LITERATURA / LA BUENA SALUD DEL GÉNERO NEGRO
Los que
llevamos unos cuantos años en esto, en la literatura (que más que un oficio es
una vocación), y más concretamente en la
literatura negra, nos congratulamos sinceramente de que una vez más uno de los
premios más prestigioso de la literatura española, el Princesa de Asturias,
haya recaído en una practicante entusiasta del género, en Fred Vargas, la exitosa escritora francesa de polar, del mismo modo que hace unos años se lo llevó
el británico John Banville, que
firma sus obras de género negro como Benjamin
Black, o el cubano Leonardo Padura.
Qué lejos estamos de esa época en la que los críticos canónicos menospreciaban
el género con los epítetos de subgénero, género fácil, género menor o novela de
entretenimiento (como si entretener fuera un defecto y no una cualidad). Hoy lo
negro está de moda (festivales, colecciones, simposios), y en la hondura de su
cajón cabe casi todo, desde novelas con detectives romanos, novelas ambientadas
en el medioevo, con vampiros, etarras, quinquis, replicantes o políticos.
Que la
literatura negra es un género prestigiado por una serie de buenos escritores
que lo han abrazado es una evidencia. Ahí está Henning Mankell entre los nórdicos o, barriendo para casa, Francisco González Ledesma, Juan Madrid, Andreu Martín o Julián
Ibáñez. Unos cuantos intelectuales se partieron la cara por dignificarlo
mientras otros escribían importándoles un bledo las opiniones de los críticos
sesudos.
Los que
escribimos en esa gama amplia de color nunca podremos agradecer bastante el
papel que jugó Manuel Vázquez Montalbán,
su generosidad, su cáustico sentido del humor y su papel de adalid de un género
menospreciado (y no soy defensor, sino todo lo contrario, del personaje que más
fama le dio, el acartonado detective Pepe Carvalho, al que hay que entender
como parodia genérica, un alter ego
con sus tics). Manolo, como le llamaban sus allegados, situó la novela negra
española en un lugar preferente, situándose él mismo dentro de ese marco, acalló
la crítica cegata y decimonónica que cuestionaba el género por ser ligero y no
plomizo. Escribo lo que me gustaría leer, decía en una declaración de principios. Lo que
Manuel Vázquez Montalbán hizo con
una saga muy discutible, porque se convirtió en alimenticia, lo consiguió en
Italia Umberto Eco, otro
intelectual, con El nombre de la rosa: aporrear las cerradas cabezas de los sesudos críticos
y abrirlas al género. La buena
literatura no sabe de géneros, le importan un bledo.
El
género negro siempre existió, desde los albores de la humanidad, desde que Caín
cogió esa quijada y mató a su hermano Abel. La
Biblia, probablemente, puede ser considerada como la primera novela negra
de la historia de la literatura, llena de violencia y sexo. Lo negro sirve para
explicar el mundo, está en los acontecimientos históricos, en la política, en la condición humana. Poe y Stevenson, lecturas de mi juventud, eran esencialmente negros en
sus tramas y ambientes. En las obras de William
Shakespeare encontrará el lector la negrura más absoluta, todos los pecados
capitales y un análisis de la maldad humana que nos persigue. Tan negro es el Fedor Dostoievski de Crimen
y castigo como el Dashiell Hammett
de El halcón maltés, más el ruso que
el americano en mi opinión. Negros y sociales, precursores de lo que hoy se
escribe, fueron esas grandes figuras del XIX francés, Honoré de Balzac (Detrás de
toda gran fortuna siempre hay un crimen) y Emile Zola. Negro era Charles
Dickens narrando el maltrato infantil en el miserable Londres brumoso de
los orfanatos en donde los niños eran molidos a palos. Y luego vino la
explosión de los americanos, los Willliam
Faulkner, John Steinbeck y Erskine Cadwell, retratistas del Sur
racista y violento, de la depresión. Y el libro más negro que jamás he leído, sin duda: Bajo el volcán de Malcolm Lowry, que rezuma alcohol, locura y tragedia en cada página.
Y están los que lo reinventaron y pasaron como relanzadores de un género que ya
estaba inventado, pero lo catapultaron: los americanos Dashiell Hammett, ya citado, Raymond
Chandler, James Cain, Jim Thompson, y un largo etcétera, que
lo ubicaron en la desarraigada sociedad americana y lo hermanaron con el
western, porque el western, el género norteamericano por antonomasia, también
es género negro con caballos, llanuras, bisontes, sheriffs y forajidos. Y los distópicos
como Philip K. Dirk o Cormac McCarthy con sus novelas
visionarias y pesismistas. O los que hablan de un Brooklyn desolado como Hubert Selby en su Última salida a Brooklyn y Réquiem
por un sueño sin que hubiera un crimen en ellas, una gota de sangre, pero sí
mares de desesperanza. O la humanidad de ese comisario Maigret de Georges Simenon, uno de los grades, que resolvía sus peliagudos casos con
la ayuda de una copa de Calvados. O la perversidad de los personajes de esa
gran dama de la literatura negra que es Patricia
Highsmith.
La
buena literatura es la que conmociona, la que no deja indiferente, la que inyecta un poso indeleble en el alma,
revuelve la conciencia, revive fuera del libro. Por eso un autor como Alfons Cervera, cuya obra gira en torno
a la memoria y la represión franquista, cuyo eje es la derrota (y el derrotado
es pieza clave de un género que abomina de los triunfadores), es negro aunque
él reniegue del calificativo y hasta escribiera un artículo titulado ¿Por qué ya no leo novela negra? (quizá
porque mucha de la que se publica con la etiqueta no lo es, es literatura light y low cost, de esa que, en un futuro no muy lejano, escribirá una
máquina dándole unos parámetros, porque hay escritores que no leen y uno es
hijo de sus lecturas y, como subrayó Jorge
Luis Borges, está infinitamente más orgulloso de lo que ha leído que de lo
que ha escrito), como también lo es el poeta en prosa Francisco Javier Irazoki que construye un relato magistral de un
par de páginas sobre una bomba lapa que no explota en los años de plomo de
Euskadi en su libro Los hombres
intermitentes.
Negras,
y valga la redundancia, son cada uno de los relatos que llevan a cuestas esos
africanos negros, orgullosos del color de su piel, los Ulises del siglo XXI, que
cruzan su continente y se juegan la vida en el Estrecho para tener una vida
mejor y, por el camino, han sido robados, secuestrados, violados y hasta
asesinados, y negra es su vida en los campos de cultivo de Almería, o de
cualquier otro lugar, explotados por empresarios sin escrúpulos, y negra la
vida de las que son forzadas a prostituirse en ese paraíso llamado Europa para
pagar una deuda que jamás saldarán.
Por eso
siempre acabo afirmando que lo negro, más que un género, es una mirada, es un
punto de vista, y la vida es una película que se cierra con un fundido, también
en negro.
La novela negra
sobre el apartheid
que muerde y desgarra
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