LOS RELATOS DE PLAYBOY
Muley Amann arrojó sobre la alfombra persa, que cubría el suelo de la tienda, las cotizaciones de bolsa del día anterior y cogió el Playboy. Había sufrido, de forma momentánea, una alteración del ritmo cardiaco al comprobar que el precio del barril de crudo, tal como había sido la tónica durante todo el año, había bajado tres enteros, y deseaba solazar sus pupilas rasgadas de beduino con las carnes relucientes en papel satinado de las playmates.
Soplaba con fuerza el viento del desierto, que arrojaba la arena contra la tienda del jeque a una velocidad de veinte nudos, y los granitos estrellándose contra sus paredes semejaban las perdigonadas de un cazador enloquecido. La temperatura ambiental de cuarenta y dos grados, que reinaba en el exterior, no se correspondía en absoluto con la del interior de la inmensa y lujosa tienda de beduino, mantenida a la paradisíaca temperatura de 20 grados gracias a un complejo sistema de refrigeración solar.
Las pupilas del jeque sufrieron una dilatación máxima y algo bajo su túnica se estremeció de forma violenta cuando la vio. Ocupaba el desplegable central, y era una chica apetitosa con síntomas de haber crecido a base de leche, jugo de zanahorias y manzanas comidas a mordiscos antes de entrar en clase. Su cuerpo lo formaban tres sinuosas curvas: la de los pechos erguidos, magníficos y redondos, rematados por pezones afresonados; la de las caderas, en forma de ánfora, ideales para que en ellas se asentaran las manos del amante y la sujetaran mientras se disfrutaba de las mieles que escondía su ingle; y por último, la de las nalgas de gacela, lascivamente alzadas, deliciosos promontorios gemelos de carne que enlazaban la línea curva de la espalda con la recta descendente de las piernas. Mientras la examinaba, una ligera baba rosácea comenzó a desbordar los labios leporinos del Jeque, y la erección, tímida del principio, cada vez más violenta mientras se recreaba en la carne brillante de papel cuché, amenazaba con romper la chilaba de seda que ocultaba su corpachón orondo y rebozado como el de un pastelito hojaldrado de miel.
─i Hubert!
Hubert, su secretario personal, era un tipo gordo y medio calvo que se afeitaba cada dos días. Una laminilla de barba le cubría el rostro abotagado, que denunciaba sus libaciones nocturnas de brandy, y una panza le sobresalía por la cintura del pantalón mal abrochado. Llamaba la atención, en su aspecto físico, el color casi lechoso de su piel, en perpetua discordia con los rayos del sol, y las gafas oscuras que ocultaban unos ojos cansados y abultados. Era americano, de California, y había llegado a aquel rincón de Arabia Saudita vendiendo un complejo sistema de refrigeración solar a los jeques del petróleo. Muley Animan le cogió cariño y, tras firmar la compra de ochocientos de los artilugios que su empresa de San Francisco fabricaba a destajo, le ofreció un cómodo puesto de secretario maravillosamente remunerado. Hubert aceptó, seducido por el pago en petrodólares con que el jeque iba a recompensar sus servicios, y no cayó en la cuenta de que apenas tendría ocasión de gastarlos si acompañaba al jeque en su eterno peregrinaje por el desierto.
Por esa razón estaba bastante amargado y consumía su inmenso tiempo libre en mordisquear dátiles rellenos de dulce de leche y en la lectura de poemas imperiales de Kipling.
─La quiero ─dijo, mostrándole la belleza de papel cuché, manoseándola con el dedo gordezuelo.- La quiero para mañana, para mi cumpleaños.
La observó de forma distraída. Había que reconocer que era una chica preciosa, que tenía un tipo espléndido y que en la cama podía hacer las delicias de cualquiera con aquellas caderas en movimiento continuo y aquellos pechos grandes y fuertes moldeables por las caricias. Un maravilloso postre para una real comilona. Se la imaginó desnuda, tumbada en una bandeja, untada de pies a cabeza de miel líquida, y a él lamiéndola despacio por debajo de las axilas, por entre el valle formado por sus pechos, las sinuosidades de sus muslos o la hendidura brutal de su ingle. Ni aún así consiguió una mínima erección. Comenzó a liarse un cigarrillo de hachís mientras tomaba nota de todos los datos de interés. Sally Jennifer Khan. Ohio, 24 de marzo de 1968. Rubia, un metro ochenta, 90-60-90, cincuenta y cinco kilos, color de ojos: azul. Playboy mes de agosto, edición americana.
El humo del hachís le envolvía como un halo y le aletargaba. Cazó una fea mosca al vuelo y la pulverizó entre sus dedos. Cuarenta y ocho horas, teniendo en cuenta las diferencias horarias, para encontrarla, convencerla y traerla al oasis de Yabrín. Suspiró mientras aplastaba la colilla del cigarrillo sobre una enorme concha improvisada como cenicero y perezosamente se hacía con el auricular del teléfono.
─Conferencia con Nueva York, señorita.
NUEVA YORK,
Ocho de la mañana, 42 Avenue.
Al principio creyó que era el despertador electrónico pero luego se percató, por el aire ligeramente musical timbre, que se trataba del teléfono, y lo descolgó a
─ ¿Harry? Soy Hubert.
─ ¿Hubert? ¿Quién coño me llama a estas horas? -Perdona. Aquí es mediodía y hace un día espléndido
─ ¿Con quién hablo?
─Con Hubert Domínguez, desde el Oasis de Yabrín, Arabia Saudita.
─Ah, hola, dime, dime.-se fue incorporando lentamente de la cama, hasta sentarse, y cogió un vaso de agua de seIz que aguardaba desde la noche anterior sobre la cómoda del dormitorio.
─Un encargo urgente. Jefe se ha encaprichado de una rubia playmate que ha visto en Playboy para su cumpleaños. Toma nota de ello porque la quiere para mañana por la noche como muy tarde, para los postres de su fiesta de aniversario.
─ ¿No le sirve cualquier rubia despendolada que encuentre por la calle? ¿Ha de ser precisamente esa?
─Precisamente esa. Sally Jennifer Khan, de Ohio, playmate de agosto. No regatees precio, la quiere mañana. Habla con Hugh o con quien sea, pero mañana tiene que estar en la tienda de Muley sin falta. ¿Me oyes? ─Preferiría no oírte, tengo una jaqueca horrorosa.
─Sin excusas.
─Sin excusas.
Abajo, a mil pies, se divisaba el desierto tejano, y el Río Grande dibujaba en él un trazo azul oscuro que era como el corte profundo de un cuchillo en un pastel de canela. La azafata, una pelirroja pecosa que respondía al nombre de señorita O'Callaghan, salió de la cabina, parpadeó unos instantes, como si las lentes de contacto le molestaran, y habló con su ridícula voz aflautada y ligeramente nasal.
─Estamos sobrevolando Houston. Dentro de unos instantes aterrizaremos. Esperamos que el vuelo haya sido de su agrado. En nombre de la tripulación y de la American Air Lines les deseamos una feliz estancia.
TEXARKANA,
8 de setiembre, veinte horas.
Harry detuvo el Buick frente al Motel Princesse. Si todos los datos recopilados durante aquella mañana enloquecida habían resultado ciertos, cosa de lo que ahora dudaba, dentro de ese motel de carretera sombrío, al que le faltaban las luces de neón de algunas letras de su rótulo, se encontraba la beldad que andaba buscando.
Antes de acostarse tenía que confeccionar detalladamente la minuta de gastos y enviarla por correo urgente a Hubert para que le transfiriera el importe a su cuenta del City Bank. Cien dólares a Murray, del departamento artístico de Playboy, que le buscó la dirección de la tal Sally Jerinifer Khan y comprobó, vía telefónica, la veracidad de los datos postales que obraban en su poder, trescientos dólares invertidos en el viaje de Nueva York a Houston, cincuenta dólares por alquilar el Buick color crema que le había conducido de Houston a la insólita Texarkana.
Se prendió un cigarrillo y cerró el automóvil con un portazo seco. Le dolía el estómago de no haber ingerido otra cosa, durante el agotador viaje, que una hamburguesa con kétchup y una naranjada que le habían servido durante el vuelo. Luchó contra el viento, que barría la carretera, para cruzar los cuatro metros que le separaban de la puerta del motel y penetrar en el hall. Se sacudió, al entrar, las perneras de los pantalones, rebozadas de arena, y se desprendió del sombrero de anchas alas blanco que cubría su pelo ensortijado.
─ ¿Habitación, señor?
Tenía todo el aspecto de un jugador de rugby: hombros anchos, cara aplastada, pelo muy corto, al dos, orejas despegadas, barbilla partida por un hoyo de la belleza que más parecía un cráter después de una explosión. Debía ser el marido.
─Busco a la señorita Sally Jennifer Khan.
─Es mi mujer. ¿Qué desea?
Había observado cierta animadversión mientras hacía esa afirmación de posesión masculina. Estaba como en guardia e incluso diría que le había visto alzarse unos centímetros sobre las puntas de sus botas, no vistas pero sí imaginadas, tras el mostrador chapado con madera de pino detrás del cual colgaban las llaves de las habitaciones del motel.
─Deseo hablar con ella acerca de una oferta comercial.
─ ¿Quién le ha dado la dirección?
─No creo que tenga importancia, un amigo de Playboy.
─No más fotos ─casi gritó poniéndose lívido─ Sally no hará más fotos desnuda.
─No son fotos, no tema. Llámela, por favor, es una oferta muy interesante que estoy seguro le va a gustar.
Temía salir mal parado del motel y tener que recurrir a sobornos extras para hacerse oír, cuando una puerta del fondo del pasillo se abrió y apareció ella. Porque aquella rubia altísima, espléndida, con la cabellera suelta que le caía sobre los hombros y unos jeans ciñéndole de tal forma las caderas que le marcaban los labios del sexo, no podía ser otra que Sally Jennifer Khan.
─Harry Truman, señorita Sally ─le alargó apresuradamente la mano y dio la espalda ostentosamente al marido, esperando que el gesto fuera debidamente interpretado.
─ ¿Harry Truman? Me suena su nombre, señor Truman.
─Sí, claro, tuvimos un presidente que se llamaba igual que yo ─sonrió─ ¿Podía hablar con usted a solas?
─ ¿Qué es? ¿Para una película? ¿Un periodista?
─Algo mejor, señora Khan.
Tras un momento de duda y cruzar una muda mirada con su marido, le hizo pasar a una salita en medio de la cual lucía un televisor. Unas cucarachas plateadas retozaban por el suelo de madera y las cortinas raídas y decididamente horteras, a cuadros escoceses, a tono con la camisa medio desabrochada coquetamente que llevaba Sally Jennifer encima, tapaban el hueco de las ventanas. Afuera seguía silbando el viento y levantándose nubes de polvo.
Harry le explicó el objeto de su visita. Mientras hablaba no perdía detalle del rostro de su Interlocutora. Primero apareció reflejada en él incredulidad, luego ira, mucha ira, que estuvo a punto de zanjar la transacción comercial, volvió a aparecer la incredulidad otra vez y, finalmente, tras el cheque en blanco que le extendió debidamente firmado y a su nombre, ambición.
─Pero no sé si podré...
─Es facilísimo, ojalá recibiera yo una oferta así, se lo juro que no dudaría. Se trata de unas horas, de una hora no más, luego regresa usted de nuevo aquí. Ya sabe cómo son de caprichosos esos magnates del petróleo, se les mete entre ceja y ceja el tener una chica bonita y no se lo sacan de la cabeza, son como los niños pequeños. Claro que el capricho les puede salir carísimo, usted misma pone el precio.
─Pero, ¿cuál? ¿Qué cantidad puedo pedir? ¿Diez mil?
Harry no pudo reprimir una risotada.
─Por favor, no se subvalore, debe cotizarse muy alto. Yo, de usted, pondría cincuenta mil y le aseguro que no le va a producir ni el más mínimo rasguño en la economía del señor Aminan.
Ahora sí que estaba definitivamente prendida en la red. Harry imaginó su pequeño cerebro, encerrado en aquel rostro tan bello como estúpido, calculando los coches, casas y yates que podría adquirir con dicha fortuna. Y libre de impuestos. Aquella iba a ser una transacción íntima y privada.
─Pero... ¿tengo que acostarme con él?
─No deseo ofenderla, señora, pero seguro que usted se ha acostado por mucho menos dinero, hasta gratis.
Se ruborizó y bajó los ojos. Harry se prendió un cigarrillo y apremió una respuesta.
─ ¿Acepta, señora Khan?
─ ¿Debo consultárselo a mi marido?
─ ¿Es necesario?
─Estaré dos días fuera, ¿no? Pues él ha de saber dónde estoy.
─Está bien, está bien, consúltele si lo cree necesario.
─ ¿Y mis hijos?
─No irá a decírselo también a ellos, eso si que lo considero una solemne estupidez.
─No, claro.
Sally Jennifer salió del saloncito pero volvió a entrar tan rápida que no dio tiempo a Harry de limpiarse las botas con los bajos de las horteras cortinas a cuadros de las ventanas, como hubiera sido su deseo, aprovechando el mutis. Llevaba un radiante sí prendido en los labios sonrosados.
─Mi marido lo ha comprendido, lo ha entendido todo, y me da permiso ─gritó alborozada, echándose en los brazos de Harry.
***
Sally Jenifer, a lo más que había ido, había sido a Ontario, o a Acapulco cuando se casó con Mike. Aquel viaje, tan largo, con tantos enlaces, tantos aviones uno detrás de otro que le esperaban en los aeropuertos, se le antojó una especie de sueño. Vio amanecer y anochecer tras las alas del aeroplano casi simultáneamente. Harry, el amable señor Truman, la acompañó hasta Nueva York y allí se despidió de ella dejándola en las escalerillas del avión que volaba a Riad haciendo escala en Estocolmo y Estambul. El vuelo salía una hora más tarde y en el interregno corrió a ingresar y confirmar el valioso cheque que llevaba prendido en el liguero de su pierna derecha. Lo dejó sobre el mostrador de la oficina bancaria impregnado en un maravilloso perfume mezcla de sudor corporal y Chanel 5 que hizo fruncir la nariz del empleado que lo tomó.
Durante el vuelo, que se hizo interminable, pues no deseaba otra cosa que llegar de una vez por todas a Riad, ser recogida por ese tal Hubert en la avioneta particular y conducida a la tienda del desierto. -¿No sería todo una maravillosa pesadilla?, se preguntaba mientras saboreaba un jugo de pomelo que la azafata le ofrecía, pero el resguardo del ingreso en el banco, oculto en la copa del sostén, servía para tranquilizarla -pensó sucesivamente en el empleo que daría a esa suma de dinero en cuanto regresara de Arabia; primero una casita, una bonita cabaña en las Montañas Rocosas, pues estaba bien harta de la árida Texas, luego una flotilla de coches descapotables, cientos de vestidos, un yate en San Diego y servicio, mucho servicio, negros con aspecto colonial al estilo de los de «Lo que el viento se llevó»; después pensó en sus hijos, Marc y Cholie, lo orgullosos que estarían de su madre, y en el bueno de Mike, tan comprensivo, tan pragmático, que no le importaba perderla por dos noches, que no le importaba prestarla por unas horas a un potentado desconocido si ello iba a redundar en el provecho familiar.
Habían despegado del gélido Estocolmo bajo una lluvia de nieve y cruzaban la URSS camino de Turquía. Cuatro horas de vuelo y ya estaría. Trató de imaginarse a su amante por una hora. De los árabes se tenían en Occidente dos imágenes estereotipadas y muy distintas entre sí ambas: el árabe seductor, alto, delgado, estilo Omar Shariff, que hace el amor con exquisitez mientras con la mano sostiene un vaso de bourbon, y el árabe gordo, vicioso, insaciable sexualmente, que viola más que seduce. Lamentó no haber preguntado al señor Truman a qué espécimen de árabe pertenecía el señor Animan. Sea de la especie que fuera era lo mismo, sólo sería un instante, yacer con él después de esa opípara cena de las mil y una noches, proporcionarle el máximo placer durante unos minutos y partir de nuevo hacia su Texarkana. Pero, se preguntó, ¿y si se tratara de un árabe seductor, bello, refinado, que le prendara realmente? Se quedaría allí, sí, definitivamente, en el desierto, sería la favorita de su harem, la reina del emirato, gozaría de los cuidados de los eunucos, se perfumaría con sándalo a diario, fornicaría con todos los esclavos del oasis y ofrecería su vulva húmeda a los labios concupiscentes del jeque. Notó el flujo en la braga mientras el avión describía círculos pre aterrizaje sobre el aeropuerto de Riad.
RIAD,
9 de setiembre, 12 del mediodía.
Hubert la reconoció nada más descender del avión Era inconfundible. No podía ser aquella árabe culona con aspecto de Christina Onassis pero sin tanto dinero, ni aquella lánguida y pálida inglesa que parecía romperse bajo el peso de la cámara fotográfica colgada del cuello, ni la pareja de italianas parlanchinas que competían en la longitud de sus bustos. Ella era la muchacha rubia, alta, ceñida en Jeans, que mascaba el chicle y fruncía los adorables morritos contrariada por la polvareda de arena que arremolinaba sus cabellos sedosos. Fue a su encuentro y le alargó la mano, primero para estrechar la suya pequeña y suave, luego para coger su equipaje en un gesto de galantería típicamente oriental.
─Venga, por aquí, el avión particular del señor Amman le está esperando. ¿Bien el viaje? Me alegro. Tranquila, es una persona muy sencilla y muy simpática. ¿Qué cómo es físicamente? Pues no es muy guapo, la verdad, un poco gordo. Sobre todo muy tranquila, comerá aparte y luego yo la introduciré en la tienda. Compórtese de forma muy natural, como si estuviera allí por casualidad, y sobre todo demuéstrele afecto y pasión. No creo que le cueste mucho. Es un hombre cariñoso y muy generoso, es posible que le obsequie, al partir, con un paquete de sus acciones. Tiene obsesión por la limpieza, aquí toda la gente adinerada la tiene, se lava las manos treinta veces al día, quizás recordando los tiempos en que eran pastores nómadas y se las lavaban una vez cada treinta años. Antes de ir a su tienda el servicio le dará un buen baño. ¿De acuerdo? ¿No tendrá el período? Se me olvidó recordarle a Harry que se lo preguntara. ¿No? Estupendo, no, es que si lo tuviera tendríamos que inventar algo. Sea suave con él, recuerde que estará recién comido, evite pues sentarse sobre su estómago, sobre su boca u otras posturas que puedan alterar su digestión. Suba, suba, hemos llegado.
El pequeño avión despegó y se elevó a setecientos pies sobre el suelo. El desierto abajo, eterno, uniforme, color curry, truncado a veces por la sombra verdosa de algún oasis o la raya negra discontinua de una caravana de beduinos surcándolo sobre sus camellos.
Hubert estaba a su lado y sus rodillas casi tocaban a las de Sally Jennifer. La proximidad de la muchacha le excitaba de una forma confusa. Envidió al jefe Muley Aminan y hubiera deseado suplantarle. La miraba de reojo, a través de sus gafas de sol, y no podía evitar verla desnuda, tal como aparecía en el desplegable de Playboy, con la mano derecha cubriendo, en un rictus típico de puritanismo americano, el pubis dorado. Se la imaginaba desnuda sobre la cama y él silueteándola con la lengua, humedeciéndola antes de penetrarla.
─Señor Hubert, ¿es usted de mi país?
─De San Francisco.
─Nunca he estado en San Francisco, bueno, en realidad nunca he estado en ninguna parte.
─ ¿Fuma?
─No, temo oler luego a tabaco y que el aliento le desagrade al señor Animan.
─Bien pensado.
Cuando tomaron tierra en aquella pista improvisada del desierto y una comitiva de land rovers acudió a recogerlos, Sally Jennifer comenzó a darse cuenta de que estaba verdaderamente en otro mundo, en un sueño del que formaban parte las impertinentes cabezas de los dromedarios que asomaban por entre los troncos de las palmeras, las bandadas de niños corriendo descalzos tras los coches con las palmas blancas de las manos extendidas -No pasan hambre, lo hacen con todos los extranjeros, es una tradición, le había dicho Hubert-, las enormes moscas verdes que revoloteaban, el color casi áureo de la arena del desierto que se replegaba sobre sí misma en suaves dunas. Y sintió miedo. Estaba allí, sola, en un mundo salvaje y hostil, podían hacer con ella lo que quisieran, y comenzó a mirar con desconfianza a ese Hubert que le acompañaba, a quien había descubierto mirando sin recato por entre la abertura de su blusa, tratando de absorber con sus ojos invisibles sus pechos húmedos de sudor.
La habían conducido a una enorme tienda roja y una nube de mujeres de anchas caderas, pieles morenas y curtidas, dientes blancos y enormes trenzas que les golpeaban en las anchas nalgas al andar la había rodeado y desvestido en un santiamén. Se tapó pudorosamente, pues en aquellos momentos sentía vergüenza de su piel tan blanca, y a la fuerza y entre risas aquellas ruidosas mujeres desenlazaron sus miembros que a toda costa intentaban cubrir los pechos y el pubis, y entonces se sintió untada por mil y un ungüentos olorosos, como si de un mueble barnizado se tratara, y comenzó a notar la piel cada vez más suave, exquisitamente tierna, brillante, sobre la que los dedos de aquellas mujeres resbalaban a una celeridad asombrosa produciéndole sensaciones placenteras que se traducían inevitablemente en un continuo flujo. Le extendían capas de aquel aceite perfumado en los pechos, en las nalgas, en el mismísimo pubis, y aquellas mujeres asexuadas de largas trenzas se reían cada vez que un estremecimiento de gozo la sacudía como un latigazo Luego la dejaron sola, ante un espejo, desnuda, con un plato de frutos secos y dátiles en el suelo y un alfombra roja adornada con dibujos de bailarinas ejecutando la danza del vientre. Quería cubrirse el cuerpo con alguna ropa, pero aquellas mujeres se habían llevado su jeans, su camisa, su sujetador y sus bragas, y la maleta no la había vuelto a ver desde que bajaron de la avioneta particular del señor Animan.
OASIS DE YABRIN, 9 de setiembre, 22 horas.
De las cabezas de cordero sólo comió los ojos y despreció los sesos y la lengua que asomaba por entre la dentadura abierta. El eunuco le llenó la copa de plata hasta los bordes y entonces las bailarinas entraron en la tienda dando saltos mientras los músicos arrancaban una melodía sinuosa con sus instrumentos. Animan alzó su copa y la chocó contra la de sus tres hermanos, contra la de su padre, contra la de su última esposa, contra de la Hubert, que comía la parte más despreciable del cordero, la menos noble: las patas. Con cuatro dátiles en la boca levantó su corpachón del suelo y salió de la tienda. Había anochecido y las estrellas brillaban en el cielo frío del desierto con intensidad. La tienda roja estaba a doscientos pasos, agitada su carpa por el viento. Se hizo acompañar de un eunuco, que llevaba una enorme jarra de miel caliente, y entró en su interior. La rubia americana estaba acurrucada en una esquina, como un animalillo asustado, y se levantó del suelo de un salto aparentando seguridad en sí misma. Amman sonrió mostrando su doble hilera de dientes de oro cuyo brillo cegó a la bella playmate, y dio la orden a su eunuco de embadurnar con miel a la muchacha. Al principio ésta no entendía bien los propósitos del orondo jeque, que entre tanto se iba deshaciendo de forma parsimoniosa de sus múltiples túnicas y fajas, y opuso cierta resistencia a que las manos del criado la sobasen deslizando la miel por su piel, pero luego se dejó hacer mansamente y permitió que el silencioso eunuco extendiera por los rincones más recónditos de su cuerpo la miel perfumada y pegajosa que solidificaba como una película sobre su carne. Se sentía animal, se sentía postre, y aguardaba tendida en la alfombra, con miedo al mordisco de aquel impresionante moro que ahora ya estaba completamente desnudo y era estimulado bucalmente por el eunuco, quedándose perpleja ante las dimensiones de su verga. El eunuco salió de la tienda y Aminan se arrodilló junto a ella. Cerró los ojos. Le repugnaba su aspecto físico, la flacidez de sus carnes colgando, el color oscuro de su pene circuncidado que casi arrastraba por la arena del suelo, sus enormes labios devoradores, que en un momento se posaron, succionando, sobre ambos pezones y los absorbieron con fuerza, como si de ellos esperaran extraer dulce leche, y luego a lengüetazos, sin prisas, la fue lamiendo, liberándola de la película de miel que la envolvía; sintió su lengua pastosa y grande bordear las comisuras de sus labios con un estremecimiento, temiendo que su boca fuera penetrada por ella, pero no, le lengua siguió el curso del cuello y limpió el espacio de entre ambos pechos, recorrió su vientre y se hundió en su pubis. Sintió asco y placer al mismo tiempo. Placer por aquella lengua que bordeaba sus otros labios de un dulzor empalagoso sin decidirse a entrar dentro, asco por la visión de aquellas enormes nalgas flácidas y morenas, excesivamente cercanas a su rostro, y la perspectiva de su pene oscilando entre ellas como un badajo, rozándole el vientre con su punta húmeda de la que colgaba un pequeño hilillo de semen, como una baba.
Cuando sintió que chupeteaba los dedos de sus pies, el último reducto de su cuerpo cubierto de miel, se preparó entonces para la penetración. Abrió los muslos todo lo que pudo, como cuando iba a ballet y su madre se horrorizaba pensando que de un momento a otro se le iba a romper el himen, levantó las nalgas y extendió los brazos en cruz como víctima que se entrega al sacrificio. Cerrando los ojos sólo veía su casa de las Montañas Rocosas, el yate fondeado en San Diego, Mlke pescando truchas, los niños rodando en sus bicicletas por las amplias avenidas. Contó hasta diez y no le sintió entrar. Abrió entonces los ojos. Estaba sola en la tienda. Sentía en su piel la molestia de las babas que le había depositado el jeque en lugar de la miel. No entendía nada. Se levantó despacio y gritó. Nadie acudió a la llamada. Luego se puso a reír. Se había estado mentalizando durante todo el camino para ser poseída por un moro y en el momento crucial aquel moro se había contentado con lamerla de arriba a abajo sin ningún otro fin que el puramente gastronómico de zamparse un plato de rica miel líquida en un envase carnal. Recordó lo que le había dicho Harry Truman en Estados Unidos y luego Hubert al aterrizar en Riad: ella era el postre de una suculenta comida.
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Comentarios
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