DIARIO DE UN ESCRITOR
Victoria, 31 de mayo de
2013
Salir
de Vancouver se convierte en una pesadilla gracias al GPS que nos dirige al
camino más largo y complicado, evitando pasar por la ciudad, Stanley Park y el
Lions Gate Bridge, que ya conocemos, a una ciudad caótica en obras y mal
señalizada y a nuestras escasas dotes de orientación. Así que intentamos una y
otra vez entrar en la autopista 1 West (de nuevo los puntos cardinales que hay
que saber como un rastreador apache para no elegir la dirección equivocada) por
una entrada en obras que no detecta el GPS y damos una vuelta, dos vueltas,
tres vueltas, cuatro vueltas, hasta cinco, por las mismas calles, por las
mismas manzanas, intentando descubrir una entrada a esa maldita 1 West que no
existe. MJ decide fiarse de mi intuición. Calculo la dirección de esa vía
maldita inaccesible y sugiero coger una calle paralela e intentar aproximarnos
a ella muchas millas más allá, fuera de las obras. Éxito después de perder una
hora dando vueltas. Y el letrero indicador de la entrada en la 1 West lo
descubrimos por casualidad, porque tiene apenas un palmo del diámetro y está en
una de las muchas calles por donde nos perdemos.
Circular por América del Norte es
sumamente complicado. Y por América del Sur supongo que tampoco debe de ser
tarea fácil. Y por los alrededores de Madrid como no sepas de memoria el
destino de la A1, A2, A3, A4, A5… Durante todo ese infernal periplo intentando
entrar una y otra vez en la 1W de Vancouver que nos ha de llevar hasta el ferry
que va a Nanaimo, he creído que estaba en un bucle infernal, en la habitación
de El ángel exterminador de la que no
puede salir ninguno de los que están en ellas. Surrealismo buñueliano puro.
Claustrofobia. La que suelen tener mis protagonistas en sus novelas. Mike Demon
que no puede salir de Las Vegas en Lluvia
de níquel; los protagonistas etarras cercados por la policía de Tu corazón, Idoia.
Necesitamos un trago urgente de
whisky para tranquilizarnos, pero no llevamos petaca en el coche. Así es que
sin soltar la 1W, y a punto de colisionar con un cuatro por cuatro que invade
sorpresivamente nuestro carril (un giro del volante de MJ nos libra) vamos
hasta Horseshoe, herradura de cabello,
un pueblo precioso en la costa recortada de donde salen una serie de ferrys,
entre otros el nuestro.
La espera para subir al coche la
pasamos haciendo fotos por el puerto de barcos deportivos, inmortalizando a una
entrañable pareja de patos bien avenidos, papá y mamá con su prole de cuatro
disciplinados patitos a los que cuidan con esmero, hasta que vemos aparecer por
el estrecho canal marino que se abre paso entre islas cubiertas de vegetación
exuberante, el ferry que nos ha de llevar a Nanaimo, topónimo indígena.
La duración del trayecto hasta la
isla de Vancouver dura una hora y cuarenta y cinco minutos. La travesía, por un
mar cerrado y protegido por numerosas islas, es tranquila. El sol sale por
primera vez desde que llegué a Canadá, rompiendo la maldición de ese velo de
nubes, y los pasajeros que han dejado sus autos en las bodegas del barco suben
ansiosos a las cubiertas a tomarlo.
Recorro todas las cubiertas del
barco a la búsqueda de personajes. Puede que sea demasiado forzado que Cain Brother
y Tina Blondie tomen ese ferry, prefiero que se hagan a la mar en Seattle en
donde hay una nutrida colonia de homeless
abocados a la botella de whisky y reina en la ciudad un ambiente canalla.
En
la cubierta de estribor se han concentrado los fumadores y la brisa marina no
es capaz de disolver el humo de tantos cigarros concentrados. En la de babor
hay un tipo que hace yoga y está tan concentrado en sí mismo que no mueve una
sola pestaña mientras permanece en la posición flor de loto, una postura que mi
grado de flexibilidad no permite. Pero lo que me llama más la atención es una
chica joven en pantalón corto que duerme de una forma extraña en esa cubierta
soleada y batida por una templada brisa marina. La muchacha atlética, y atleta,
se apoya con la nuca en el borde de una mesa y con los tobillos en el suelo, permaneciendo
el resto del cuerpo suspendido en el aire, inclinado y rígido como una tabla.
Doy dos vueltas más al barco y todos los pasajeros siguen, más o menos en el
mismo sitio, menos la chica de pantalón corto que ya se ha despertado de su
siesta de funámbula y hace toda clase de ejercicios gimnásticos alzando las
piernas y apoyándolas en cada uno de sus hombros, abriéndolas hasta casi tocar
con la pelvis el suelo de la cubierta, brincando con los pies juntos, dando
palmadas rítmicas con las dos manos y los brazos en alto y haciendo flexiones
en el suelo: ha convertido la amplia cubierta del barco en su particular sala
de gimnasio. Tanta envidia me da su
cuerpo flexible que me hago la promesa de intentar alguno de esos vistosos
ejercicios cuando llegue a mi hotel, pero se queda en eso, en promesa.
La sopa clam chowder de Canadá no tiene el mismo aspecto que la de Estados
Unidos y sabe diferente. Si en el país vecino esa sopa de almejas era blanca y
las almejas y patatas parecían nadar en una superficie lechosa, en el
despoblado Canadá se parece a una sopa convencional de pescado de las que se
comen por el Mediterráneo: roja. Pero está buena la que, para matar el tiempo,
comemos en el restaurante del ferry mientras éste avanza imparable hacia la
isla de Vancouver sin una sola ola que lo balancee ni una ballena en el
horizonte.
Dicen que Victoria es más british que el propio Reino Unido, que
sus ciudadanos toman el té de las cinco y beben pintas en los pubs, y puedo
corroborar esa afirmación en cuanto desembarcamos del ferry, recorremos los
noventa kilómetros de bosques y prados que separan Nanaimo, nombre que me es
imposible de memorizar y olvido una y otra vez, de la capital de British
Columbia, localizamos nuestro hotel, el Capital City Center Hotel, y nos
lanzamos a pasear por la ciudad. Victoria es lo menos americano de todo este
viaje y lo más europeo, sin duda, y eso lo percibo nada más dar el primer paso
por la ciudad en el aire, en las edificaciones y en la gente que veo por la
calle. Cualquier foto de cualquier rincón de esa ciudad canadiense de poco más
de 80.000 habitantes remite a Europa y a Gran Bretaña. Victoria es una ciudad
que se concentra en su centro, city center y no downtown, tiene hermosos
edificios de ladrillo, fábricas restauradas convertidas en galerías lujosas y
elegantes, un enorme y victoriano hotel, el Victoria Conference Centre que
recuerda a alguno de los suntuosos palacios de la reina de Inglaterra, y un parlamento
gigantesco tras una explanada alfombrada de césped con una gran cúpula central
verde y dos docenas pequeñas que coronan los edificios adyacentes al principal.
Avanzamos por Douglas Str., en una
de cuyas esquinas está el hotel, y nos dirigimos por Yates al puerto deportivo
que también es pista de despegue de hidroaviones y muelle de atraque de los
barcos que van a avistar ballenas. Los victorianos, porque supongo que así se
deben llamar, aprovechan que ha salido ese sol radiante e increíble y copan
todas las terrazas bebiendo cerveza y comiendo platos de mejillones que no
conocen sus vecinos del sur. Por más que buscamos una mesa libre cerca del
puerto no la encontramos. En el muelle se balancean docenas de veleros, algunas
lanchas fuera borda y un lujoso yate que brilla al sol. Victoria, aquí y ahora,
es una fiesta de sol después de semanas, quizá, de lluvia continúa, y sus
habitantes se solazan en camiseta y pantalón corto para sentir sobre la piel
los rayos benéficos de un astro tan esquivo. Tanto sol hace, tanto brilla, tanto
resplandece el mar, y tantos mejillones y cervezas veo en las terrazas que hay en el puerto de
Victoria que podría ser la mismísima Barceloneta si no fuera por los cabellos
rubios y los ojos azules de la mayor parte de los victorianos.
Cuando llegamos al impresionante
Parlamento de la capital la tentación es tenderse, como hacen docenas de
jóvenes, en sus praderas y disfrutar de ese sol tan escaso en estas latitudes,
pero la incansable MJ me arrastra hasta un pequeño parque de tótems para luego
tomar de nuevo Douglas St. e ir a Chinatown.
El Chinatown de Victoria no es el de
Vancouver, y menos el de San Francisco. La ciudad china de Victoria se
circunscribe a la calle Fisgard, en donde hay una vistosa puerta china, y la
calle Herald, dos manzanas en donde se concentran los comercios y restaurantes
chinos de la ciudad. Las ocho es una buena hora para cenar, así es que entramos
en el primero que vemos, esquina Government y es todo un acierto porque hacemos
una de las mejores comidas del viaje. La sopa que nos traen para empezar, es
exquisita, lo mismo que el pollo con verduras y cacahuete, los fideos con salsa
y el cerdo agridulce. Yo como con palillos, como manda la tradición, mientras
MJ utiliza el tenedor.
El hotel está a dos pasos de Chinatown,
así es que regresamos caminando y apuramos las últimas horas de luz. Y ya
en el hotel, el tipo de la habitación de arriba se ducha y parece que lo haga
en la nuestra porque paredes, suelo y techo son de papel.
Mañana procuraré tomar el té de las 5.
Mañana procuraré tomar el té de las 5.
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