LITERATURA / MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA, DE LUCIA BERLIN
MANUAL PARA
MUJERES DE LA LIMPIEZA
Lucia Berlin
Alfaguara nos trae una
pequeña joya de algo más de 400 páginas, una epifanía del relato corto, género
denostado por las editoriales, titulada Manual para mujeres de la limpieza.
Descubrimos a Lucia Berlin, porque
hasta ahora esta escritora norteamericana (Juneau, 1936-Marina del Rey, 2004) de vida
azarosa y físico sofisticado (la foto de solapa del libro hace que la confunda
con Suzanne Pleshette, solo que Lucia Berlin es incluso más guapa e
interesante, o era, o es, puesto que los escritores tienen el don de la
inmortalidad y nunca mueren, y por eso siempre se habla de ellos en presente)
era una absoluta desconocida entre nosotros.
Desconfío, por sistema, de
los descubrimientos literarios, incluso de los post-mortem. Desconfío de los
éxitos que vienen impuestos desde fuera, por las leyes del mercado que imperan
en la literatura, como en el cine, como en la vida cotidiana. De la literatura
como producto huyo. Pero, por una vez, me equivoco, o no me equivoco porque
cogí ese libro de la mesa de novedades en una librería de Barcelona sin dudarlo,
tras leer la primera página, y me lo
llevé conmigo sin apenas saber nada del
fenómeno. Fenómeno después de muerta. Pero bueno, los escritores no mueren, y
siguen publicando (Roberto Bolaño)
después de ser enterrados.
Lucia
Berlin está entre Antón Chejov y Raymond Carver, es decir, está en las
alturas literarias, en el cielo, entre los grandes maestros del género corto.
Los 43 relatos (escribió 76 y los empezó a publicar a partir de los 24 años) que
conforman este libro exquisito son, exactamente, fragmentos de la vida de la
autora. Lucia Berlin, como Paul Auster, como Enrique Vila-Matas, literaturaliza su propia existencia, relativiza
las vicisitudes de su azarosa vida (¿se puede escribir desde la felicidad?) mediante
una espléndida forma narrativa, siempre en primera persona, porque es ella la
que está en cada uno de sus relatos, es ella la que nos está explicando su vida
y la de los que la rozan, una vida que seguramente se habría apagado antes de
no haber existido la literatura como terapia curativa, y nos habla de sus
oficios, múltiples y variados a lo largo de su existencia; de sus adicciones,
al alcohol, sobre todo; de sus amores fugaces; de su propia decadencia que la
aproxima al fin. Y lo hace con lucidez e inteligencia, con un cierto
distanciamiento, sentido del humor, ternura y talento innato como prosista.
Manual
para mujeres de la limpieza, el relato que sirve para titular la antología, ofrece
una serie de consejos para las mujeres que se dediquen a las faenas domésticas,
como hizo ella. Si Paul Auster
viajaba por los apartamentos en donde vivió, Lucia Berlin lo hace por las casas en las que sirvió, y sus dueños.
Las raras veces que Ter leía un libro,
arrancaba las páginas a medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a
casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un
remolino de hojas en la habitación, como palomas en el aparcamiento del
Safeway. En la casa de Linda y Bob reina el desorden: Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su calidez
aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándonos en las sábanas. Quinielas
del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. A través de esas casas, Lucia Berlin habla de la sociedad
americana, de sus adicciones al trabajo, al sexo, a las drogas. En cada una de esas casas donde trabajo hay
un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a
un ángel del infierno durante veinte años. Y sabios consejos, claro, para
las advenedizas: Procurad trabajar para
judíos o negros. Te dan de comer. Pero sobre todo porque las mujeres judías o
negras respetan el trabajo, el trabajo que haces, y además no se avergüenzan en
absoluto de pasarse el día entero sin hacer nada de nada. Para eso te pagan,
¿no?
Lucia
Berlin fue profesora, también. En El
Tim narra su experiencia en un colegio religioso y su enfrentamiento a un
chico díscolo. En Llegó el sábado, relato
carcelario, habla de su experiencia impartiendo talleres literarios entre los
reclusos y del triste final de DJ, su alumno más aventajado, que muere nada más
obtener la libertad condicional. Pero la autora no ahonda en el drama, huye de
los subrayados, relativiza.
De su experiencia como
enfermera brotan algunos de los mejores relatos del volumen. Nunca se oyen sirenas en las salas de
urgencias; los conductores las apagan en Webster Street. Veo con el rabillo del
ojo las luces rojas de las ambulancias de ACE o United cuando dan marcha atrás (Apuntes de la sala de urgencias). Me gusta mi trabajo en Urgencias. La
sangre, los huesos, los tendones me parecen afirmaciones rotundas. No deja de
asombrarme el cuerpo humano, su resistencia. Curiosas preferencias: Lo mejor de las muertes de los gitanos es
que nunca hacen callar a los niños. Los adultos aúllan y lloran y gimen, pero
los niños siguen correteando por ahí, juegan y ríen sin que nadie les diga que
deben de estar tristes y ser respetuosos. Y el alcohol, claro, la soledad hopperiana, la marginalidad: El miedo, la pobreza, el alcoholismo, la
soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho. Al tema de los
hospitales vuelve en Mijito, sobre
una pobre muchacha mejicana que tiene un bebé pequeño que no sabe cómo
cuidarlo. Lucia Berlin es una escritora social, con sensibilidad extrema,
pero no alardea.
En algunos relatos echa mano
del humor surreal, se refugia en el absurdo, como en Temps perdu: ¿Y si nuestro cuerpo fuera transparente, como la puerta de
una lavadora? Qué prodigio, observarnos por dentro. Los deportistas correrían
con más ahínco, bombeando sangre a toda máquina. Los amantes harían más el
amor. ¡Hostia! ¡Mira esa descarga de semen! En Mamá hace gala de un cierto surrealismo y un retorcido sentido del
humor que lleva a la irreverencia en un país de tradiciones religiosas
enquistadas. El humor otra de las constantes de esta narradora infatigable. Sin
humor no se podría vivir. Sin humor y sin relativizarlo todo, sobre todo las
desgracias. Nuestra madre se preguntaba
cómo serían las sillas si dobláramos las rodillas al revés. ¿Y si a Jesucristo
lo hubieran electrocutado? En lugar de llevar crucifijos en las cadenas, la
gente iría por ahí con sillas colgando del cuello.
En B.F y yo, ironiza sobre la manía norteamericana por nombrar a las
personas, y a las ciudades (L.A., N.Y., S.F.), simplemente por las iniciales.
B.F. es el electricista que acude a su llamada para un arreglo casero, y Lucia
Berlin, L.B., afina la pluma para ofrecernos una detallada descripción física
del sujeto, no muy halagüeña, por cierto. Era
un hombre enorme, alto, muy gordo y muy viejo. Incluso desde fuera, mientras
recobraba el aliento, noté su olor. Tabaco y lana sucia, sudor rancio de
alcohólico. Palabras justas, medidas, pero suficientes para imaginarnos a
B.F.
Alcohol. Vodka, whisky o lo
que sea. El infierno del alcohol empapa buena parte de los relatos. Imaginemos
a Lucia Berlin en Días de vino y rosas, siendo Lee Remick. Todos los personajes de
esta autora nacida en Alaska y padre dedicado a la minería, incluida ella,
beben, tienen una dependencia con la botella. En Inmanejable Lucia Berlin
se retrata a sí misma de modo despiadado. Los problemas con el alcohol ocuparon
buena parte de su vida, aunque terminó desenganchándose. En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están
cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka
estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que
sentarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber,
le darían convulsiones o delirium trémens. Lucia Berlin salía de su alcoholismo y volvía a caer, hasta que lo
dejó atrás definitivamente. ¿Se puede
escribir desde el alcohol? Malcom Lowry
lo hacía. En 502 afirma Lucia Berlin: La mejor ciudad es Alburquerque, donde en las licorerías hay
ventanillas para comprar desde el coche, así ni siquiera te has de quitar el
pijama.
Y, de nuevo, humor. Bella Lynn era mi prima, y quizá la chica
más bonita del Oeste de Texas. Había sido primera majorette en el instituto de
El Paso y Miss Sun Bowl en 1946 y 1947. Más tarde se fue a Hollywood para
convertirse en una estrella de cine. La cosa no cuajó. El viaje empezó mal de
entrada, por culpa de un sujetador. No llevaba relleno, sino que lo hinchaba de
aire, como un globo. Dos globos (Atracción
sexual).
Macadán es tan breve
(cuatro párrafos) como intenso. A mí me
gustaba masticar el hielo cuando se terminaba la limonada, meciéndome con mi
abuela en el balancín del porche. Desde allí mirábamos a la reata de presos que
pavimentaban Upson Street. Un capataz vertía el macadán; los convictos lo
apisonaban, con un compás pesado y rítmico. Las cadenas y los grilletes
entrechocaban; el macadán caía con un rumor de aplausos. ¿William Faulkner, John Steinbeck o Erskine Caldwell?
Perdidos
es
un relato negro, clásico, dentro de las convenciones del género. En Triste idiota la autora habla de su
estadía en México, país con el que estaba muy familiarizada porque hablaba
perfectamente español y parte de su vida vivió en la frontera. Y hay numerosas
expresiones hispanas en sus textos. La
soledad es un concepto anglosajón. En Ciudad de México, si eres el único
pasajero en un autobús y alguien sube, no solo se sentará a tu lado sino que se
recostará en ti.
El antologista deja para el
final sus piezas más lúgubres. Hasta la
vista es uno de los relatos más tristes y desoladores del volumen. La
autora evoca su relación con un antiguo amante. Lo llamaba cuando empezábamos a ser amantes, adúlteros. Sonaba el
teléfono, su secretaria contestaba y yo preguntaba por él. Eh, hola, me decía.
¿Max? Me flaqueaban las piernas. Me daba vueltas la cabeza en la cabina
telefónica. La evocación de un pasado apasionado se contrapone a un
presente en el que el apuesto amante es una ruina física y de su apostura no
queda ni rastro. Paso del tiempo que se hace más crudo en Volver al hogar (¿qué hogar?), en donde ahonda en su propia
decadencia. Lucia Berlin no tuvo una
vida fácil, y no fueron muy felices sus últimos momentos. La primera vez que los vi fue de casualidad. Había ido al centro y me
quedé en el balancín del porche de la entrada con mi tanque de oxígeno portátil
a contemplar la luz del atardecer. Suelo sentarme en el porche trasero, adonde
llega el tubo que uso normalmente. Ni rastro de conmiseración, ni autocompasión.
Y el tema de la vejez está presente también en Espera un momento, otro de sus relatos desoladores: Me he hecho vieja. Sin previo aviso, de
repente. Me cuesta caminar. Incluso se me cae la baba. No cierro la puerta con
llave por si me muero mientras duermo, aunque es más probable que siga
decayendo hasta que me metan en algún sitio donde no estorbe.
Manual
para mujeres de la limpieza es como si Edward
Hopper se pusiera a escribir. Un libro que es una instantánea lúcida y
despiadada de un país que es un falso paraíso a través de 43 apuntes de la vida
de una norteamericana. Literatura de lo cotidiano con una mirada llena de
sensibilidad. Superlativo.
"Mala hierba" (Ediciones del Serbal, 2017), una novela negra sobre la América profunda, la que ha votado a Donald Trump. Arkaham, un microcosmos en donde estallan las pasiones. Premio de novela Ángel Guerra.
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