CINE / PAPUSZA

PAPUSZA
Joanna Kos-Crauze y Krzysztof Krause
Unos copos de nieve revolotean sobre una población rural. Un plano cenital que baja hasta tocar la tierra, el barro, en el que chapotean niños al lado de cerdos. Blanco y negro riguroso para mostrarnos un fresco del pasado. Una caligrafía cinematográfica exquisita que huye de cualquier trampa para adentrarnos en el seno de una comunidad gitana que se desplaza con sus carromatos por Polonia y vive su nomadismo con alegría hasta que las autoridades les obligan a ser sedentarios y habitar casas que terminan convirtiendo en ruina. Como pájaros enjaulados.

Papusza es un himno a la libertad del pueblo gitano a través de una de sus escasas poetas, una niña extraña que viene a la vida en una noche de luna y ante una fogata, en el campo. La casa es la carreta y la vida es el camino. Papusza, muñeca en romaní, el alias de Bronislawa Wajs (1910-1987), es una extraña gitana que quiere aprender a leer y a escribir, y que, además, cuando aprende a escribir, pergeña hermosos y sencillos poemas que un payo, ajeno a la comunidad, infiltrado en ella para escribir un libro sobre los gitanos de Polonia, rescata para que se publiquen en un libro. Papusza (Paloma Mirga, de joven; Jowita Budnik, de adulta), cuando crece, dista mucho de ser feliz. La casan con su tío cascarrabias Dionizy Wajs (Zbigniew Walerys) siendo una niña (Paloma Mirga, Papusza niña, llorando mientras la acicalan para la boda) al que no le da descendencia sino poemas incomprensibles para una comunidad en donde la oralidad es uno de sus rasgos. La persecución nazi con sus miles de asesinados (ahí adopta a su hijo Tarzan); los progroms de los propios polacos (la niña Papusza lo contempla desde la distancia y se siente culpable de la devastación del campamento gitano); el breve espacio en el que son aceptados para amenizar, como músicos, las veladas de la aristocracia polaca; la orden de asentamiento del régimen comunista, son pespuntes históricos de este riguroso ejercicio cinematográfico rodado, casi siempre, con planos fijos y generales y una fotografía que se recrea en la belleza de la naturaleza, la casa común de los gitanos.

El tío/ marido Dionizy Wajs, en un ataque de furia, arremete contra su carromato y lo desguaza a hachazos, porque sabe que es como un marino varado en puerto que ya nunca más se echará a la mar: se muere como los nativos norteamericanos en las reservas indias. Los gitanos languidecen como fieras enjauladas entre paredes de casas que les separan de los bosques y prados que conforman su reino. Encarcelados. Papusza, enloquecida, se cree maldita, la causante, con sus poemas, del declive y sedentarismo de su pueblo, y quema sus papeles antes de entrar en un sanatorio mental. El payo Jerzy Ficowski (Antoni Pawlicki), que siempre la ha amado en silencio (el beso en el bosque, único, que no se repite), el que rescata su poesía y la imprime, no consigue rescatarla a ella, ni que escriba un solo renglón más. Papusza ha traicionado a sus gitanos, poniendo negro sobre blanco sus secretos ancestrales, y es maldita entre los suyos.

Los carros discurren por un paisaje, al amanecer, mientras una voz desgarrada canta los versos de la poeta gitana. El cine llega al alma, entra en ella. Y de nuevo la Europa del Este, la Polonia  de los Aleksander Ford, Andrej Wajda, Zulawsky, Krzystof Kieslowski, Roman Polanski, Krzystof Zanussi, Agnieszka Holland, Jerzy Skolimowski, Andrejs Zulawski, Pawel Pawlikowski y tantos otros grandes maestros, que nos da una lección magistral, nos dice por dónde debe ir el cine para que  sea el séptimo arte.

La narración cinematográfica del matrimonio Joanna Kos-Crauze y Krzysztof Krause (muerto recientemente) es premeditadamente desordenada, una sucesión de estampas de un acusado aire pictórico que el espectador pone en orden en su cabeza. La película transcurre ante el espectador con la misma placidez que esos ríos polacos que se deslizan por las infinitas llanuras sin convulsiones, serpenteando bosques. Y los intérpretes, casi todos de etnia gitana, no interpretan sino que son espiados por una cámara invisible y respetuosa.  La belleza del cine primitivo de Robert J. Flaherty. El plano general para que la mirada se amplíe con libertad.


Papusza es una película asombrosa que se mete dentro a ritmo de arpa y guitarra zíngara, rodada en 2013 y que llega con dos años de retraso, pero llega porque fue premiada en la Seminici de Valladolid. Un canto a la libertad de un pueblo irreductible cuyo techo es el cielo y las estrellas.  
Publicado en Revista Tarántula, El Cotidiano, Entretanto Magazine

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