CINE / SIN NOVEDAD EN EL FRENTE, DE EDWARD BERGER
La sombra de películas de guerra
antibelicistas es muy alargada y es el efecto colateral positivo que producen
esos enfrentamientos irracionales entre seres humanos que no se conocen, que
hasta podrían llegar a ser amigos, y cuyas consecuencias son destrucción,
muerte y dolor. Apocalipse now, La chaqueta metálica, Nacido el 4 de julio, Platoon y El cazador forman parte de la cosecha de la guerra de Vietnam, la
más fructífera. La Segunda Guerra Mundial dio lugar a un sinfín de películas
belicicistas que glosaron la heroicidad de los soldados aliados que
participaron en ella, salvo esa extraña obra maestra que filmó Leon Klimov y se
llamó Masacre: ven y mira. De la
Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, la cosecha cinematográfica es mucho más
modesta numéricamente hablando. Stanley Kubrick filmó Senderos de gloria, puede que la película más descarnadamente
antibelicista de la historia del cinema, prohibida en numerosos países, entre
ellos Francia, que se sintió escocida por una historia que atañía a su ejército
directamente. Sam Mendes realizó hace poco ese experimento de filmar el
conflicto bélico en un solo, y falso, plano secuencia en 1917 que resultó una película frígida, sin alma, demasiado limpia
para un conflicto tan sucio.
De la extraordinaria novela del alemán Erich
Maria Remarque se han realizado varias versiones y todas respetando el título
original de la obra. La primera, en 1930, dirigida por el norteamericano Lewis
Milestone, doce años después de que finalizara el conflicto. La segunda versión
fue dirigida para la televisión por el también norteamericano Delbert Mann y
con un reparto de campanillas que incluía a Ernest Borgnine, Donald Pleasance,
Iam Holm y Patricia Neal. Y en 2022 llega esta, estrenada en la plataforma
Netflix y filmada por un realizador alemán con más experiencia televisiva que
cinematográfica, puede que la definitiva, difícilmente superable, sencillamente
magistral en su recreación realista de la Gran Guerra.
Pocas veces, salvo la película de Stanley
Kubrick antes mencionada, el cine ha sabido dar una clara lección antibelicista
mostrando los horrores de la guerra como el que hace Edward Berger. Cuatro
amigos, estudiantes, se alistan en el ejército alemán, henchidos de patriotismo,
y son enviados de inmediato al frente francés en las postrimerías de esa guerra
de trincheras y gases letales que fue la Primera Guerra Mundial. En esa su
primera jornada, cuando tienen que baldear el agua de las trincheras, mal comer
y sufren el primer y mortífero ataque del enemigo, todos sus esquemas de
mitificación de la milicia se van al garete. La guerra no es gloria sino
miseria y muerte, algo totalmente abyecto que se reduce a la elección entre el
matar o morir y convierte a ciudadanos normales en bestias sanguinarias como le
sucede al protagonista de la historia. En las guerras no hay héroes. Las
guerras las declaran precisamente los que no van a ellas, los que las miran en
la distancia, sobre un mapa desde lujosos castillos alejados del frente, como
sucede en el film de Edward Berger con ese general prusiano que, poco antes del
armisticio, cuando faltan quince minutos para el fin de las hostilidades, envía
a sus hombres a morir y a matar por última vez para curar su orgullo herido por
tantas derrotas militares.
¿Se puede hacer un film muy bello con los materiales del horror? Sí, la
demostración está en esta nueva y extraordinaria versión de la novela de Erich
Maria Remarque, y tampoco es novedoso: Terrence Malick filmó un poema épico con
las imágenes terribles de la guerra del Pacífico en La delgada línea roja. En el film de Edward Berger, exquisitamente
fotografiado por James Friend y punteadas sus imágenes con los acordes
impactantes de una banda sonora firmada por Volker Bertelman, la naturaleza, con sus bellos bosques y los
amaneceres, pone el contrapunto a ese barrizal infecto, fruto de las bombas, en
donde se pudren cadáveres de hombres y bestias en una amalgama dantesca.
Tiene la película unas cuantas escenas
memorables como ese largo plano secuencia inicial, a modo de presentación, que
empieza en el campo de batalla desnudando a los cadáveres, despojándolos de sus
uniformes, botas y cascos, para ser lavados, cosidos los agujeros de los
balazos en las guerreras para ser reutilizados sobre los cuerpos de los nuevos
reclutas; el terrible enfrentamiento con los carros de combate franceses, que,
literalmente, aplastan a los soldados germanos al pasar por encima de las
trincheras; o esa secuencia dantesca en la que el protagonista, interpretado
por el joven Felix Kammemer, llora desesperadamente e intenta salvar la vida al
soldado francés al que previamente ha cosido a bayonetazos en uno de esos
infectos socavones de barro y agua que han dejado los impactos de los cañones.
Sin novedad en el
frente es El grito de Edvard Munch más El triunfo de la muerte de Pieter
Brueghel el Viejo. Si la esencia del arte es conmover y estremecer al receptor
de la obra, y en el cine, remover al espectador en su asiento, Edward Berger lo consigue con creces en este
descenso a los infiernos de la guerra que es la bellísima, y a la vez terrible
y angustiosa, última versión de la novela de Erich Maria de Remarque que debería pasarse en todos los cuarteles
del orbe y en las escuelas. La guerra es exactamente lo que el cineasta alemán
pone ante los ojos del espectador: horror conradiano en estado puro.
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