DIARIO DE UN ESCRITOR

Salt Lake City, 9 de junio de 2013


El desayuno en el Garden Inn es uno de los peores del periplo, pero uno no viene a Estados Unidos precisamente a comer bien y ya sabe a qué se arriesga. Pero si el desayuno es malo, que lo es con ganas, tiene la virtud de proporcionarme un personaje más para mi novela Brother que no sé si escribiré pero es una excusa para este ir y venir de casi 90 días por el Nuevo Mundo. Cuando entra el sujeto en el restaurante del hotel, situado en un edificio anexo, no puedo evitar alzar la vista de ese café aguado que me quema la garganta o esas piezas de melocotón en almíbar que parecen ahogadas en agua del Salt Lake. Es el tipo más grande que he visto jamás en mi vida, una especie de bisonte de Yellowstone y, como es joven, treinta y tantos, aún puede engordar mucho más allá de los doscientos cincuenta kilos que debe pesar. Camina con lentitud seguido de su numerosa prole, unos seis hijos que afortunadamente son más ligeros, y su mujer, a la que han salido. Cuando se sienta a una mesa cercana temo que las patas de su silla no le aguanten y se partan, pero no, las fabrican para sostener esos pesos habituales en este país. Es rubio, de melena y barba alborotada, y cuando le veo hablar con sus hijos no puedo evitar ver a un ogro que de un momento a otro vaya a comérselos.
En mis novelas, no sé por qué razón, siempre hay tipos como este Zarkus Young (lo de Young es por el profeta de los mormones que fundó esta ciudad) que tengo a mi lado resoplando. En Serás gaviota, precisamente, hablaba del inexorable proceso de engorde de un tipo normal adicto a la comida,  que terminaba explotando literalmente, y me inspiré en un caso acaecido en un pueblito de Estados Unidos, muchos años atrás, en el que para llevar a un hospital a uno de esos obesos mórbidos tan frecuentes en este país los bomberos tuvieron que desmontar el tejado de su casa, porque el sujeto ya no pasaba por las puertas de su casa, pasarle unas cintas por debajo del cuerpo, como las que se utilizan para izar las ballenas en el puerto de Valdez, Alaska, y transportarlo de esa guisa en helicóptero hasta el hospital en el que lo meterían por el techo, imagino, o pondrían una camilla en su helipuerto. También había obesos en El Barroco, ese restaurante caníbal que secuestraba y cebaba a sus comensales para servirlos como carne a los siguientes. Y en La Frontera Sur el papel le tocaba ese papel a un agente de seguros amigo de Mike Demon y adicto a la comida basura de cuyo nombre, como es habitual, no me acuerdo. Los obesos mórbidos están también presentes en buen número de películas que se hacen en Estados Unidos y creo recordar que una chica negra con ese problema interpretaba una película que quedó finalista en los óscar no hace muchas temporadas. Si algo me fascina de esas personas es su excepcionalidad y el drama que debe suponer para ellos vivir en un mundo de normales. Evidentemente Zarkus Young, al que tengo al lado y sufre por su excepcional gordura, no puede ir a trabajar a ningún sitio, ni puede llevar un automóvil como no se lo hagan a su medida, y acabará, si no se pone en manos de médicos que le reduzcan el estómago, en una silla de ruedas y muerto. El cómo se llega a ese estado imagino que debe ser un proceso inverso a los que padecen anorexia, que nunca se ven tan gordos cómo los ven los demás, que han sido educados por sus padres en el sedentarismo y la comida basura. Es un grave problema sanitario que tiene Estados Unidos y que se está exportando a España en donde la tercera parte de la población tiene sobrepeso, y con el mismo ahínco, o más, que este país emprendió su cruzada contra el tabaquismo, desde mi opinión desmesurada, debería emprenderla para mejorar la dieta del americano medio y vigilar, entre otras cosas, los desayunos de sus hoteles, por ejemplo, del Garden Inn de Salt Lake City y muchos otros, e iniciar desde las escuelas una campaña de concienciación alimentaria, porque la dieta sana y equilibrada tiene que ir acompañada, necesariamente, de ejercicio físico, y eso supone un cambio de costumbres, dejar el coche como medio de desplazamiento, imponer el transporte público que haga caminar mínimamente a sus usuarios, aunque todo eso creo que iba a ser muy complicado en este país en el que lo desmesurado forma ya parte de sus señas de identidad.
This is The Place Heritage Park está situado a las afueras de la ciudad, justo donde acaba el inmenso campus de la Universidad de Utah y empieza el Wasatch National Forest, así es que desde la calle 600, en donde está nuestro hotel, tomamos la 800 y ésta nos lleva directamente allí. Es domingo y nos extraña, al principio, no encontrar absolutamente a nadie, pero a nadie, en ese parque en donde se resume la historia de Salt Lake City y sus raíces, pero pronto deducimos que la mayoría de la ciudad quizá esté en el Tabernáculo rezando y cantando, y ésa sea también la razón de que todas las tiendas, al contrario de lo que sucede en otros estados de Estados Unidos, estén cerradas en domingo. This is The Place, Este es el lugar, la frase que pronunció el profeta Brigahm Young al divisar el Salt Lake, es el mantra constante de esta ciudad pequeña, conservadora y ordenada que tiene un transporte público aceptable de tranvías, una buena extensión de parques sombreados y un dowtown armónico por el que se puede ir andando. El Moisés de los mormones llevó a los suyos a través de todo el país, desde Illinois, en donde no eran muy bien vistos y el pobre Smith fue linchado por la turba, en carretas, a caballo o andando, dejándose a unos cuantos por el camino, hasta llegar a este valle hoy soleado, que sufre una temperatura de treinta y tantos grados, junto a ese lago del que tomó nombre la ciudad que edificaron. Salt Lake City se convirtió así en la tierra prometida de los mormones en donde edificaron sus casas de madera, algunas de las cuales aún siguen en este Heritage Park. Poco les importó a los recién llegados que ésa fuera la tierra de los shoshone y paiute. Siguiendo las leyes implacables de la naturaleza, de las que no conseguimos librarnos pese a nuestro barniz de civilización, el fuerte siempre devoró al débil, y los débiles fueron en Salt Lake City esas dos tribus nativas de jinetes aguerridos cuyas fotografías sepias contemplo en un libro magnífico que dudo en comprar en la tienda del parque mientras esperamos que un tipo barbudo, bastante más que quien esto escribe, nos monte en su trenecito y nos dé una vuelta por el soleado Heritage Park.
Recorremos, después del tour, a pie, las calles de ese pueblo del Oeste desperdigado en el que hay un monumento a los miembros de la brigada mormona que envió la ciudad a la guerra contra México para congraciarse con el resto del estado. En ese conflicto el país vecino perdió la mitad de su territorio (de nuevo las leyes de la naturaleza) que ahora recuperan con esa migración masiva pese a todas las trabas burocráticas y muros que les quieren poner. Otra placa de bronce recuerda a los pioneros mormones que acompañaron al profeta Brigham Young en su marcha bíblica de 3800 kilómetros hacia la tierra prometida, odisea que recogió para el cine Henry Hathaway en su western Brigham Young, el hombre de la frontera, interpretada por Tyrone Power, Linda Darnel y Dean Jagger que era El León. El éxodo de los mormones se inició en Nauvoo, Illinois, cruzando el río Mississipi;  pasaron más tarde el Missouri, siguieron el curso del río Platte, lo vadearon poco antes de llegar a Fort Laramie y fueron siguiendo su curso por lo que hoy es el estado de Wyoming hasta divisar el Salt Lake en julio de 1847.
En una explanada cubierta de césped tuvo El León su casa de verano y granja. La vivienda del profeta, de madera, es una elegante construcción cuadrangular de dos plantas, con un porche con columnas  blancas, que le da toda la vuelta, y paredes pintadas de rosa que, por entonces, era un color que indicaba virilidad. Allí El León mormón pasaba temporadas con sus esposas y algunos de sus numerosos hijos que tuvo con ellas. Pero la casa, para nuestra desgracia, está cerrada a cal y canto de modo que lo único que podemos hacer es sentarnos en uno de los bancos de madera del porche y disfrutar unos momentos de su sombra.
Las calles del pueblo por las que subimos bajo un sol de justicia, para que sepamos el que sufrieron los pioneros mormones, nos van mostrando a derecha e izquierda, o en las calles adyacentes, el saloon, en dónde no sé qué se bebería entonces porque los mormones aborrecen del alcohol y el café; un hotel de dos plantas; el barbero, al que me convendría acudir con urgencia; la farmacia con todos los frascos de hierbas medicinales que se empleaban entonces en vez de pastillas; un molino de agua que ahora está en dique seco; una carpintería; una herrería para los caballos; un zapatero que se anunciaba con una bota colgada en el exterior de la puerta puesto que los pioneros no sabían leer; y cabañas históricas, por donde corretea un grupo de patitos vigilados por sus mamás pato, que pertenecieron a primitivos mormones que sobrevivieron a la marcha y de los que se habla en carteles dispuestos en su exterior. En una de esas cabañas modestas y pequeñas, fabricadas con troncos,  ubicó El León a una joven shoshone a la que adoptó como hija y que luego casó con uno de sus hijos (¿no sería eso una especie de incesto?) y le dio unos cuantos nietos al patriarca. Lugar prominente del poblado del Far West es el banco, una oficina pequeña en donde el cajero permanecía entre rejas, para evitar posibles asaltos, y tenía a sus espaldas un Winchester cargado dispuesto para ser utilizado. Las fotografías de dos patriarcales banqueros con luengas barbas y porte distinguido, William H. Hooper y Horace S. Eldredge, nacidos en Marylnad y Nueva York, respectivamente, presiden esa oficina bancaria que fue el origen del Zion Bank.
Visitamos exhaustivamente cada casa, entramos en las que están abiertas, probamos las puertas de las que permanecen cerradas, y aguantamos estoicamente ese sol de justicia que cae sobre nuestras cabezas hasta que regresamos al coche que parece estar incendiado por el calor que despide su carrocería. Para refrescarnos,  comer algo y matar el tiempo, porque Salt Lake City ya está vista, regresamos al centro de la ciudad para comer y, por el camino, en uno de los parterres del bien cuidado césped del campus de la Universidad de Utah, descubrimos a un ciervo pastando tranquilamente junto a la calle, que no se inmuta por los coches que constantemente pasan en uno y otro sentido.
Repetimos en el Caffé Molise, de 55 West 100 South, al sur del Tabernáculo, pero la comida, ni por asomo, es la misma que ayer – MJ protesta por sus gnocchi – y la botella de cerveza, una Wasatch Lager, local, no esté lo suficientemente fría.
A las cinco de la tarde, con un sol que aplasta, lo que apetece es una siesta española, así es que regresamos al hotel a cumplir escrupulosamente con esa tradición ancestral que es uno de nuestros pocos inventos exportables aunque no esté muy bien visto en los países calvinistas que hacen del trabajo su religión.
Cuando despertamos ya es de noche, así es que se nos ha pasado la hora de irnos a un cine a refrescarnos y ver alguna película, y echo en falta no haberme acercado a Sundance, el pueblo de Utah en donde Robert Redford organiza su festival de cine prestigioso, porque el estado de los mormones está muy ligado al mundo del cine y en sus escenarios naturales, platós espectaculares, se rodaron, entre otras muchas películas, los westerns La diligencia, Río Grande, Fort Apache, Tres padrinos,  Centauros del desierto y Cheyenne Autumn de John Ford, Gerónimo de Walter Hill, Río Conchos de Gordon Douglas, Dos hombres y un destino de George Roy Hill, Bandoleros de Delmer Daves, Bandolero de Andrew W. McLaglen, Western Union de Fritz Lang, Billy el Niño de Frank Borzage, Buffalo Bill de William A. Wellman, Hasta que llegó su hora de Sergio Leone, El club social Cheyenne de Gene Kelly, Brigham Young, el hombre de la frontera de Henry Hathaway, Los comancheros de Michael Curtiz, Duelo en Diablo de Ralph Nelson, El oro de McKenna de J. Lee Thompson, El caballo eléctrico y Las aventuras de Jeremiah Johnson de Sidney Pollack; películas de ciencia ficción míticas como 2001, odisea del espacio de Stanley Kubrick, Regreso al futuro de Robert Zemeckis, que también filmó aquí Forrest Gump, El planeta de los simios, la buena de Franklin J. Schaffner, y la malísima de Tim Burton, Superman III de Richard Lester; superproducciones como Aeropuerto de Jack Smigh, Indiana Jones y la última cruzada de Steven Spielberg, El hombre que pudo reinar de John Huston; films de carretera como Easy Rider de Dennis Hooper y Thelma y Louise de Ridley Scott; films míticos como El cazador de Michael Cimino; películas de terror como El exorcista II de John Boorman; musicales como Footloose de Herbert Ross; o documentales como Baraka de Ron Fricke, películas que he visto, todas, paisajes de Utah por los que me paseé en mi infancia, juventud y madurez en las salas oscuras de los cinematógrafos de barrio y con los que ahora me reencuentro en otra película que es este viaje.



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