DIARIO DE UN ESCRITOR
Moab,
10 de junio de 2013
Dejamos
atrás la ciudad de los mormones y sus desayunos infames, y tomamos una autopista
que conduce a Las Vegas y abandonamos a las pocas millas por una carretera
secundaria, de las que llevan el número en el centro de un panal de abejas.
A
medida que descendemos en altura desaparecen los prados verdes que cercaban los
alrededores de This is the place que
son sustituidos por matojos de desierto y montañas descarnadas de piedras
oscuras. En poco tiempo se me seca la boca mirando ese paisaje falto de agua y
austero. Y echo de menos el frío de Alaska. Estados Unidos es tierra de
contrastes profundos, hasta dentro de un propio estado.
Hablamos
de Michael Jackson al hilo de una canción suya que suena en la radio. Muerto
puede ser tan rentable como vivo. No sé si finalmente se llevó a cabo aquel
macroconcierto en el que iba a actuar después de muerto en una proyección
holográfica. El niño maltratado nunca llegó a ser adulto, ni feliz. Pocos
personajes me inspiran tanta lástima como ese muchacho negro que quería dejar
de serlo, se destrozó la piel, la nariz, la cara, hasta convertirse en una
especie de El fantasma de la ópera
que daba pavor mirarlo. En sus últimos meses Jackson era alguien consumido por
las drogas y el alcohol. Ni el éxito ni el dinero le dieron la felicidad.
Hablamos de niños prodigio patrios. De Joselito, que no sé si está en la cárcel
o se rehabilitó. De Pablito Calvo, el protagonista de Marcelino, pan y vino, que ya murió; de Marisol, que dejó de serlo
para ser una mujer anónima. Pasamos a hablar de juguetes rotos: Carmina
Ordoñez, Amparo Muñoz, Liza Minnelli, mientras el exterior del coche se
desertiza, luce un cielo azul y el sol ciega.
Entramos,
de nuevo, en tierra de navajos. Se nota. A medida que nos acercamos a Moab
aparecen cañones rojizos, paredes verticales, matojos verdes que el aire
remueve.
El Motel
6 está a la entrada del pueblo. Bajar del coche es recibir una bofetada de
fuego. La recepcionista que toma mi tarjeta Visa es extremadamente pequeña,
delgada y morena. ¿Liliputiense? El motel es, en realidad, un hotel, así es que
el ascensor nos envía a la tercera planta con el equipaje. MJ quiere ir ya a
Canyonland, un parque nacional que está a pocas millas de Moab. Me cuesta
convencerla que hacerlo a esa hora, las 3 pm, con 40 grados que está haciendo,
es una locura. Así es que me relajo, bebo y me tumbo en la cama junto al
aparato de aire acondicionado de la habitación, pero a las 4:30 nos ponemos en
marcha.
Canyonland
es un parque nacional salvaje. Es decir, no hay rangers, no hay nadie en la
cabina de la entrada, nadie te da un mapa del parque. El calor es espantoso,
pero la belleza de ese paisaje árido, que quema de solo mirarlo, me fascina.
Así es que venzo la sensación de calor mentalmente y camino por un sendero
arenoso que me acerca a unas enormes oquedades con arcos de medio punto que se
perfilan en una enorme pared negra.
—Has de
llevar agua, has de llevar agua.
El
mantra de MJ, como This is the place
del visionario Young.
Tomamos
una pista de tierra que sale a nuestra derecha y que no sabemos adónde
conduce. A unas minas de hierro, parece
ser, después de 19 millas. No leemos el cartel que después hay cien millas más
de carretera y que los que se aventuran han de llevar agua en abundancia y
suelen tardar tres días en hacer el recorrido. Pero a las diez millas nos
detenemos en seco porque me ha parecido ver a la izquierda un cañón
considerable. Así es que bajamos del coche, seguimos el curso de un alambre de
espinos que alguien colocó para el ganado (qué ganado, me pregunto, mirando la
arena del desierto de donde emergen espinos y pequeñas chumberas, y qué comerá)
y nos sirve de guía, para no perdernos por ese páramo barrido por el viento del
infierno hacia ese cañón.
Si algo
tiene Canyonlands sobre otros parques nacionales de Estados Unidos es que es
agreste y, en consecuencia, pocos son los seres humanos que uno se encuentra.
En ese cañón, en particular, nadie. Caminamos por su borde, pisamos una roca que
quedó en equilibrio sobre el cañón quizá mil años atrás, y esperamos no se
caiga al vacío aquí y ahora, y nos asomamos al abismo de piedra y escasa
vegetación en su fondo, evidencia de que aún hay una brizna de humedad. El río
que hizo ese tajo gigantesco en las entrañas de la tierra dejó de existir quizá
hace muchos miles de años, pero las paredes oscuras del cañón guardan sus
señas, esos surcos ondulantes que el agua deja en las rocas por donde pasa,
labrando la piedra con la paciencia de un orfebre. No hay nadie más que
nosotros bordeando ese abismo. Reina un silencio absoluto que las ráfagas de
viento truncan levantando la arena roja que hay entre las pequeñas chumberas
que están naciendo y los matojos grises de espinos que nos laceran las
pantorrillas de las piernas.
Hay más
cañones. Encontramos una pista que parece llevar a uno de ellos. Pero una indicación
a pie de carretera nos hace desistir de hacerla en coche. El camino es malo y
empinado. No lo es al principio, las cuatro millas que tarda la pista en llegar
al borde de un cañón impresionante por cuyo fondo no corre un río sino la misma
pista que estamos andando. Este cañón de Canyonlands, mucho más profundo que el
oscuro que hemos visto antes, tiene un tono rojizo, como la arena que cubre
parte del camino, como las piedras de las impresionantes paredes de roca dura
que nos ofrecen algo de sombra a las 7 pm. Es cuando lo miro, para fotografiarlo,
que me doy cuenta que Canyonland en realidad es una réplica en pequeño de Grand
Canyon: las mismas formas de las laderas terrosas de las montañas que nacen de
su fondo y acaban en mesas cuadrangulares; el mismo color rojizo de la piedra y
la tierra del fondo que contrasta con el dorado de sus cúpulas heridas por el
sol poniente.
No
parece haber nadie en ese paraje desierto. No hay más vida que la vegetal, de
plantas espinosas, unas vistosas flores amarillas en racimo que oscilan por ese
aire cálido que sopla, y una pequeña ardilla que corretea entre sabinas
retorcidas por el viento que recuerdan las de la isla de Hierro. Una camioneta
de juguete serpentea por la pista del fondo del abismo y tardará una eternidad
en pasar por dónde estamos.
El
calor ha debido de ser extremo hoy a juzgar por la cantidad de latas de
refrescos que nos hemos bebido y se acumulan en el maletero porque no hemos
encontrado depósitos de residuos para dejarlas. Yo me decanto por beber jugos
naturales, un néctar de melocotón, pura vitamina líquida, de la marca Kern’s
que está sencillamente delicioso, como el de mango, el de albaricoque o el de
tomate.
Anochece
y hacemos el cambio de conductor. Mientras regresamos a Moab, en territorio
navajo, tengo una pesadilla: me he perdido en el parque, no encuentro el coche,
no tengo nada para beber y debo hacer a pie, de noche, las cincuenta millas que
me separan del pueblo andando. Algo así como ese bisonte perdido en el parque
de Yellowstone que debió de pasarse andando toda la noche.
En
Moab, por culpa de los mormones, los restaurantes cierran temprano. Así es que
cuando nos sentamos en uno el mesero mejicano nos indica.
—Apúrense
con el pedido, que cerramos la cocina.
—¿Y
eso?
—Por
los mormones, que quieren que la gente duerma y madrugue.
El
cincuenta por ciento del personal de ese restaurante es mejicano. Chicos
jóvenes, alegres y dicharacheros. No les preguntamos si entraron en el país
legal o ilegalmente. Piensan quedarse un par de años.
—Y
regresar con la plata.
Uno que
barre platica con nosotros mientras nos cocinan la carne y el salmón que
pedimos. Un muchacho de un pueblito cercano a Guadalajara.
—Tenía
un negocio de ropa y se lo dejé a mi mamá. Aquí pues estoy bien, pero a veces
pienso en mi papá, en mi mamá, en mis hermanos. En dos años me regreso. Y,
ustedes, ¿de dónde son?
Siempre
digo que soy de Barcelona. Tendría que decir de Gracia, pero es complicado. A
Barcelona, ciudad escaparate, todo el mundo la conoce.
—Están
ahorita mal, ¿no?
—Estamos
fatal. Sobre todo los de su generación.
—¿Y qué
hacen?
—Emigran.
Hemos visto en Canadá bastantes españoles.
—Tampoco
está bien el trabajo en México.
Con
tanta plática uno empieza a temer que se olvidaron de nuestra comida, pero no,
nos la traen. Excelente la carne y el salmón, acompañado de ricas verduras y
arroz decente. Además la Budweiser está fría.
—Ayer
era como un meado— rezonga MJ.
—Exagerada.
El
mesero que nos sirve nos da conversación. Tiene cara de chico malo. Lleva las
gafas de sol invertidas, puestas en la nuca. Tatuajes en un antebrazo. Hace de
hermano mayor del que barre.
—Aquí
los mormones son muy serios, poca juerga en Moab, pero las mormonas no se
crean, que están buenotas algunas, que me abren sus ventanas y nadie se entera.
A la mañana siguiente ellas al colegio y yo a mi barecito.
Son las
diez, pero hace tanto calor como si fuera mediodía. Hierve el asfalto. Esto se
parece a Las Vegas. Regresamos a la habitación, prendemos el aire
acondicionado. Pienso en el bisonte perdido y en un ciervo muerto, el primero,
que vimos hoy por la carretera, camino de Moab, Utah, tendido en el arcén.
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