CINE / FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
63 edición del Festival de San
Sebastián. Tercera jornada
No decepciona Álex
de la Iglesia en su disparatada y divertidísima Mi gran noche, su película con Raphael,
que va a concurso y que creo será el taquillazo de la temporada, la que
salve los números del cine español. Podrá gustar más o menos el cantante,
símbolo de una época, pero hay que rendirse ante él por haber sido capaz de reírse
de sí mismo, algo que le honra más allá de sus condiciones vocales y haberse
mantenido sobre los escenarios de forma incombustible. Alex de la Iglesia urde un divertidísimo espectáculo pirotécnico que
mantiene una cota muy alta durante toda la proyección. Un tipo en paro, con la
cara de Pepón Nieto, es contratado
in extremis para suplir al figurante de la grabación de una noche de fin de año
que ha sido aplastado por una grúa. A partir de allí se inicia el fenomenal y
descacharrante espectáculo rodado con toda clase de medios que Alex de la Iglesia domina con férreo
control. Mi gran noche es una
película compleja de montar, pero funciona como un mecanismo perfectamente
engrasado. Los diálogos son chispeantes, enlazan un chiste bueno con otro mejor.
El elenco de actores, en el que prácticamente están todos los del cine español
como Mario Casas y Carolina Bang, como presentadores de la
gala en eterna competición y matrimonio mal avenido; Terele
Pávez como madre loca de Pepón Nieto,
Carmen Machi como regidora lesbiana y
Santiago Segura como dueño corrupto
de la cadena, actúan en estado de gracia absoluta a las órdenes del director
bilbaíno. La coreografía es apabullante,
con mamachichos de por medio, y la
banda sonora del mexicano/mallorquín Joan
Valent es potente. Destacan de entre
el coro, personajes que son todo un acierto como Yuri, al que Carlos Areces pone cara, el hijo ruso
de Alphonse que siempre se está rascando; o el psicópata killer fan del cantante Alphonse (Raphael) que se sabe sus canciones de memoria. La comedia
disparatada de Alex de la Iglesia
rinde homenaje a otro disparate cinematográfico de otro director: El guateque de Blake Edwards. Aquí el gafe no es Pepón Nieto sino todo aquel que se cruza con la figurante
protagonizada por una chispeante Blanca
Suárez, que tiene una historia de amor imposible con él en directo. Un
final con espuma de jabón, pero sin elefante. Espectáculo total.
21
noches con Pattie es
otra extraña participación en la sección oficial por parte de Francia. La
película viene firmada por los hermanos Larrieu,
Jean-Marie y Arnaud, los responsables de El amor es un crimen perfecto, y la historia es delirante y con
algún que otro milagro de por medio, relacionado, seguramente, con su lugar de
nacimiento: Lourdes. A un pueblo de los Pirineos franceses llega Caroline (Isabelle Carré), una joven de ciudad,
con el propósito de organizar el funeral de su madre Isabelle Winter (el
apellido no es casual porque creo que a ese rincón, de alguna manera, les llega
la Tramontana) a la que apenas conocía, fallecida mientras hacía la siesta, que descansa en una de las habitaciones de una
casa hermosa, grande y luminosa. Pronto traba amistad con Pattie (Karin
Viard), la mujer que se cuidaba de la casa de su madre, una mujer atractiva
y adicta al sexo que le detalla con minuciosidad todos sus encuentros con los
tipos del pueblo, incluido un subnormal bien dotado que interpreta Denis Lavant (actor fetiche de Leo Carax). El cadáver de la madre desaparece como por
ensalmo el mismo día que llega para rendirle homenaje Jean (André Dussollier), un escritor setentón
con cierto parecido con el premio nobel Jean-Marie
Gustave Le Clézio. Lo que sigue, encuentros y desencuentros en una pequeña
aldea dominada por la sexualidad desmedida de sus habitantes, es puro
disparate. Que una película aborde el tema de la necrofilia en términos de
comedia, es todo un desafío digno de tenerse en cuenta. Sergi López, vía Skype, o en persona, en una no menos delirante
escena final, da el toque independentista cuando Caroline, su esposa, despierta
de nuevo a la sexualidad aduciendo como causante de su calentura el viento
cálido que sopla de España: Cataluña,
matiza. ¿Una Tramontana que afecta a la zona genital y a la cabeza de los
hermanos Larrieu?
Para salir de esa empanada mental francesa, decido
comer algo. Descubro, cerca del cine Kursaal, en la acera de enfrente, un
restaurante agradable en donde me tomo un pincho de tortilla de patata (creo
que en San Sebastián hacen las mejores tortillas de patata del mundo), risotto
de setas, caña, pastel de chocolate y café, mientras trabajo. Luego, cuando
salgo, me cruzo con bañistas que cruzan el paseo con sus tablas de surf bajo el
brazo tras haber hecho unas cuantas olas, aunque el mar andaba hoy muy
tranquilo, y me pongo a hacer cola para entrar de nuevo en el Kursaal. En estos
momentos muertos, entre los locos por el cine que aguantamos estoicamente de
pie para poder entrar, siempre hay alguien con quien hablar. Así es que cuando
oigo que una chica habla con el chico que le sigue en la cola de que lo mejor que
vio el año pasado fue la japonesa Aguas
tranquilas, le doy la razón, y, a continuación nos enrollamos con la
hermosa ceremonia de la muerte de esa película y de que el modelo nipón de
despedirse del mundo debiera importarse aquí para desdramatizar un poco ese
trance doloroso por el que todos pasamos.
A primera hora de la tarde, en el teatro Kursaal,
llega la seria opción, desde el punto de vista de este cinéfilo, a la Concha de
Oro. Sparrow viene de Islandia y es
una coproducción con Dinamarca y Croacia. Drama sórdido e intenso que gira
alrededor del adolescente de 16 años, Ari (Atli
Oskar Fjalarsson), brillante cantante del coro de su colegio de Reyjkjavik,
devuelto a su padre por su madre cuando ésta emprende una nueva relación y
quiere viajar por África. Gunnar (Ingvar
Eggert Sigurdsson), su padre, vive en un confín de Islandia, en una población
dispersa junto a los fiordos del norte, y trabaja en una fábrica de pescado.
Padre e hijo hacen seis años que no se ven, con lo que son casi unos
desconocidos el uno para el otro. Padre es un fracasado que ahoga en mares de
alcohol su frustración con sus amigotes, en unas fiestas que no tienen fin. Los
únicos anclajes emocionales del joven recién llegado son su amantísima abuela;
una amiga de la infancia a quien reencuentra, pero anda liada con un novio
posesivo y violento; y un anciano compañero de trabajo en la fábrica de pescado
con el que hace migas. Pero la situación de ese joven se hace insostenible a
medida que pasan los meses y no se adapta a su nuevo entorno, y no nos extraña.
Rúnar Rúnarsson, el director, retrata
un ambiente desolador en donde la única salida es el alcohol y borda todas las
secuencias con una caligrafía impecable manteniendo el mismo tono. Ejemplares
las secuencias de la iniciación al sexo del protagonista por parte de una madura
amiga del padre (el director opta por el primer plano del rostro del joven Ari
mientras su amante se difumina en un espejo); la de la conversación telefónica
a gritos con su madre, reclamando volver a Reykjavik; y esa fiesta con drogas,
que promete ser feliz, pero se convierte en una pesadilla para su inmovilizado
observador de los acontecimientos que no puede hacer nada para evitarlos. Rúnar Rúnarsson filma su drama familiar
con una fotografía fría que recoge la dureza del paisaje islandés, con su cielo
grisáceo como techo, y encuentra unos actores extraordinarios. Crónica sobre el
fracaso, que es contagioso. De padre perdedor, hijo igual. Pero subyace en el
film una enorme ternura en la relación de esos dos seres unidos por los
vínculos de la sangre, solitarios y huérfanos emocionales que se necesitan. Ari
busca ese brazo de su padre, inconsciente tras uno de sus habituales comas
etílicos, y con él su afecto. Una esperanza ante tantísima desolación y
frustración.
Cuando se enciende la luz del Kursaal, el público
rompe en un prolongado aplauso dirigido al equipo técnico y artístico de la
película que acude a su proyección y que no se espera tan entusiasta respuesta
a su trabajo. Minuto largo, quizá dos. San Sebastián es generoso con las
películas, hasta con la francesa, que a mí me parece un solemne disparate.
El día es regular en cuanto a altura cinematográfica,
así es que la última de la tarde es frustrante. Amama, abuela en euskera, va a la sección oficial seguramente por
ser vasca. Si Loreak, el año pasado,
resultaba interesante, este especie de documento antropológico que investiga
las raíces vascas a través de una familia tipo que habita un caserío apartado,
es un ejercicio de aburrimiento con buenas imágenes facturadas y nada si
rascamos en ellas. La hija rebelde de un campesino hosco y de escasas palabras,
que no muestra nunca sentimientos si es que tiene, prepara un documental y una
exposición fotográfica sobre su abuela, que tampoco abre la boca en toda la
película. Lo que se podría contar en diez minutos tarda ciento tres el
realizador vasco Asier Altuna. Un
producto diseñado para el consumo local, pero que no traspasará ninguna
frontera. También hacía cine antropológico, en sus inicios, Julio Medem, y hay una gran diferencia.
Publicado en El Destilador Cultural
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