DIARIO DE UN ESCRITOR
Gijón, 13 de julio 2012
Más tarde Julio y yo, porque Juan Bas tomó su
autobús hacia Bilbao, nos dejamos secuestrar amablemente por nuestros amigos
asturianos Meli y José Manuel. Tomar sidrinas (sin ñ, Meli, que ya me has
corregido) en su compañía y disfrutar de su conversación fue un premio extra de esta
Semana Negra que no esperábamos. Meli y José Manuel (que me hizo una foto
maravillosa que ha sustituido a la que tenía en mi perfil) son una pareja
atípica. Gente del pueblo, en la mejor acepción de la palabra, extraordinariamente
cultos, lectores apasionados, solidarios y concienciados, llevan más de treinta
años de feliz matrimonio y seguramente morirán el uno en brazos del otro porque
se lo merecen y se adoran. Meli, pequeña, vivaracha, hiperactiva, habla,
gesticula, se mueve. José Manuel, alto y corpulento, amplio bigote y delgada
perilla, habla de forma pausada con un marcado acento gallego poniendo el
pronombre tras el verbo (levánteme, comíme, bebíme..) y es un tipo que destila
nobleza y bonhomía; he de agradecerle que hiciera un alto en su lectura del
Ulises de James Joyce para abordar Patpong Road. Seguro que lo disfrutará más.
Tras cinco botellas de sidrina bien bebida y
acompañada de pinchos de tortilla y de jamón (beber de un solo trago, sin
respirar, dejando un culín para “lavar” el vaso), nos invitaron a comer a un
restaurante del centro. Ensalada, pescado acompañado de un exquisito puré de
patata y una refinada tarta de naranja. La conversación, con la ayuda de un
tinto, deriva del mundo del lujo hacia el sexo, de Romy Schneider e Ives Saint
Laurent al punto G, los orgasmos vaginales y clitóricos y las extraños
comportamientos sexuales de los japoneses. De camino hacia la Semana Negra, por
un Gijón removido por el viento y con el cielo encapotado, Meli y yo nos
centramos en la muerte, en el suicidio asistido cuando la mente diga que la
vida ya no merece vivirse. Un puñado de somníferos, me dice ella. Recostarse
contra un árbol en un paisaje nevado, sugiero.Actúa Cristina Fallarás. La escritora de la melena pelirroja, que unió su vida al pibe Raúl Argemí, está eufórica tras el premio Hammeth ganado con Las niñas perdidas. Sentados a una mesa de la carpa de encuentros, los cuatros damos cuenta de unas cervezas. El viento que agita la lona se añade al rumor de la feria exterior. Después de que Agustín Fernández Mallo presente su libro Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, título que debería recibir un premio, y nos explique cómo le impactó la imagen de Carolina de Mónaco acudiendo sola a la boda del príncipe mientras Ernesto de Hannover daba cuenta del contenido del mueble bar del hotel, nos alzamos y nos separamos: los amigos asturianos van a su casa, no muy lejos de esos viejos y destartalados astilleros del puerto de Gijón en donde acampa la Semana Negra con sus libros y feriantes; nosotros a La Iglesiona, a por nuestra ración de huevos fritos.
Sentados en la terraza del restaurante seguimos hablando de
muerte. Yo de los muertitos de México, de la sangre que me quedó entre los
dedos después de pasar las páginas del libro de Sanjuana Martínez La frontera
del narco, de esas granjas en donde los hombres y mujeres, cazados en la
frontera, como meros animales, esperan a ser descuartizados para surtir de
vísceras frescas a las clínicas sin escrúpulos del otro lado: pasarán
troceados, pero nunca enteros, a ese paraíso ficticio que es USA. Julio de esos
tipos que, supuestamente, pagan una cifra millonaria para satisfacer su deseo
insano de asesinar con sus propias manos a una víctima inocente que previamente
las mafias secuestran en Rumanía, argumento que recoge una película titulada
Hostel. Con mis natillas con galleta (no hay manera de comerse un arroz con
leche este año) y su yogur, entre cucharadas y el salero del gaditano Rafael
Marín, que quiere dejar el cielo nublado del norte y sudar en el sur de su
Habana sin negritos, filosofamos sobre la bestia humana, esa que es capaz de
llevarse por delante a media humanidad si Se puede, como apuntó ayer Andreu
Martin intentado analizar la saña de los cárteles mexicanos; de los talibanes,
de los iluminados jemeres rojos de Pol Pot, de las purgas estalinistas, de
Adolfo Hitler cuyo Meim Kamp se reedita con éxito, de las matanzas de la
exYugoslavia, del millón de muertos de nuestra guerra. Estamos en la Semana
Negra y esto sigue.
Ya en la cama del pequeño hotel Miramar, me llega el murmullo
continuo de la calle, el coro de esos miles de noctámbulos, jóvenes en su mayoría,
sin trabajo, que se lanzan al ocio desbocado porque el viernes toca, mientras
puedan sus padres y abuelos pagarles las copas. ¿Cuándo empezarán a arder las
ciudades?
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