DIARIO DE UN ESCRITOR
Cortez, 15 de junio de 2013
Dejamos
Coyote Lodge Inn y nos detenemos un momento en el centro de Este Park a
desayunar en el Starbucks Coffe, esta vez en la terraza, junto a ese río que
produce cierto pánico por la fuerte corriente y por lo fácil que es que un
crío, jugando, se caiga en él y aparezca en el lago.
Hoy
tampoco hay cruasanes, pero sí ese delicioso pastelito con textura hojaldrada y
relleno de crema dulce de queso que calientan los empleados en el microondas. Al
café de los locales, servidos en los odiosos vasos de parafina, me voy acostumbrando.
Y tras desayunar tomamos la 34 que nos lleva literalmente al cielo.
Temíamos
que la altura de esta carretera, la más alta de las asfaltadas de todo Estados
Unidos, afectaría al coche y a los pasajeros. Pero resistimos los tres. Para
aclimatarnos nos vamos deteniendo en todos los miradores. Las vistas son cada
vez más aéreas. El último mirador, a 3713 metros, permite distinguir con nitidez
todas las cumbres de las Montañas Rocosas y un lago helado entre los picos. El
impresionante Monte Elbert, cubierto de nieve, destaca sobre el conjunto de la
sierra con sus 4401 metros. Las Montañas Rocosas nacen en Alaska, cruzan Canadá
y mueren en Colorado, y en un alto prado del parque es donde nace precisamente
el río que forja los cañones de Canyonlands y Gran Canyon.
No
hay vegetación a esa altura, más que una tundra esponjosa que cubre el terreno
entre las rocas, ni viven más animales en esas altas cimas que algunas marmotas
que apenas se dejan ver. Caminar por los senderos hasta llegar a los miradores,
distancias cortas de apenas medio kilómetro, las hago como si fuera a cámara
lenta, a pasos cortos y deteniéndome a cada momento. MJ me adelante con su paso
de marine. La altura se nota, y también el aire frío que viene de la sierra
nevada. La recompensa a ese pequeño esfuerzo es una vista panorámica de todo el
parque con sus montañas y gigantescos bosques que cubren su parte baja.
—¿Habías estado alguna vez tan alto?
—En
el Teide, pero bajando del coche, como aquí. Lo de Sierra Nevada fue mucho más
duro: subí y bajé en bicicleta los 30 kilómetros que hay entre la ciudad y la
montaña. Una vez y no más.
A
partir de ese punto, todo es bajada hasta la zona de los grandes lagos que
abastece el río Colorado. El Grand Lake, pese a su nombre, es el más pequeño.
El Shadow Mountain Lake, de tan pegado al anterior, parece su continuación. El
mayor es el tercero, el Lake Granby, un pequeño mar con oleaje, casas de madera
en las orillas y embarcaciones de recreo.
A
la salida del parque nos detenemos en el arcén. Una mamá alce y su retoño comen
hierba al lado de la carretera. Un espectáculo que congrega a una docena de
curiosos y obliga a los guardas del parque a tomar medidas para que los coches
no atropellen a esa familia. La mamá es la que más come mientras el crío
corretea y salta entre la hierba blanca. Tengo, mientras los fotografio, una
imagen siniestra en la cabeza que vi en el televisor de la sala de desayunos
del motel de Yellowstone: un oso persiguiendo a una mamá alce y a su cría y que
no ceja hasta arrebatarle el cachorro a su madre. No somos mejores que los
osos. Comemos cerdos recién nacidos y pequeñas terneras.
La
34 va siguiendo el curso del río Colorado y pronto desemboca a una autopista
que cogimos subiendo hacia las Montañas Rocosas y que ahora hacemos en sentido
inverso. El camino hacia Mesa Verde, nuestro próximo destino, es largo: 700
millas. En un área de servicio repostamos coche y pasajeros. La calidad del
combustible que engulle nuestro fiel Hyundai fucsia es muy superior a la de los
conductores.
Hay
muchos problemas que se derivan de la comida del Oeste de este país. No
recuerdo haber comido de una forma tan infame en el Este. Quizá los pioneros,
además de gente hambrienta, eran pésimos cocineros y eso se ha transmitido de generación
en generación. El primer problema es la cantidad de las raciones, inhumanas,
para bisontes y personas que se han convertido en ellos. El segundo es la
calidad, directamente desechable. El cliente que se siente en esos
establecimientos de comida rápida que hay alrededor de las gasolineras tiene
dos opciones. La más inteligente es tirar la comida directamente al cubo de
desperdicios, algo que se suele hacer sin que el cocinero se sienta ofendido
por ello. La segunda reacción es meterse en el estómago semejante comistrajo,
por no tirarlo, y entonces pasa lo que
pasa, que el contorno de tu cuerpo se hace tan inabarcable como los gigantescos
árboles de Sequoia Park. Mi pregunta no tiene respuesta, parece la de un
marciano recién aterrizado en la Tierra. ¿No sería mejor ofrecer raciones de
comida a escala humana? ¿Costaría tanto que estuvieran bien cocinadas y equilibradas
en proteínas, lípidos y vitaminas? Me temo que sí. Mientras en Etiopia se
mueren de hambre en Estados Unidos se arrojan a la basura toneladas de comida cada
día, y las que no se arrojan producen monstruos.
Con
un cuarto de comida basura en mi estómago y tres cuartos de la ración
directamente al cubo de basura del establecimiento de comida rápida, tomo las
riendas de nuestro caballo de motor.
Pasamos
por cañones impresionantes que ya vimos subiendo a Mountain Rock y entramos, de
nuevo, en los paisajes desérticos de Utah cuando salimos de Colorado. El sol
del atardecer que pasa a través de los espacios que le deja una masa de
compactas nubes negras de tormenta, que ya ha descargado en algún lugar,
embellece ese paisaje rojizo de los alrededores de Canyonlads y Archs, arranca
destellos de fuego de sus caprichosas rocas y murallas imponentes.
Cruzamos
de nuevo Moab y vemos la parte del pueblo que no llegamos a conocer. Y, de
nuevo, la carretera nos mete en Colorado, tras cruzar los alrededores de
Canyonlads y dejar atrás otra de sus entradas a ese parque agreste e
inconmensurable.
Oscurece
y la canción Imagine de John Lennon
que suena en el dial de la radio del Hyundai me pone nostálgico. Viajo con esa
vieja y hermosa canción, cuyo mensaje sigue inalterable, al pasado; rememoro el
tortuoso camino de mi vida, los escalones que labré en él para tropezar, caer y
levantarme; la búsqueda de la felicidad absoluta que no existe o dura un
instante; las personas importantes en mi vida y las superfluas que yo soñé
importantes.
El
sol se apaga en las llanuras de Colorado que aquí, en el sur fronterizo a Utah,
es el paisaje opuesto al de las Montañas Rocosas. Es sábado, porque me lo
dicen. La falta de luz y la ausencia de circulación por esa carretera
secundaria hace que mi cerebro dé vueltas y más vueltas, ajeno al tipo que
sostiene el volante con una mano y otea el paisaje que ya apenas se ve. Me desdoblo.
Levito fuera del Hyundai fucsia.
Escribí
ayer un artículo sobre Marilyn Monroe para una publicación. Sobre la muerte,
presumiblemente asesinada, de la rubia platino que es el icono sexual por
antonomasia de todos los tiempos. Y, mientras lo escribía, sentía una enorme
desazón. Vi, una vez más, una foto famosa de la actriz, con los dos Kennedy,
embutida en un vestido que la desnudaba en vez de vestirla, tres meses antes de
su muerte, en el Madison Square Garden, tras su sensual Happy birthay cantado como si estuviera en mitad de un orgasmo. La
muchacha ingenua coqueteaba con sus dos verdugos, sin saberlo ella, y quizá
tampoco ellos en aquel momento. Tres meses más tarde Marilyn Monroe era un
cadáver helado que sacaban de su casa californiana y su muerte se cerró
afirmando que la inestable actriz se
había suicidado, aunque todo apuntaba a que fue un crimen de estado. Los
hermanos Kennedy, que tan buena prensa tenían por entonces en España, tenían
cara de no haber roto un plato, flequillo y sonrisa fácil. Odio a los tipos que
siempre están sonriendo: es una mueca. No nos engañemos con los Kennedy; eran
maquiavélicos, fríos y desalmados. Bien que era muy peligroso investigar a Robert
Kennedy, la última persona que vio a la actriz con vida el mismo día de su
muerte, porque el hermano del presidente era el Fiscal General del Estado
nombrado a dedo por JFK. Pero, ¿y los amigos, amantes y exesposos de la actriz?
¿Por qué no se movieron? ¿Por qué no dijo nada Arthur Miller, que estuvo casado
con ella y siempre tuvo un prestigio intelectual? ¿Qué le diría Frank Sinatra a
JFK cuando se reuniera con él? ¿Por qué
no utilizó la prensa el vitriólico Truman Capote para apuntar hacia los
sospechosos de esa vil muerte? ¿Y los millones de fans y adoradores de la
actriz? ¿Dónde estaban? ¿Por qué no pidieron justicia?
Escribir
ese artículo, que se centra en los aspectos de novela negra que tuvo el caso,
hace que me invada una sensación desagradable, de asco profundo hacia la
especie humana, de asco inmenso hacia ese par de hermanos que luego sufrieron
en sus carnes la muerte violenta y volvió a suceder con ellos lo mismo: ni su
viuda ni sus hermanos exigieron el esclarecimiento de la verdad, se conformaron
con la teoría de esa bala que entró y salió del cuerpo del presidente a su
antojo. ¿Con que amenazarían a Robert Kennedy que fue asesinado un año después
que su hermano? ¿Con desvelar, entre otras cosas, la trama del asesinato de
Marilyn Monroe? ¡Qué ingenua e imprudente fue la Monroe relacionándose con ese
par de poderosos chacales! Primero asesinaron a Norma Jean; luego a Marilyn
Monroe. Y sigue siendo el suyo uno de los cadáveres más rentables de la
humanidad: 25 millones de dólares anuales.
Conduzco
en silencio. No noto el cansancio. El GPS me dice que llegaré a mi destino en
media hora. La carretera es una línea recta y larga con algunos cambios de
rasante y carriles para adelantar. Ya no hay camiones. Apenas coches. Llegamos
a Cortez y el Motel Super8 aparece en la
calle principal del pueblo. Un empleado imberbe comprueba la reserva y pasa mi
tarjeta de crédito. La 218. Con tantos números de habitaciones y moteles en
este viaje olvido siempre cuál es la actual.
En
la habitación la cena es suculenta, de acorde con el día que ha ido decayendo. Pringles con sabor a jalapeño;
galletitas saladas de color salmón; y almendras fritas. A falta de
Gewutztreminer o Reisling buenas son dos latas de Sunkist Orange.
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