DIARIO DE UN ESCRITOR
Gardiner,
7 de junio de 2013
Cuarto
día en Yellowstone, estado de Wyoming. Si creía que lo había visto todo, estaba
muy equivocado. En el parque, y en la vida. La espectacularidad de este entorno
natural no tiene parangón con ningún otro que haya visto hasta el momento por
la diversidad de paisajes y por su grandiosidad. Así es que desayunamos en el
Travelodge Inn a las 9am sin saber que no vamos a comer, ni vamos a cenar, que
vamos a aguantar todo el día con zumos de naranja, mango, sodas y coca-colas,
más algunas almendras y patatas fritas. Tanto MJ como yo somos viajeros
incansables que sacrificamos todo por un paisaje.
La
mañana la dedicamos al paisaje del pánico, el de ayer pero aumentado
exponencialmente. Hay 218 saltos de agua y dieciocho cascadas en Yellowstone, y
hemos visto en días pasados unas cuantas, pero hoy nos tocan las mejores, las
que más vértigo nos producen.
Ante Lowell
Yellowstone Falls, la que tiene más caída del parque, 94 metros, experimento
terror según me acerco por una senda zigzagueante que llega hasta el mismísimo
punto de desplome. Apoyado en una barandilla metálica dejo pasar los minutos
con la vista fija en esa enorme masa de agua que se precipita con un fragor
constante. El agua del río Yellowstone, en el último tramo, antes de caer al
vacío, se encrespa en un furioso oleaje, vomita espuma y corre a velocidad
vertiginosa pendiente abajo. La caída del agua produce una espesa columna de
vapor constante. La belleza de ese espectáculo de la naturaleza no admite otro
calificativo que el de dantesco. El río Yellowstone, a lo largo de millones de
años, ha labrado ese extraordinario cañón de tono amarillento que da nombre al
parque y por cuyo fondo discurre tras precipitarse con rápidos endemoniados que
harían las delicias al más fanático aficionado al rafting. Pero el Yellowstone
seguro que daría un buen revolcón al osado.
Agotados
(a MJ le entra el vértigo cada vez que se asoma a contemplar esa caída y
literalmente le tiemblan las piernas) emprendemos el ascenso por esa senda de
cien metros de desnivel, haciendo paradas, hasta llegar al coche.
Nuestra
próxima catarata, de menos altura, es tan impresionante como la Lower. La Upper
Yellowstone Falls es todavía más vertiginosa porque la pendiente del río debe
de ser de un 30 por ciento. La masa de agua pasa por delante de los ojos a una
velocidad suicida y, al precipitarse al
vacío, forma una cortina de unos cincuenta metros que cae sobre el encrespado río
Yellowstone de nuevo. El río hierve.
Completamos
la mañana monotemática de paisajes de vértigo yendo a la Tower Falls. Una carretera
de montaña de 19 millas, cuyo hito es Duranven Pass a 2700 metros de altura,
nos lleva hasta el pie de la cascada. La Tower, al lado de las cataratas del
río Yellowstone, ya no impresiona. Su caída de 40 metros es, además, delgada y
carece de la potencia extraordinaria de sus hermanas mayores.
Más
insignificante, si ello es posible, me siento después de haber disfrutado, o
sufrido, de esos portentos de la naturaleza en forma de agua que ofrece
Yellowstone. Mi estado actual es como si esas masas de agua me hubieran
aplastado y después engullido en sus endemoniados remolinos. La belleza del
pánico. La misma del mar Cantábrico en una de sus galernas, o la de los
temporales que baten las costas de Bretaña y Normandía, pero en Yellowstone el
espectáculo es continuo.
Buscamos,
para la tarde, paisajes apacibles que nos den sosiego tras tan estresante
angustia matinal. Camino del Yellowstone Lake la carretera sigue el curso del
río que esta mañana hemos visto en toda su apoteosis de violencia y parece otro,
como las personas apacibles en un ataque de furia. El Yellowstone River es
dual, como buena parte de nosotros, y a su paso por Hayden Valley es una
sucesión de amplios meandros que discurren apaciblemente entre extensos
pastizales en donde comen manadas de bisontes cercados por las empalizadas de
los bosques que crecen a doscientos metros de la orilla. En aguas tersas y
tranquilas navegan bandadas de vistosos patos que en el parque tienen su
refugio y saltan las truchas que han olvidado los osos.
Nos
detenemos para contemplar cómo come hierba a orillas del río una hembra de
ciervo mula (los hay aún mayores: el ciervo buey) y en un altozano en donde
vemos dispuestos con sus cámaras, trípodes y potentes teleobjetivos a una
docena de fotógrafos de la naturaleza. MJ pregunta a la ránger de nombre latino
que vigila al grupo si han visto animales, y la ránger contesta que sabe lo
mismo que nosotros. En Yellowstone basta que alguien se detenga para hacer una
foto y ya tiene, a los pocos minutos, una docena de fotógrafos que se creen que
has descubierto un grizzli entre la espesura de un bosque.
El
Yellowstone Lake es un antiguo cono volcánico convertido en lago. Pasa por ser
el más grande lago de montaña del país. Está a una altura de 2357 metros sobre
el nivel del mar, tiene una profundidad máxima de 130 metros y dos islas en su centro. Pero, al margen de sus
dimensiones, es un lago hermoso.
Hay una
carretera que bordea uno de los lados de este gigantesco lago y nos vamos
parando, según la tarde avanza, en todos sus miradores. Rendidos por la belleza
de ese paisaje, por las cumbres nevadas que lo rodean, los bosques que llegan
hasta la orilla del agua y el cielo colmado de nubes que se reflejan en su
superficie, nos olvidamos de comer, de cenar y hasta de regresar al hotel.
Uno de los
más hermosos parajes a orillas del lago está vedado a los visitantes. Un cartel
avisa que esa zona idílica, con praderas de ensueño entre bosques que bordea
Yellowstone Lake es territorio de los osos y que ya ha habido incidentes. El
último turista que devoraron esos plantígrados omnívoros en Yellowstone data de
2011, así es que llevan dos años portándose bien. Por si acaso no me aventuro
por esa zona.
El sol
se oculta tras una montaña y todavía seguimos recorriendo en silencio los
miradores del Yellowstone Lake que se abren en donde los bosques dan un
respiro. Bajamos del coche para admirar ese paisaje del atardecer, esos tonos
suaves rosas y azules que se confunden en el agua y en el cielo, pero siempre
tomamos la precaución de dejar las puertas del coche abiertas. No tenemos
ningún encuentro con ningún oso, pero sí con millones de mosquitos que a esa
hora pican frenéticamente.
A las 9
regresamos y me pongo al volante para hacer a oscuras ese centenar de
kilómetros que debemos recorrer para volver a Gardiner, Montana. Por prudencia
no sobrepaso nunca las 45 millas por hora, y hago bien. Atravesando una de las
praderas de Yellowstone una mole inmensa que apenas se mueve cruza la carretera
con parsimonia. No le alteran los faros del coche al bisonte que sigue
caminando por la pista asfaltada de la que ha tomado posesión puesto que está
en su territorio.
Comentarios
Signatura a repetir.
Respira neoclasicismo por los cuatro costados.
Cristine Pizan de Facebook