LITERATURA / MONROVIA: LA GÉNESIS

 


Aunque ustedes no lo crean, y a mí me cuesta, Monrovia nació hace nada menos que cincuenta años atrás, cuando tenía veinticuatro años y me vi en la tesitura de hacer el servicio militar o desertar. Opté por lo primero porque ya estaba casado y tenía una hija pequeñita. Así es que la idea de la novela empezó a germinar entre guardia y guardia del campamento de Viator, Almería, en el que había acabado después de haberme librado por los pelos de ir al Sahara a impedir la Marcha Verde, que nadie impidió. El tiempo en la milicia de un antimilitarista cómo yo se hacía insoportable (sufrí unos cuantos arrestos por comportarme como un civil, uno en la biblioteca al pedir un libro prestado porque no me cuadré ante el bibliotecario con galones), no había mucho que leer y sí que beber en la cantina del destacamento (capitanes, tenientes y sargentos iban dando tumbos a primera hora de la tarde) y por las noches soñaba con esa historia que empecé a escribir en mi siguiente destino militar: la gélida Granada invernal azotada por los aires que bajaban de Sierra Nevada, una ciudad a la que había huido cuatro años atrás como consecuencia de la caída del grupo clandestino en donde militaba, otra historia rocambolesca pendiente de narrar.

Todo es interesante —el socio sin escrúpulos, el argentino que Agustín conoce en alta mar— pero me gustaría destacar algo notable: la formidable, entregada y detallista narración de la vida en el mar, la gran descripción de una tempestad —quienes aprecian a Patrick O’Brian lo entenderán—, allí, en ese buque de nombre Nostromo, que no es que se dirija al corazón de las tinieblas: el barco mismo lo es.   LILIAN NEUMAN en Culturas / La Vanguardia


Mi breve estancia en la lírica Granada, sin saber que treinta y cinco años después me iba a exiliar en la ciudad que esconde sus ríos y asesina a sus poetas (según Enrique Morente), se me hizo más llevadera cuando alquilé, con un amigo de milicia y psiquiatra de profesión llamado Eduardo Baqué Eduardo (no se me olvida su nombre capicúa), tipo alto, delgado y con profundas entradas, que era lo más leído que corría por el cuartel, un pequeño estudio y allí empecé a alumbrar las primeras páginas de esta novela de aventuras que ni por asomo tenía su nombre definitivo sino El vuelo de la Gaviota Negra, título horrible e invendible. Creo que el psiquiatra compañero de piso fue el primero que leyó el manuscrito garabateado (entonces mi letra era legible) y esa es la razón de que se la haya dedicado, aunque él no se ha enterado (quizá ni siquiera esté en el reino de los vivos). Años antes, sin darle demasiado importancia (estaba centrado en hacer la revolución y acabar con la dictadura franquista y no hubo manera), había quedado como finalista del Nadal con una novela llamada El caballo negro que giraba en torno a la guerra civil. Ya me iba lo negro entonces sin ser yo muy consciente de ello. Esa época, la de la escritura de la aventura marítima de ese Martín Eden por África, se vio empañada por la muerte prematura de mi padre quien, sin lugar a dudas, había sido determinante para mi carrera literaria sin él saberlo porque se fue de este mundo sin conocer a su hijo escritor.

Da gusto enfrascarte en una novela de aventuras en este tiempo y quedarte plenamente satisfecho del logro literario que ha conseguido su autor. Además, no es una mera novela de aventuras, es una reflexión sobre la mezquindad del ser humano, sobre la violencia, es una rabiosa denuncia de aquella África tan sometida al hombre blanco, tan estrujada por él. VÍCTOR CLAUDÍN en Aquí Madrid


Acabó la mili, acabé mi novela y la pasé a máquina en mi segunda vivienda, un primer piso oscuro y ruidoso de la calle San Antonio María Claret, a un kilómetro del colegio de claretianos en donde había estudiado antes de acabar en el instituto Milá y Fontanals, una vivienda decorada como los habitáculos de las películas de Almodóvar (paredes pintadas en rojos intensos llameantes, azules marinos, verdes esmeraldas) antes de que el manchego empezara a hacer sus pinitos cinematográficos. Allí, la novela se quedó reposando, en el sueño de los justos. El  mazo de folios pasó a continuación por mi casa de Dos de Mayo en Barcelona y la de Sant Cugat, así estuvo cuarenta años sin que le hiciera el menor caso, un montón de cuartillas que habían sido mecanografiadas con una pequeña Hispano Olivetti Lettera regalo de mis suegros que apostaban por mi vocación literaria, hasta que me compré el primer ordenador del mercado, justo cuando conocí a Andreu Martín que vivía con Rosa María en la Gran Vía y me había ya presentado, generosamente, mis dos primeras novelas. El ordenador, que era el último grito en tecnología punta, era un chisme que tenía una pantalla verde con culo y hacía un ruido insoportable cuando imprimía en papel continuo, y la novela quedó relegada a un diskette, y de ese diskette, según avanzaba la tecnología punta, a la tripa de un nuevo ordenador, este mucho menos pesado porque era portátil, en la carpeta de novelas inéditas porque, para entonces, ya había comenzado a ganar premios y a publicar algunos libros: El cadáver bajo el jardín, Barcelona negra y El Barroco.

El lector puede decir que tiene entre las manos una novela de aventuras y, al mismo tiempo, de crítica social, una novela de género negro porque “Monrovia” (Bohodón Ediciones, 2025), el libro número 62 —que se dice pronto— del escritor José Luis Muñoz, ambientado en la capital de Liberia, pivota entre ambos géneros. LLUNA VICENS en Entretanto Magazine


A casi cincuenta años de su primitiva escritura, comencé a darle un repaso a la novela, releerla, reescribirla, porque escribir es fundamentalmente eso, y fue entonces cuando ese lugar sin nombre de África del original se convirtió en Liberia porque en los años ochenta un golpe de estado sangriento, que se dio con bastante detalle en la televisión en blanco y negro de entonces, me había impresionado por su escala de horror visual (a Samuel Doe, el sargento chusquero que desplazó a la elite de origen norteamericano de su país y fusiló al gobierno de Tolbert, lo arrastraron cuatro años después por las calles de Monrovia y fue mutilado por su apresador Prince Jones en directo, algo que me recordó al linchamiento de Gadafi, antes de pegarle cuatro tiros). Así es que el extraño y pésimo título de El vuelo de la Gaviota Negra pasó a ser Monrovia,  mucho más escueto y descriptivo, le cambié el nombre a su protagonista, que ya ni me acuerdo de cómo se llamaban, al barco, que ya no era la Gaviota Negra sino Nostromo, y apareció de forma diáfana El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad porque, sin yo saberlo cincuenta años atrás, sin ser consciente en ese campamento militar de Viator, Almería, azotado por un viento desértico, lo que había escrito era un homenaje al autor polaco cuya lectura me causó hondo impacto en mi juventud. Si había dedicado El viaje infinito, que originalmente se llamaba La habitación del hotel, a Robert Louis Stevenson, y Yakutat, que siempre se llamó así, a Jack London, y La soledad de Hans Teodore Mankel a Thomas Mann, justo era dedicar Monrovia a Conrad.  Quise, además, que el protagonista viera en un cine destartalado Lord Jim, una versión muy mala dirigida por Richard Brooks de la novela del mismo título del escritor y marinero polaco con un Peter O’Toole jovencísimo. Había viajado por entonces a Marruecos con mi hermana viajera, así es que introduje una ciudad de ese país que me había impactado, Essaouira, la bien diseñada, por su flota pesquera, la infinidad de gaviotas, sus vendedores callejeros, su arquitectura y saber que había sido escenario de rodaje de Orson Welles (Otelo) y Ridley Scott (El reino de los cielos), la antigua Mogador en cuyas murallas azotadas por el mar había cañones sevillanos, así es que el misterioso Nostromo hacía escala en ese puerto porque así lo quise (ignoro si hay suficiente calado para que atraque un barco sus dimensiones). En honor a mis amistades literarias argentinas, que son infinidad, convertí a uno de sus principales secundarios en rioplatense traumatizado por la dictadura de su país, trotskista del ERP (porque buena parte de mis colegas del otro lado del charco habían militado en sus filas o en los Montoneros), el tal Hugo el argentino, como contraposición al cínico Cienfuegos, el lobo de mar que embarca a ese escritor frustrado que es Agustín Serch en esa aventura marina y africana. Saqué filo, en las numerosas reescrituras de la novela (quizá diez), a la vertiente social, de modo que se convirtió también, además de una novela histórica y de aventuras, en una denuncia de la insoportable situación de África y de cómo las potencias occidentales llevan toda la vida esquilmando al rico y devastado continente y me pareció bien meter a un fotógrafo sensacionalista yanqui que retrataba los horrores de la guerra sobornando a los pelotones de fusilamiento para posponer la vida de los reos y tener más luz para sus macabras instantáneas, algo que sucede con frecuencia. El cargamento de vacas del buque, debo confesarlo, fue una idea muy anterior a mi asentamiento en el Valle de Arán, y sus nombres un guiño a mis historias sentimentales. Debo decir que todavía no me explico cómo metí las vacas en la bodega del barco, de dónde surgió esa idea estrambótica, pero creo que funcionó para describir esa espantosa tempestad que sufre el Nostromo a pocos días de llegar a destino: las olas, en la infecta bodega, no se ven, pero sí se sienten. Los tripulantes rusos y ucranianos, muy pendencieros, estaban antes de la guerra que enfrenta a esos dos países. Los filipinos, porque en todos los barcos que surcan los mares hay filipinos. Y rebauticé al misterioso capitán de la nave con el nombre de Cabolugo, un guiño a mi amigo asturiano de la Semana Negra de Gijón con quien me une una larga amistad cimentada por las fabadas y el arroz con leche, el mejor del mundo mundial, quemado en su superficie y bien cremoso, que me cocina su esposa Meli, una devoradora insaciable de libros.

Con mayúsculas, porque Monrovia no es ninguna novela de aventuras, sino que, inspirándose en aquellas, en realidad las subvierte: la aventura deviene desventura, un infierno, un horror al que el protagonista escapa milagrosamente, un horror del que hubiera sido más que probable no haber podido escapar. Anna Rossell en LAS NUEVE MUSAS


La novela, una vez tan pulida que brillaba tanto como el sol, e irreconocible con respecto a su primitiva versión, con todos los cambios introducidos en esos cincuenta años que estuvo en barbecho, la ofrecí a Marisa Carbajo de Bohodón que quedó tan encantada como los que escribieron las numerosas buenas críticas (es el libro publicado que más reseñas ha tenido, sorprendentemente, y todas buenas) que recibió de colegas y críticos literarios: Lilian Neuman, Víctor Claudín, Alfons Cervera, Luis Quiñones, Lluna Vicens, Marcos Tarre Briceño,  entre otros. Vuelvo con esta novela a esa literatura popular que tanto me entretuvo en mi juventud, quizá esa sea la clave de su buena aceptación. No he estado nunca en Liberia, lo confieso, ni creo que pise en esta vida ese país que fue el primero que se independizó de África y colonizado por esclavos libertos negros de Estados Unidos, pero he captado el espíritu africano, su idiosincrasia, la brutalidad con que se dirimen sus conflictos, la miseria ambiental describiendo el colorido de los mercados, la pobreza de sus casas junto a hoteles de lujo, los malos olores junto a los perfumes naturales, o el basural de sus playas. Cienfuegos y Hugo el argentino tienen visiones contrapuestas de la realidad africana, el primero tiene mentalidad de explotador y el segundo de redentor. Agustín Serch se limita a observar y, casi sin quererlo, cae en el infierno y se abrasa. Hay historias sentimentales, porque el protagonista es enamoradizo, joven y cae rendido ante las bellezas africanas (sobre ellas había publicado un largo reportaje en la revista Playboy), violencia y debates ideológicos que, en aquella, época, los años ochenta, tiempos de revoluciones y contrarrevoluciones (el asesinato de Patricio Lumumba en el Congo veinte años atrás; el de Sankara; el de Thomas Sankara en 1987) estaban muy vivos. Y es, como no, una novela de iniciación: Agustín Serch se endurece en esa travesía marina que es todo menos plácida, y tras su experiencia africana todavía más y se convierte en el Holandés Errante: vaga, sin descanso, por todo el mundo, va de barco en barco sin encontrar puerto ni descanso.

Una obra que sigue a un personaje que al no encontrar sentido a su vida, su frustración le lleva a ser testigo de una parte horrible de la historia mundial, en un lugar del mundo donde las grandes potencias juegan a su antojo, y donde la vida de sus habitantes no vale nada, sumergiéndose en la barbarie de las tradiciones salvajes de las que, a pesar del contacto con la civilización, aún no se han desprendido. J. JAVIER ARNAU en Anika entre Libros


Y esta es, pues, la génesis de esta novela que se empezó en 1975, recién muerto Franco y cuando se atisbaba la democracia, y se terminó de escribir en 2025, cincuenta años más tarde con las revisiones de los diálogos argentinos a cargo de mis buenísimos amigos y escritores de al otro lado del charco Guillermo Orsi y Gustavo Abrevaya a quienes agradezco el tiempo que se tomaron para hacerlos creíbles.   

El viaje del protagonista es algo más que un viaje de aprendizaje o la mera búsqueda de aventuras y experiencias: José Luis Muñoz nos adentra en el descubrimiento de lo que es el infierno, forjado después de siglos de esclavitud y de colonialismo, de siglos de explotación de los recursos naturales por parte de algunos países de Occidente y de la corrupción política de una nación sometida al tráfico de armas y a los intereses espurios de otras naciones, que perfectamente puede ser la fotografía de la realidad social y política de un continente entero. LUIS QUIÑONES en Entretanto Magazine

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