DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán 23 de
septiembre de 2012
Empieza el otoño.
Un vendaval de aire caliente lo anuncia. La tormenta tropical que equivocó su
dirección y, en vez de irse al Caribe, llega a este valle en forma de viento
racheado. Me dedico a leer buena parte del día. De la tarde, debería decir. Lo
que cuenta Mario Vargas Llosa de Esperanza Aguirre en un artículo en El País en
el que tilda a la lideresa de la nueva Juana de Arco, hoguera incluida. Cada
vez detesto más al Mario Vargas Llosa articulista del que hace tiempo no leo un
buen artículo. Y tengo pendiente, además, El sueño del celta, que no acaba de
convencerme. Decir, en un párrafo del artículo, que otra cosa hubiera sido si Espe
presidiera el gobierno de la nación me parece un despropósito ridículo. Bien
está que el autor de Conversación en la catedral, novela que no he leído a
pesar de las recomendaciones de Atram, sea muy amigo de la lideresa, pero de
ahí a santificarla va un largo trecho. Me leo todo el diario, por la tarde,
mientras espero al padre argentino de El camarero que lee a Thomas Mann en la
terraza del pueblo. Leo también EPS, hasta un artículo sobre Salman Rushdie,
para nada santo de mi devoción, un reportaje sobre Cite Soleil, ese barrio
turbulento y negro, en todos los sentidos, de Puerto Príncipe, y una magnífica
entrevista que le hacen a Jean Rochefort, un anciano encantador y un actor
inmenso en algunas películas, El marido de la peluquera, por ejemplo, y que
llega de la mano de Fernando Trueba con película nueva. No me parece nada
inspirado el artículo de Javier Marías. Y mientras devoro diario y revista
dominicales, el viento arrecia en la terraza del bar del pueblo, el cielo se
cubre y la cerveza mengua sobre la mesa. Tañen las campanas a difuntos (el
cuarto habitante del pueblo que muere desde que yo estoy en él) cuando aparece
por una esquina el amigo argentino y toma asiento a mi lado, camisa azul a
cuadros y planchado tejano, excusándose por la tardanza
─ Las mujeres que se
fueron a patinar y a comprar, y cuando compran no tienen límite.
Asiento. Estoy de
acuerdo. El hombre ya compra antes de entrar en una tienda de ropa, ya elige el
traje del escaparate y sale con él sin probárselo ni comparar con otros. Somos
diferentes. El toma una coca-cola mientras yo doy cuenta de otra cerveza y un
plato de calamares que mi compañero de mesa no toca. Hablamos. O habla él,
puesto que es argentino y no puedo, ni lo intento, competir con su labia.
Hablamos de cuando coincidimos, aunque sin conocernos, en la revista Playboy
dirigida por Luis Vigil, José Luis Córdoba y Julio Murillo. Él era director de
arte, el que diseñaba la publicación de Hugh Heffner, pero también lo era de
Lui y un montón de revistas. Hablamos de Argentina, de la que tuvo que huir
cuando los milicos comenzaron su reinado de horror y quemaron hasta El
principito de Saint Exupery. De colegas argentinos a los que en algún momento
tratamos: Guillermo Orsi, el recién desaparecido Horacio Vázquez Rial, Horacio
Altuna, el genial dibujante de las viñetas eróticas de Playboy, Raúl Argemí,
Héctor Chimirri. Me habla del Buenos Aires que dejó, con sus espectaculares
librerías adonde la gente iba a leer y algunos compraban, regentadas por
libreros que eran profesionales apasionados en lo suyo. Le pregunto, porque eso
hago siempre que encuentro a un argentino, que me hable de esa cosa
inexplicable que es el peronismo, y me alumbra con alguna idea que me saca un
poco de mi opacidad con respecto a Juan Domingo Perón y Evita. La lluvia, que
empieza, nos lleva adentro del bar, a acodarnos una barra junto a unas fotos
africanas en blanco y negro por las que siempre sentí admiración. Con el ruido del fondo del televisor, que me
hace alzar la voz, le hablo de algunas delirantes experiencias ciclistas que
tuve subiendo al Portillón, de mis excursiones por la montaña, de mis fotos, de
mis libros, de la querencia latinoamericana de mi literatura, un misterio
inextricable, de mi afición fotográfica y mis viajes por medio mundo, de mi
nieta, mientras revolotean a nuestro alrededor sus nietas, se presenta su
esposa, su hija, se añade a la conversación El camarero que lee a Thomas Mann y
pensamos que el mundo es pequeño porque en este pueblo apartado de Arán nos
reencontramos quienes en su momento no se conocieron y sí lo hacen ahora,
treinta años después, para hablar de sus guerras perdidas, sí, perdidas todas,
de sus batallas, a corazón abierto.─ ¿Qué años tenés?─ pregunto, argentinando, cuando ya marcho y voy a mojarme por las calles empedradas los doscientos metros que dista el bar de mi casa.
─ Setenta y uno─me dice, orgulloso, con un brillo en la mirada.
Si con diez años más voy a estar así me doy con un canto en los dientes. Estrecho su mano, regreso a casa, ceno un chorizo zamorano picante y adictivo, regalo de una amiga; bebo un gazpacho cruzado con zumo de apio; frío dos huevos frescos de las gallinas y me retiro a la cama, cansado por el ejercicio matinal y la siesta que no hice, a refugiarme bajo el edredón nórdico de mi séptima vida que me acompaña en la octava.
Empieza la berrea.
O es que un ciervo se adelanta a los suyos y entona su concierto nocturno
provocando los ladridos de todos los canes de la zona. Y llueve con fuerza. Truena y relampaguea. Otoño, sin duda.
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Tu Vikinga.