DIARIO DE UN ESCRITOR


Chinle, 17 de junio de 2013
 
 
On the road, de nuevo. Hace calor en Colorado a medida que nos acercamos, por carreteras de tercera, rectas hasta el infinito, a Arizona. Ha desaparecido el verdor de Mesa Verde, las alturas de vértigo y los bosques frondosos de Rocky Mountains, y se dibuja en el horizonte una paisaje terroso, desértico, moteado por plantas enanas de hojas como espinas y vigilado por esas montañas piramidales de tierra que terminan en una cresta rocosa en forma de mesa, tan típicas de todas las películas del Oeste desde La diligencia a Open range.
Llegamos a Cuatro Esquinas, en donde los cuatro estados limítrofes, cuyas fronteras se trazaron con tiralíneas, Colorado, Nuevo México, Arizona y Utah confluyen, y entramos en Arizona prácticamente con el mismo aspecto desértico, la tierra tan roja como la de esos solitarios gigantes montañosos que rompen la monotonía del paisaje. Y emergen de ese desolado, aunque hermoso entorno, que permite Horizontes lejanos, maravillosa película de William Wyller, un director del que muchos se han olvidado, de nuevo las viviendas pobres, los tráiler, las caravanas desvencijadas con sus ruedas pinchadas que ya no volverán a caminar por ninguna carretera, las casas prefabricadas cuyos dueños ni siquiera se han molestado en quitar el papel que envuelve sus paredes de conglomerado que compraron por internet y han ido ensamblando.
Bienvenido al país de los navajos, reza un cartel en medio de la miseria más absoluta. Estamos en Arizona, en su reserva, el lugar adónde los confinaron los cuchillos largos después de incumplir sistemáticamente todos los tratados con ellos, en lo más árido de los paisajes estadounidenses, formado por llanuras desoladas y polvorientas que secan la garganta de solo mirarlas, y nos detenemos en una desvencijada gasolinera de un pueblo navajo del que sólo destaca una iglesia luterana y un pequeño supermercado. Cargamos gasolina en el depósito mientras, a la sombra de un porche, sentados, tres navajos nos contemplan con indolencia. Y seguimos camino, sin limpiar el parabrisas del coche, porque no hay agua para beber y menos para eso.
Vuelvo a Chinle, después de dejar atrás Ganado, por segunda vez en este viaje y setenta días después, pero no cambia mi impresión sobre la pequeña ciudad. No hay rostros pálidos en esa dispersa y fea, hay que remarcarlo, población navaja; no hay más rostros pálidos que los que se aventuran a hacer turismo por el cercano cañón de Chelly.
El Holiday Inn de Chinle resulta ser el hotel más lujoso del periplo, después de la suite de Valdez. Un sitio al que no iría Cain Brother, pero sí yo. Todos los empleados del establecimiento son navajos. Es una condición que impone la tribu a las cadenas hoteleras que quieran instalarse en su territorio. Hay policías navajos, jueces navajos, cárceles navajas. No puede entrar la policía de Arizona en el territorio de la reserva, sólo el FBI si está persiguiendo un delito federal. Los navajos, los hermanos de tribu pacíficos de los belicosos apaches, tienen sus propias leyes, su jefe de tribu, su consejo. Pero ya no viven en tiendas de campaña recubiertas con tela o piel seca de bisonte, o en cabañas de troncos cruzados encajados sin clavos, sino en miserables casuchas perdidas en el erial infinito, muchas veces sin agua corriente ni luz. Prefieren la pobreza de su vida tradicional a compartir aceras con el rostro pálido.
La habitación es grande y confortable; el aire acondicionado se agradece. Mientras MJ charla con el navajo Justin, hablando tan despacio como él, que no parece estar muy acostumbrado al inglés, para apalabrar los caballos de mañana, yo dormito de 2pm a 6pm con el ruido de fondo de una entrevista que le hace Ellen Degeneres a Madonna en un canal de televisión.
A las 6pm estamos en el Hyundai y nos acercamos al Cañón de Chinle. Solo hay un sendero que los navajos permiten hacer sin guía en su reserva, el de dos millas y media, esas sí, extenuantes, que bajan al fondo del cañón por un sendero excavado en la roca y llevan luego por un camino de arena hasta la gigantesca pared vertical roja en cuyo hueco se encuentra una construcción anasazi llamada White House, aunque sea de color rojo, como la piedra.
Bajamos. Somos los únicos rostros pálidos en ese paisaje espectacular y bello que enrojece a medida que la luz del sol, en su ocaso, cobra brillo. Navajos de todas las edades y sexos se cruzan con nosotros, apenas sin saludarnos, ni sonreírnos, sin, por supuesto, entablar conversación con esos dos extraños armados de cámaras fotográficas hacia las que aún hoy sienten desconfianza. No son los navajos habladores, ni risueños, sino huraños y serios, a los que es difícil verles sonreír.
Hay un auténtico warrior, un joven navajo de porte impresionante, que baja al cañón y lo sube corriendo, sin esfuerzo, dos veces, mientras nosotros agonizamos en busca de frescor.
En el fondo del cañón, a la sombra, crecen grupos de árboles solitarios que regalan un poco de verdor a tanta aridez rojiza. Una cerca de espinos rodea la cabaña nativa, construida a la madera tradicional en forma de círculo y con maderos ensamblados sin clavos, de un navajo que decidió vivir allí abajo, alejado del mundanal ruido, y ha puesto un cartel que prohíbe fotografiar su cabaña, y yo, aunque no se entere, o quizá sí, reciba un input negativo allá donde esté, desisto de sacar una fotografía a su choza, respeto su deseo.
Una milla más por el fondo del cañón y avistamos la White House encajada en la pared vertical de doscientos metros de caída, roja con los churretones oscuros del agua dibujados en su lisa superficie. Las casas, del mismo color que la piedra, formando parte de ella, son cuatro pequeñas construcciones, a las que accederían sus habitantes por escaleras de madera, que se mantienen inalterables al paso del tiempo en un entorno que huele a orina de mofeta.
Hay petroglifos en la pared vertical que cobija las casas. Y grafitis modernos en las paredes de esos edificios sagrados que algún vándalo ha dejado como recuerdo, y por eso una valla alambrada no permite acercarse a las ruinas arqueológicas de los misteriosos anasazi que tenían predilección por ubicar sus viviendas en las oquedades rocosas de los cañones.  
Regresamos a la superficie antes de que el sol se ponga. El musculado Warrior nos vuelve a adelantar corriendo en su tercera subida/bajada y en silencio. Un grupo de jovencísimos navajos bajan corriendo por las laderas empinadas del cañón, fuera de los caminos, sin perder milagrosamente el equilibrio. Yo agonizo subiendo y me deshidrato por completo. Me asombro de la resistencia de MJ.
Tenemos media hora para llegar al restaurante del Holliday Inn, la única posibilidad de llenar el estómago, descartados los bocadillos de un pie del Subway local, que odio, antes de que lo cierren. Llegamos cuando faltan quince minutos para las  9pm. Pedimos lasañas con agua fría. No hay cervezas ni alcohol dentro de las reservas. Lo prohíben las leyes de la tribu para atajar las secuelas que dejan en los nativos americanos el agua del diablo de los rostros pálidos. Es difícil, en general, beber alcohol en este país, no lo tienen en las cadenas de comida rápida, ni en los restaurantes que ellos denominan familiares; está todavía vigente la ley seca.
─Sois como los musulmanes con el alcohol─ le digo a MJ para provocarla.
─Son los restaurantes los que no quieren vender alcohol por los impuestos con que están gravadas las bebidas alcohólicas.
─Impuestos que paga el consumidor, no ellos.
─No, los paga el restaurante, además de los que paga el consumidor, al comprar la licencia para vender alcohol.
─Pues eso, como los musulmanes.
─Pues sí, somos como los musulmanes.
La lasaña que pedimos se puede comer. La Apple Pie lleva dos bolas de helado de vainilla con canela. Mientras doy cuenta de ella me pregunto cuántas Apple Pie llevo comidas en mi periplo.

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