DIARIO DE UN ESCRITOR
Victoria, 1 de junio de 2013
Al
lado del hotel Capital City Center, en la misma calle Douglas esquina con
Chatham, hay un restaurante para desayunar. Cuando entramos, pasadas las diez
de la mañana, porque apagamos los despertadores y seguimos durmiendo cuando sonaron
a las 9, nos damos cuenta de que es de la misma franquicia que el de Vancouver
en donde la encargada nos metió prisa para que dejáramos la mesa y cortó la conexión
a internet para acelerar nuestra marcha.
—No
ha terminado todavía de trabajar— me dijo textualmente en inglés, curiosa forma
de decir que no terminaba de desayunar, más una queja que un comentario.
Pero
ya es tarde para dar media vuelta, salir y buscar un Starbucks Coffe que vi por
alguna parte de Victoria en los paseos de ayer, y no nos vamos a conectar a
internet, ni vamos a demorarnos más de la cuenta en la mesa, así es que dejamos
que una chica joven, rubia y menuda nos acomode en un booth, no boob (teta), como dije en algún lugar de este diario por
mi amplio dominio del inglés. Nos traen el agua con hielo y pajita, que tanta
gracia me hace, y pedimos huevos a la plancha acompañados de patatas a la
canadiense, tostadas con mantequilla y café americano. Todavía no he comido en
toda América del Norte unas patatas decentes aparte de las Pringles, así es que
esas patatas oscuras y dulces, medio espachurradas y grasientas que nos ponen
en el plato en él se quedan.
Nos perdemos yendo a nuestro próximo
destino, The Butchart Gardens, el lugar más visitado de la isla de Vancouver, y
echamos la culpa al GPS, a los canadienses y a sursum corda cuando esta vez la culpa es toda nuestra. Poner en el
GPS una población que no existe, Suchard, nombre de una marca de chocolate
exquisito, por Saanich, nos lleva a que hagamos cincuenta kilómetros (en Canadá
hay kilos, litros, kilómetros) en
dirección opuesta, hacia esa población que no hay manera de que aprenda su nombre,
Nanaimo, y no nos demos cuenta de nuestra equivocación hasta que no se lo
preguntamos a una chica joven, rubia y distinguida que trabaja arreglando una
carretera. En Victoria se pueden ver top
models, vestidas con monos amarillos reflectantes y con melenas de vikinga
bajo cascos, alquitranando el pavimento.
Volvemos
sobre nuestras rodadas, entramos de nuevo en Victoria, tomamos Blanshard Street
y, camino del aeropuerto, encontramos el desvío que lleva a The Butchart
Gardens, y, tras pagar las entradas en la caseta, un ejército de jóvenes
uniformados y con pantalón corto nos guía con un lenguaje coreográfico de
señales, que envidiaría el más eficaz guardia de tráfico, un verdadero ballet
que nos deja bastante impresionados, a nuestro aparcamiento en la zona de las
mariposas que está a continuación de los elefantes y los ciervos: se memoriza
el animal y así se tienen más probabilidades de encontrar el coche en el
aparcamiento.
Confieso
ser tan aficionado a los jardines, porque prefiero los que conforma la
naturaleza a los de los hombres, como a los zoológicos, pero me dejo guiar por
MJ, y no me arrepiento. Butchart Gardens provoca un éxtasis floral hasta a los
alérgicos al polen. Son los antiguos jardines de la señora Butchart, que
transformó una antigua cantera de piedra junto a un pequeño estanque en esta
maravilla botánica por la que hay que pagar 34 dólares canadienses para ver,
una orgía para botánicos. Miles de flores de todos los colores y de todas las
latitudes, inmensos prados, hierba que tapiza por completo las piedras descarnadas
que quedaron como muestra de la cantera, un estanque romántico en cuyas aguas
flotan flores de loto, árboles de todas las especies botánicas posibles, conforman
un espacio tan bello ante el que me rindo. Desde las diminutas euphorbia, a los
gladiolos blancos con dibujos morados en su interior, a las lobularia
minimalistas que expenden un perfume intenso; las nicotianas blancas que penden
cabeza abajo; el senecio que parece un diminuto árbol; la zantedeschia que se
puede confundir con un tulipán blanco; el anaranjado abutilon; la amarilla
achilea que compite en color con la suave al tacto y mullida calceolaria; las
begonias de un rosa fuerte; los extraños y alargados eremurus; los helenium
cuya corola emerge redonda como una ubre de su corona de pétalos; la delicada
helianthemum de amarillo pálido; el hemerocallis de seis pétalos en forma de
estrella; la espectacular ligularia de flor arracimada amarilla que se puede
confundir con la lysimachia; los lilium que crecen cabeza abajo y se abrazan
los pétalos rosáceos; la rubbeckia, que es como una margarita con corola oscura
y pétalos amarillos que salen de su corola como los rayos del sol; los
solidagos que crecen silvestres en los arcenes de las carreteras; las
redondeadas tagetes de amarillo fuerte en donde resaltan los insectos que en
ellas liban; las espectaculares tigridias de tres pétalos cuyo pistilo parece
un delgado pene que emerge de su atigrada corola; las anemonas de suave color
fucsia; la clematis de pétalos bicolores; el rosado cosmos; las dieramas,
flores castigadas que penden cabeza abajo; las pentas que nacen de robustas
platas de hojas verde intenso; los amaranthus rosados que cuelgan en racimo
buscando el suelo; las peonias, los hibiscus, dalias, acantos, heliotropos, prímulas,
salvias, begonias, celosías, cannas, crisantemos, impaciencias, fucsias,
rododendros… Flores que he visto anteriormente, las menos, pero muchas más que
nunca vi ni sabía de su existencia pueblan este jardín en el que el hombre, con
su arte, imita a la naturaleza e intenta superarla y casi, casi, lo logra.
Me
detengo ante cada una de esas flores, hasta de las más insignificantes y no por
ello menos hermosas, que aproximándolas con la lente de mi cámara fotográfica,
parecen terciopelo. Me fascinan los pistilos cargados de polen de algunas de
ellas, que huelen a miel, cuando es la miel la que huele a flor, por los que
revolotean miríadas de abejorros que no nos hacen caso, absortos en libar en
toda y cada una de esos poemas visuales de color. Doscientos jardineros
consiguen que el antiguo jardín de la señora Butchart no tenga nada que envidiar
a los de Buckingham Palace, o a los de Versalles que, sí, serán más regios, con
más explanadas para que el rey al que iban a guillotinar se creyera dios entre naturaleza
torturada por los podadores, pero no tienen la delicadeza de este impresionante
muestrario de todas las flores del mundo que es este pequeño rincón de la isla
de Vancouver a dos pasos de la bahía de Brentwood en donde The Butchart Gardens
tiene un embarcadero para quien quiera dar un paseo pagando 18 dólares
adicionales.
De
nuevo, ante ese espectáculo de color y perfume, me sobreviene el síndrome de
Stendhal. No puedo procesar tanta belleza y ésta me supera, hace que me sienta
pequeño, feo y torpe en ese delirio vegetal. Así es que me falta el aire, se
ciega mi vista, el cielo gira sobre mi cabeza y la explosión sensual de las
flores, su juventud, me hace decrépito en un instante como el Achembach de Muerte en Venecia de Thomas Mann, como
Dirk Bogarde en la mejor película de Visconti que superaba a la novela que
adaptaba, cosa infrecuente en el cine, porque Muerte en Venecia es una pequeña novela de Thomas Mann a años luz
de La montaña mágica o Los Buddenbroock. Pero no veo a ningún
Tadzio por los alrededores, ni a ninguna Silvana Mangano tan bella como
hierática de rostro afilado y sombrero emergente, sino a cientos, quizá miles,
de chinos.
Los
chinos copan cada rincón de este jardín, como si lo hubieran invadido, y no son
los colegiales que vimos en Capilano anteayer, con sus dos maestros
encorbatados, que compraron cajas enteras de esos diabólicos fudges de los que
MJ ha dado cuenta. Vienen en grupos numerosos, ya que no se atreven a viajar
solos, en familia, en manada, en viajes organizados, ansiosos de gastarse los yuanes
que les sobran en regalos. Son los nuevos ricos, como los rusos, los
millonarios que han nacido de los escombros del comunismo, los segundos, o de
una imposible síntesis de comunismo y capitalismo que solo China hace posible,
los primeros, que horrorizaría a Mao Tse Tung si su momia se levantara y
saliera a la plaza de Tiannamen.
Me
había hecho el propósito de aprender algo de inglés, porque todo el que estudié
en el British Institute, en el Instituto de Estudios Norteamericanos y en la
Berlitz School se me ha olvidado, pero quizá sea mejor aprender mandarín, tenga
más futuro. También me había hecho el propósito de tomar el té a las cinco, y a
las cinco aún estoy deambulando por los jardines de la señora Butchart,
estudiando botánica gracias a un completo catálogo de flores que incluye los 35
dólares de la entrada.
De
regreso a Victoria no nos perdemos. A las seis pm ocupamos una de las mesas del
Ocean Garden en donde comimos ayer tan bien, y como no somos gentes que asuman
riesgos gastronómicos, repetimos exactamente la cena anterior, con la cerveza
Canadian, aunque MJ pide a la camarera que echen más especies picantes a los
platos, porque ayer no picaban. MJ quiere llorar comiendo, y cuando prueba los
tres platos de cerdo agridulce, fideos y verduras con pollo los encuentra light y pide salsa picante para llorar y
moquear.
Cuando
traspasamos la puerta en Ocean Garden sólo había dos mesas ocupadas. A los diez
minutos, el restaurante se llena y hay clientes que esperan de pie a que alguna
mesa se desocupe. A mi lado una pareja asimétrica que me llama la atención
porque tendrán difícil compenetración en el sentido más íntimo de la palabra. Él
es gigantesco, le calculo doscientos kilos abierto en canal, le cuelga la tripa
por encima de un pantalón que no consigue abotonarse y no se quita, mientras
come de una pecera una sopa caliente que le quema, un sombrero de explorador
que debe cubrir su calva; ella es una diminuta tailandesa de poco más de metro
y medio y cuarenta kilos de peso. Para cebar esa masa de carne la camarera trae
fuentes de comida.
Hay
bastantes chinos entre los comensales del Ocean Garden, lo que es una buena
señal. Un grupo distinguido ocupa una mesa circular en donde los platos se
colocan sobre un soporte giratorio de madera en su centro que permite ir
comiendo con los palillos de ellos a todos los comensales dispuestos alrededor.
Pienso en la cultura milenaria de los chinos, mucho más antigua que la nuestra
de la nos sentimos tan orgullosos; pienso en la exquisitez de sus platos, hechos
para los sentidos, pequeños bocados con sabores variados y bien condimentados,
una sabia combinación de carnes especiadas y verduras al dente que hacen de la
gastronomía china una de las mejores del mundo y una de las más saludables. Los
chinos, a fin de cuentas, no son tan diferentes a los mediterráneos: saben
comer, disfrutan haciéndolo, son ruidosos y festivos. Observo a ese grupo de
chinos de mediana edad; uno de ellos viste un traje de seda gris que en otra
percha sería ridículo pero sobre su persona resulta elegante. Hay dos mujeres
entre ellos, discretas. Y un chico joven, que escucha respetuoso la conversación
de los mayores. Me acuerdo de la importancia que tienen las comidas en las
películas chinas del taiwanés Ang Lee. Y me viene a la memoria Deseando amar, la extraordinaria película
de Wong Kar Wai, envolvente y sensual que me llevó a los templos de Angkor
cinco años después de haberla visto.
—¿Entran películas chinas en Estados
Unidos?
—Pues no, hijito, ninguna como no sea
una que esté nominada a los óscar. Francesas y sobre todo inglesas, y las de Almodóvar,
pero china, ninguna.
Me resisto a abandonar la elegante
Victoria, ese trozo de Europa en la parte norte del continente americano, así
es que andamos hacia el puente levadizo metálico de un verde apagado que cruza
un brazo de mar y por el que circula un tren, entramos en el desangelado Market
Square, que todavía no ha vendido todos sus locales, pasamos por la terraza
cubierta del hotel Swan, subimos por la animada calle Johnson en cuyas manzanas
hay edificios antiguos de principios del siglo pasado pintados con colores
pastel y descubrimos que Fisgard por
encima de Douglas sigue siendo Chinatown aunque no haya comercios chinos ni
restaurantes.
Y es en ese cruce Douglas Fisgard cuando
pasa por delante de nosotros un rick shaw
que transporta a una pareja y conduce una muchacha de fuertes piernas y
atuendo sexy que pedalea con brío y hace
de guía turístico a sus pasajeros por las calles del pequeño Chinatown de
Victoria
Un
mural en Fisgard Street recuerda a los primeros chinos que llegaron a la
capital de la British Columbia, la familia del adinerado Lee Mong Kwo que se estableció en lo que luego
fue Chinatown en 1905 con su mujer, sus hijos y sus padres. Victoria es la
ciudad con más población china de Canadá. Hoy más, con los que llegaron de
China continental e invadieron los jardines de la señora Butchart.
Y
me acuerdo, no sé por qué, o sí, de dos chicos españoles que vi ayer sentados en
un banco junto al puerto de Victoria, ambos músicos, que se miraban con arrobo
mientras hacían demostraciones con sus instrumentos; él, con barba oscura y
pelo largo, delgado, tocada una especie de guitarra antigua de la que arrancaba
exquisitos sonidos medievales; ella, delgada y espiritual, de larga melena
oscura y ondulada, lo escuchaba con una sonrisa en los labios y brillo en los
ojos mientras sostenía en sus brazos un acordeón. Era una pareja que sin
saberlo se estaba enamorando, y el instante venía subrayado por esos rayos de
sol tan inesperados en la isla de Vancouver. Por alguna razón me vi reflejado en
aquel muchacho que tocaba aquella guitarra medieval y me transporté entonces,
sin poderlo evitar, cuarenta y cuatro años atrás, a la Ile de France en París,
una tarde de húmedo verano, en la que una chica joven y de aspecto hippie, con
pantalones ajustados, blusa entreabierta y melena agitada por la brisa del Sena
vendía besos a un franco. Un bisous par
un franc, un bisous par un franc. No sé si le compré alguno. No me acuerdo
o no quiero acordarme.
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