¡Cuidate!
Anónimo ha dicho que…
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