DIARIO DE UN ESCRITOR
Gardiner 3 de junio de 2013
Tan
cómodo es el colchón de la habitación de ese Best Western en el que hemos
recalado por equivocación, como infame es su desayuno. Cualquier pensión
española, hasta la más modesta, ofrece a sus clientes mejores desayunos que la
mayoría de los hoteles de Estados Unidos, y por 110 dólares la habitación uno
espera zumo de fruta natural, no agua edulcorada y coloreada; mantequilla, no
crema de cacahuete; mermelada de naranja, melocotón o albaricoque y no de uva.
El café es espantoso, pero a eso ya no me acostumbré. Y los pequeños muffins, húmedos y pegajosos, no le
llegan a la suela del zapato a las magdalenas de España, incluidas las
industriales.
—Creo que he visto clam chowder—le digo a MJ mientras
pienso que mejor hubiera sido seguir durmiendo sobre ese magnífico colchón con
seis almohadas de la habitación que desayunar semejantes comistrajos.
En un perol metálico hay un espeso
engrudo blanco del que me pongo dos cucharones. El cocinero, o pinche de
cocina, que tiene este Best Western hace una sopa espantosa, me digo, mientras
intento tragar ese puré que se corta a cuchillo y sus presuntas almejas. Cuando
MJ ve a una mujer que extiende mi sopa por su pan me saca de mi
equívoco.
—Esa porquería que te estás tomando
es una bechamel espesa que aquí se come para el desayuno.
Hice cosas peores. En Birmania me
bebí el agua para lavarse las manos creyendo que era un té insípido.
Creo que mi paladar se está
atrofiando al mismo ritmo que mi estómago se dilata, pero lo que no avanza en
este país de beatos y tantas iglesias como habitantes es mi religiosidad: sigue
estancada en el más puro agnosticismo pese a que en la mesa del Best Western
había un ejemplar del Antiguo Testamente abierto por el salmo 165, para que ya
no tuviera que buscar.
Partimos a las nueve y el paisaje
del estado de Washington sigue deparándonos sorpresas. Tras esa llanura
infinita, en donde está ubicada Ritzville, sembrada hasta el horizonte, aparecen
lagos enormes, que no se sabe de qué río se alimentan, por los que navegan
barcas que llevan pescadores de caña. Estados Unidos es un país de pescadores y
cazadores.
Llegamos
a Spokane, en donde dijimos que dormiríamos al policía de origen latino de
Anacortes, poco después. Luego el paisaje se torna de nuevo verde, se eriza de
montes que guardan todavía nieve en sus cumbres, se cubre de pinos y abetos,
aparecen más lagos enormes que la carretera dibuja, hasta que entramos en
Idaho, el estado de las patatas, lo que nos da pie para discutir sobre la forma
de guisarlas de los norteamericanos, desde mi punto de vista funesta, frente a
las exquisitas patatas de España fritas en aceite de oliva.
—Es que no sabéis freír patatas. Las
rebozáis con salsa barbacoa y las freís. Las cortáis gruesas y están blanduchas
por dentro y aceitosas.
—Peor eran aquellas canadienses—se
defiende MJ, refiriéndose a las que comimos en Vancouver mientras cambiaban el
vidrio de la puerta—. Me las dejé todas. ¡Qué porquería!
—Ah, las espachurradas.
Las patatas nos llevan a Clinton,
que las comía a dos carrillos junto con hamburguesas después de hacer footing y
antes de entrar en quirófano, Clinton nos lleva a Mónica Lewinsky, Mónica
Lewinsky a Coretta King, Coretta King a Jesse Jackson, Jesse Jackson y Coretta
King al hijo del primero que está en la cárcel por un delito económico y al
hijo de la viuda de Luther King que está simplemente gordo, y de nuevo a la
Lewinsky, a Clinton que no le hacía ascos a ninguna mujer, al Rey de España,
por asociación de ideas, a sus cacerías de osos y elefantes, y así
sucesivamente mientras llueve, sale el sol, se
nubla, adelanto enormes camiones y piso el freno cuando veo parado en el
arcén el coche de un sheriff.
El paisaje del estado de las patatas
es precioso. Bosques, bosques, más bosques y, de cuando en cuando, enormes
praderas en donde pace el ganado vacuno, punteadas por casas de madera
distantes unas de otras.
Cuando entramos en Montana y vamos a
una estación de servicio a poner gasolina y, de paso, comer alguna cosa, porque
ya son las doce y media, estamos a punto de cometer un estropicio que habría
frustrado el resto del viaje, pero la providencia viene en nuestra ayuda:
pretendemos repostar gasoil en vez de gasolina, y tenemos suerte de que la
máquina no acepte la tarjeta de crédito de MJ porque nos hubiéramos quedado sin
coche. En España una voz suele avisarte del tipo de gasolina que estás
poniendo, para que nadie se despiste. Repuestos del susto entramos en un
restaurante de comida rápida y MJ pide una ensalada verde, en la que han echado
todo lo que le ha sobrado al restaurante, y yo un plato de pasta con una salsa
de queso infame y trozos de pechuga de pollo seca. El postre, dos tartas de
manzana, apple pie, es lo más
decente. La muchacha que nos cobra, la chica más delgada que he visto en todo
este periplo, puro hueso, y con una cara extraña, pequeña, afilada, de
mandíbula tan prominente como su nariz y cejas dibujadas en espectaculares
semicírculos sobre ojos bovinos, es tan extraña que parece dibujada por un
surrealista. Quizá tenga un papel en Brother
esta cajera de Montana que parece la hermana flacucha de Rosy de Palma.
Relevo
de conductor. Me siento al volante del Hyundai fucsia. Hace frio y llueve. En
el cielo se han perfilado espectaculares nubarrones azul cobalto. Se forman
charcos en la carretera que provoca que el coche patine. Adelantar un camión
supone siempre que éste rocíe el parabrisas. Seguimos por el paisaje de Montana
que, de repente, pierde sus bosques y su hierba verde esmeralda para cubrirse
de arbustos y una hierba escasa y descolorida en una llanura con ondulaciones
pero que sigue siendo un paisaje hermoso. Pero luego la carretera trepa, entre
curvas, y aparece de nuevo ese paisaje alpino de bosques tupidos que me llevan
a mi querido Valle de Arán.
Llegamos a Gardiner, a las puertas
del parque nacional de Yellowstone, poco antes de las seis pm. El hotel Travel
Lodge, en donde MJ hizo las reservas, no nos espera hasta mañana. Mi agencia de
viajes privada cometió un leve error de fechas. Con tanto movimiento arriba y
abajo no es extraño.
—¿Dónde teníamos que estar hoy?
—No lo sé. Una equivocación la comete
cualquiera, ¿no?
—Quizá nos estén esperando en otro
hotel.
Tememos,
por ese error de calendario, tener que pasar la noche al raso, pero tenemos
suerte, y en el hotel de al lado, un Comfort Inn cuyo vestíbulo está trufado de
bichos disecados (alces, ciervos, cabras, osos) hay habitaciones libres por 135
dólares la noche. La recepcionista, que tiene un nombre yugoslavo, nos sonríe.
—Son
afortunados: cogen un descuento.
Pues
menos mal.
Dejamos unos cuantos trastos en la
habitación, tomamos el coche y nos vamos a Yellowstone cuya entrada dista del
hotel veinte millas. Contra toda previsión, por lo tardío de la hora, hay una
mujer en la garita de entrada, una nativa americana, que nos da un mapa.
Ya atardece, así es que no tenemos
muchas horas de luz por delante, pero estoy ansioso por disfrutar Yellowstone,
porque los paisajes de este país son tan extraordinarios como malas sus comidas.
La
primera obra de arte del parque es el paisaje marciano de Mammoth Hot Spring.
El agua subterránea y sulfurosa que emerge de las entrañas de la tierra en ese
paraje de un blanco prístino sale hirviendo a la superficie acompañada de
fumatas visibles en la distancia. La
suspensión de roca calcárea que arrastra en su curso esos torrentes de aguas
calientes forman, al enfriarse, formas caprichosas, esculturas, cuadros vanguardistas,
texturas extraordinarias, relieves, figuras geométricas... Las pequeñas
cascadas de ese rio se solidificaron y han formado una majestuosa escalinata
blanca que parece de mármol. De nuevo la naturaleza que da una lección de
belleza absoluta y originalidad esculpiendo con agua hirviendo ese paisaje
calcáreo de blanco cegador.
MJ
aduce frío y cansancio para volver al coche. Yellowstone está a más de 2.000
metros y yo también noto la altura. Sigo por ese dédalo de pasarelas de madera que
sobrevuelan los torrentes extraños de aguas amarillas que se abren paso bajo
una costra blanca. En mi éxtasis visual me olvido del tiempo, del frío, del
cansancio, de Mj que me espera en el coche y quizá esté a punto de llamar al
911 para que vayan en mi rescate.
La
belleza del lugar es difícilmente explicable. La variedad de colores y formas
de esa catedral mineral me abruma. En mi paseo solitario arribo hasta una
explanada blanca y plana, labrada por esas corrientes sulfurosas, en cuyo
centro hay una perfecta bañera llena de esa agua que hierve. El agua que viene
de las entrañas de la tierra y humea por encima del paisaje es el escultor de
las más enrevesadas y hermosas formas, confiere a las piedras que moldea
relieves geométricos y colores que van del ocre oscuro al amarillo pasando por
diversos tonos de blanco. Y de esa agua, que parece letal, que lo es si uno
resbalara de esas pasarelas y cayera a ellas, beben dos pequeños pájaros que
parecen no quemarse y encontrarla buena mientras los árboles que hay en medio
de esa explanada blanca y humeante hace tiempo murieron y quedaron
petrificados, formando parte de ese paisaje marciano.
Nadie
queda por los alrededores, pero yo sigo, apurando las últimas horas de sol,
llegando hasta el extremo mismo de esa sección de Yellowstone en donde una
cascada ácida ha labrado un paisaje de otro mundo y cada gota que cae del agua
subterránea va esculpiendo una especie de estalactita que, con el tiempo, quizá
será el principio de una nueva escalinata.
De
regreso al hotel tenemos una pequeña recompensa por parte de reino animal:
vemos, por primera vez, ciervos mula, vivos y no disecados. La manada de esos
gigantescos ungulados come hierba al lado de uno de los hoteles de Yellowstone.
Son tres hembras adultas con sus crías que juguetean entre ellas, se persiguen
y topan. Ni se asustan ni dejan de comer cuando nos acercamos a ellas. Parece
que la fauna de Yellowstone, al contrario que la de Alaska, sabe que el hombre
no supone ningún peligro para ella, del mismo modo que las vacas de la India hacen la siesta en las
carreteras porque saben que los coches las esquivarán.
Sabia
y hermosa naturaleza.
Comentarios