DIARIO DE UN ESCRITOR
Gardiner, 4 de junio de 2013
Segundo
día en Yellowstone. La primera parada, después del desayuno decente en Comfort
Inn (al menos el zumo de naranja tenía
alguna semejanza con el natural) será en el centro del visitantes de Mammoth
Hot Springs, pero nos detenemos unas millas antes de llegar por el primer
encuentro con la fauna salvaje del
parque. Los primeros animales los avistamos nada más traspasar la caseta en
donde nos dan nuevos mapas y un folleto en español redactado por un mexicano
que habla de tiendas de abarrotes, regalos, restaurantes y hoteles al servicio
de los visitantes, son tres ciervos pequeños de cola blanca que cruzan la
carretera y trepan monte arriba. Los pronghorn son más delicados que los
ciervos mula y se desplazan en grandes migraciones por esa zona baja de
Yellowstone. Ese trío son esquivos, se alejan en cuanto nos acercamos.
Mientras
llegamos al centro de visitantes hojeo el folleto en español—mexicano que nos
dieron a la entrada del parque. Los encuentros con la fauna de Yellowstone están
perfectamente reglamentados. No podemos estar a menos de 50 metros de un
bisonte, 25 de un ciervo mula y 91 de un oso. Si infringimos la norma podemos
ser castigados con multas por los rángers.
En
el centro de visitantes, que son unos antiguos cuarteles rehabilitados, compro
una tarjeta. En su pequeño cine proyectan un par de documentales. Nada que ver
con los del parque de Denali o el Museo del Norte de Fairbancks. El primero es
un documental de los años cincuenta, rancio y con mala fotografía; lo único que
me interesa de él es ver a unas señoras de los años veinte trepando por los
montes de Yellowstone con sus faldas estrecha y sus zapatos de tacón. El
segundo es posterior, pero no mejor. Pero hay una imagen en el primero de ellos
que me perturba. Un grizzly capturando una trucha en el río Yellowstone. La
trucha se debate agónica en las fauces del oso. Contemplo la cara de espanto de
la roja trucha que todavía colea. Y la cara del oso, ajeno al sufrimiento de la
trucha. Ausencia de empatía por parte del oso para el que la trucha no es más
que un suculento bocado.
Las leyes que rigen la naturaleza siempre me
han perturbado. El hombre se rebela contra ellas, prolonga su existencia, pero
acaba muriendo. En la naturaleza un tullido, un anciano, un bebé desvalido,
pasan a mejor vida, al estómago de su depredador, y por eso los nativos
americanos y los inuit, cuando se les caían los dientes iban a morir lejos del
poblado. Todo se destruye para construir algo nuevo.
Yellowstone
fue el primer parque nacional de Estados Unidos, y también uno de los más
grandes. Por allí también anduvo mi viejo amigo John Muir, revindicando ese
entorno natural extraordinario. El parque es un espectáculo geológico con
cañones, lagos, ríos, cascadas, zonas volcánicas y aguas termales, pero estuvo
desprotegido hasta que el séptimo de caballería, sí, el séptimo, acabo con la
tala descontrolada de árboles y las cacerías indiscriminadas. Es el parque
nacional que recibe más visitantes de Estados Unidos y del mundo. Y eso no
altera el ecosistema, aunque sí le resta su encanto salvaje.
Nos
concentramos hoy en la sección de los géiseres. Pero para llegar a ella hay que
recorrer 35 millas de carreteras espectaculares que los norteamericanos
bautizan con el adjetivo escénico. Nos detenemos un momento en el descarnado
Golden Gate para admirar las Golden Falls. Luego el paisaje cambia, aparece una
inmensa tundra, similar a la de Alaska, cubierta por matojos verde gris y
rodeada de montes nevados. Junto a una pequeña laguna, cuya mitad está cubierta
de hierba alta, nos detenemos a saborear el paisaje. Se oye ruido de pájaros,
graznidos de patos, pero no se ve ninguno surcar las quietas aguas.
Seguimos
viaje hacia el interior de Yellowstone. Aparecen enormes prados surcados por
arroyos y la carretera serpentea junto al río Yellowstone que en unos tramos se
remansa y en otros se alborota en violentos rápidos.
Los
segundos animales que vemos en Yellowstone están al borde de la carretera y los
podríamos tocar si nos armásemos de valor. Dos gigantescos bisontes que no se
alteran cuando nos detenemos a dos pasos de ellos y siguen comiendo hierba
apaciblemente. Contemplar a tan gigantescos animales tan de cerca me produce
una extraña agitación y recordar la espectacular estampida de ese western de
episodios que fue La conquista del Oeste, uno de ellos dirigido por John Ford. Los
gigantescos rumiantes están cambiando de piel, y la de invierno se les cae a
ronchones. Sus cabezas son imponentes y es lo que me llama más la atención; los
cuernos, en proporción, pequeños. Pero impone su envergadura, sobre todo, capaz
de hacer descarrilar a un tren. Así es que me mantengo a dos pasos del coche,
con la puerta abierta, por si acaso.
Seguimos
la ruta. Las fumatas blancas que emergen de entre los árboles nos alertan de la
presencia de géiseres. Nos acercamos tanto a ellos que el vapor de agua que
desprenden nos moja el cabello. Hierve el agua con perfume a azufre, expele la
naturaleza de sus entrañas vahídos de vapor, rugen sus entrañas por esos
boquetes de piedra caliza con forma de burbuja.
Las
praderas y los bosques nos acompañan durante todo el camino. La belleza de ese
paisaje me aturde. En uno de los prados pasta pacíficamente un enorme rebaño de
un centenar de bisontes, el animal mítico de América del Norte que estuvo a
punto de ser exterminado por cacerías descontroladas. Hay tramos de bosques
desolados, muertos, con todos sus troncos secos de hojas o tumbados. Los
incendios forestales son muy frecuentes en Yellowstone, por las tormentas, y el
protocolo del parque impide apagarlos. Dicen, no sin razón, que así el parque
renueva su savia, que nuevos árboles nacen de los cadáveres de los viejos
calcinados. El último incendió asoló las tres cuartas partes del parque, pero éste
sobrevivió. Por esa razón forman parte del paisaje de Yellowstone esos troncos
desnudos sin ramas ni hojas, de los árboles muertos, que emergen de forma
discontinúa entre los pequeños pinos y abetos que nacieron después del último
incendio.
Nuevas
praderas, nuevos rebaños de bisontes, el animal más frecuente del parque, pero los
hay más pequeños que se cotizan más alto por su escasez. Caminando por la
ribera del Yellowstone divisamos un coyote. Se han detenido una docena de
coches a su alrededor y bajan sus ocupantes a hacer fotos al animal. Y el coyote
lanza miradas de sorpresa a los que le fotografían sin parar, sin entender qué
interés pueden tener los humanos en él. Desaparece en el bosque.
Hay
miles, quizá millones, de troncos abatidos que se pudren en el suelo de
Yellowstone sin que nadie los aproveche.
—Podían
hacer pasta con ellos, para papel, o conglomerado, para vuestras casas—le digo
a MJ escandalizado por ese despilfarro forestal que veo por todas partes.
Otras
veces, el causante de esa masacre de árboles son los géiseres que los matan de raíz,
los secan, los petrifican después de enterrarlos en cal viva.
El
Old Faithfull puede que sea el géiser más famoso del mundo. Faithfull, fiel,
porque erupciona a sus horas. Alrededor de ese espectáculo extraordinario de la
naturaleza se ha montado un inevitable tinglado comercial. Este país tiene dos
dioses: el creador y el dinero. Así es que los norteamericanos hacen negocio de
todo lo que se preste a ello. Hay un hotel de lujo, cuatro o cinco restaurantes
y un sinfín de tiendas alrededor de ese
chorro de agua que hace su aparición en un escenario vallado rodeado por bancos
cada hora y veinte minutos aproximadamente. La próxima función del géiser,
según consta en el centro de visitantes y en todas las tiendas de esa sección
de Yellowstone, es a las 6,5 aproximadamente y Old Faithfull nunca falta a su
cita. Así es que tenemos tiempo para comer. La comida es hoy tan infame que
hasta MJ se la deja en el plato.
—¿Es
el mismo cáterin de la cárcel del estado de Montana quien confecciona esta
porquería?—pregunto a MJ.
Lo
único comestible es el pan y la tarta de queso. La verdura congelada y hervida
no sabe a nada. La lasaña de carne es sencillamente repugnante. Con la cuenta
va un cuestionario para que les evaluemos, como si ellos no supieran la mierda
que sirven a sus clientes. Pongo la peor nota posible en ese cuestionario y
adjunto mi mail por si desean ponerse en contacto conmigo y que les asesore.
Compramos
una galleta de postre y ocupamos nuestro asiento preferente en la primera fila
del escenario en donde Old Faithfull ya se está preparando con fumatas blancas.
Pero el espectáculo está tanto en ese pequeño promontorio blanco del que sale
el vapor de agua y ésta burbujea, como en las dos filas de asientos ocupadas
por turistas chinos y visitantes locales de Yellowstone, todos armados con
cámaras de fotos o filmadoras. A las seis y dos empieza el espectáculo que dura
cuatro minutos escasos. Un chorro de agua hirviendo emerge del centro de la
tierra, a presión, y se eleva en el cielo una treintena de metros con un rugido;
el vapor del agua se confunde con el de las nubes. Cuando el espectáculo
termina los turistas corren a sus autocares con el tesoro de sus fotografías en
sus cámaras.
Visitamos
otros géiseres de la zona: el Black Sand Basin, el Upper Geyser Basin y el
Biscuit Basin. Recorremos por pasarelas de madera ese paisaje mágico de lagunas
de agua transparente, otras azules, o verdes, burbujeantes, todas humeantes, y
observamos todos los orificios que esas superficie blancas de caliza presentan
y en donde se escucha el sordo rumor del agua hirviendo bajo el subsuelo.
En
Biscuit Basin hay un géiser más activo que el Old Faithfull; éste, al contrario
que la estrella del parque, no tiene horarios y erupciona justo cuando
llegamos: brota un chorro potente de sus entrañas que se eleva unos cuantos
metros y ruge la tierra por el esfuerzo.
Yellowstone
acrecienta el síndrome de Stendhal que padezco. Incapaz de absorber tanta
belleza, me derrumbo. Empiezo a tener síntomas de agotamiento que achaco a la
altura: 2.200 metros se notan en cada paso que doy por las planas pasarelas.
Sale el sol de cuando cae la tarde, pero se mantienen en el cielo unas nubes
azul cobalto que parecen pintadas para la ocasión. Los bosques humean mire por
donde mire. Contemplando ese espectáculo extraordinario de la naturaleza retrocedo un millón de años atrás, cuando la
tierra se estaba formando y todo eran volcanes, temblores de tierra, géiseres y
chorros de lava hirviendo. Recorriendo Yellowstone se da uno cuenta de que la
tierra está viva bajo nuestros pies, por si nos habíamos olvidado de ellos, que
no la podremos dominar nunca, que sus reacciones serán imprevisibles como esos géiseres
que repentinamente deciden taponar una salida y emergen en medio de un bosque
exuberante de abetos y lo calcina.
La
tarde dibuja imágenes de postal en el río Yellowstone y en los bosques
humeantes de alrededor. La luz prodigiosa que precede al crepúsculo arranca rojos,
amarillos, ocres, verdes y azules de ese paisaje telúrico cambiante. Se secan
pozas, que se convierten en agujeros insondables, y se abren otras nuevas,
burbujeantes, colmadas de agua cristalina. En una de esas lagunas vive una
especie de araña.
Un
pájaro diminuto de un azul intenso sobrevuela esa zona termal. Se posa en lo
alto de una roca caliza enfriada y luego lo hace en el extremo de un árbol
muerto que ya perdió sus ramas. El pájaro es una joya diminuta en ese escenario
grandioso.
Ya
no caben más imágenes en mi cabeza. Ya no soy capaz de absorber más belleza.
Así es que regresamos a nuestro nuevo hotel, el Travelodge Inn, esta vez sí, a
las siete y media. Y la naturaleza nos premia con el animal que nos faltaba a
la colección: el oso. Uno recorre la ribera del río Yellowstone, seguramente
buscando su cena en forma de salmón, ajeno a la expectación que concita a su
alrededor, y tras pasear arriba y abajo, subirse a un tronco, inspeccionar el
río con la mirada, bañarse en él, se pierde en el interior del bosque. El otro
cruza, media hora más tarde, la carretera a pocos metros de nosotros y se
pierde en la espesura antes de que podamos frenar y salir a verlo.
Oscurece,
pero en los prados que están próximos al Viejo Fiel aún pacen los rebaños de
bisontes con sus retoños que corretean bajo sus gigantescas patas, y en un
prado, próximo al lago en donde nos detuvimos por la mañana, una treintena de
ciervos mula levantan sus cabezas para mirarnos con la misma curiosidad que
nosotros sentimos por ellos.
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