CINE / FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
63 edición del Festival de San
Sebastián. Sexta jornada
La cinematografía georgiana empieza a tener una
cierta presencia internacional. Recordemos la reciente Mandarinas. Moira, que
compite en la Sección Oficial, es una película de tono deliberadamente gris,
por el escenario, ese mar que nunca es luminoso, ese cielo encapotado, esa fila
de casas, a su orilla, que en cualquier otra parte serían codiciadas por sus
vistas, pero que están en ruinas, como la familia que protagoniza la película.
Mamuka (Paata Inauri), el hermano
mayor de la familia protagonista, sale de la cárcel después de cinco años por
un delito menor por el que entró y se encuentra con una familia en coma total
que precisa de su ayuda. El padre (Zaza
Magalashvili) está en silla de ruedas; la madre (Ani Bebia) trabaja en Grecia; el hermano menor (Giorgi Khurtsilava) coquetea con
amistades peligrosas. En ese entorno marginal, Mamuka decide hipotecar la
ruinosa vivienda familiar para comprarse un barco, el Moira, que da título a la película, e intentar pescar el gran
esturión beluga. El film de Levan
Tutberidze tiene tanto de crónica familiar, como de relato social y film noir. Lo negro, precisamente, se
adueña del tramo final de la película. Mamuka está atrapado por un pasado del
que es difícil escapar.
Desayuno rápido, tras desestimar un reguero de
cafeterías, próximas al teatro Victoria Eugenia y al Hotel María Cristina,
atestadas de público por esa proximidad, y tomo deprisa y corriendo mi café con
leche y cruasán pegajoso en un establecimiento más alejado sin saber que la
película georgiana es lo mejor que voy a ver durante todo el día. Así es que
vuelvo al Victoria Eugenia, media hora después de salir por su puerta, para
enfrentarme a una película china, algo que me apetece.
Después de la notable Un toque de violencia, Jia
Zhang-ke vuelve a hablar, en tono crítico, de lo que es su país, China, y
lo hace a través de un retablo familiar dividido en tres partes: un pasado más
o menos inmediato, los años 90; el presente, 2014, y el futuro, el 2025. En Mountains May Depart, que se proyecta en
la Sección Perlas después de su paso por el festival de Cannes, el director
nacido en Fanyang deja el género negro para abocarse de lleno en un drama
sentimental que tiene algún ribete folletinesco. Tao (Tao Zhao), una mujer exquisita, ama al honrado minero Lianzi (Liang Jingdon), pero termina casándose
con el dueño de la mina Zang (Zhang Yi),
un emprendedor hombre de negocios; pero el dinero no da la felicidad (la mujer
se divorcia y el marido obtiene la custodia de su único hijo Dólar; sí, como lo
oyen, así se llama su hijo fruto de estos tiempos de capitalismo chino voraz),
y la falta de dinero, tampoco (el minero enferma gravemente a consecuencia de
su trabajo esclavo). El hijo Dólar, ya en Australia, y en el 2025, está a punto
de olvidar sus raíces, tanto como el idioma (ya no sabe hablar chino y sólo se expresa
en inglés), y hasta de su madre Tao hasta que conoce a una profesora que le
recuerda a ella y le devuelve al pasado.
Esta coproducción entre China, Francia y Japón (la
productora de Takeshi Kitano), es un
film emotivo sobre las relaciones de familia y la descomposición de la sociedad
china con el advenimiento de las nuevas élites económicas que han vuelto a
restablecer las clases sociales, ese peculiar modelo del comunismo en maridaje
con el capitalismo que debe de remover al Gran Timonel en su tumba. Jia Zhang-ke se encarga de remarcar las
diferencias entre uno y otro estatus (vestimenta, coches, casas, gustos
musicales), rueda en la presa de las Tres Gargantas, que tanto ha contribuido a
cambiar el paisaje social y natural de China, y reivindica unas raíces
populares que se pierden a todo ritmo; pero también se extravía la película por
una ambición desbocada, excesivo metraje y caos en la escritura del guion, que,
hacia el final, adquiere tono de farsa que chirria con el conjunto. Y, además,
los actores, especialmente Zhang Yi,
dejan mucho que desear en sus interpretaciones.
Puedo ir a comer a Okendo, o hacer una excursión a
La Zurria, pero prefiero meterme en el Teatro Principal a las 14 horas para ver
más películas con una herradura, un pastelito dulzón y pegajoso, en la boca. Parasol es un lacónico relato que viene
de Bélgica, cinematografía que últimamente depara sorpresas muy agradables, y
habla de ese turismo low cost que
invade las playas del Mediterráneo a través de tres historias paralelas, la de
una mujer de setenta y muchos años que quiere conocer al hombre con el que
mantenía calientes chats por internet; el conductor de un trenecillo de turistas
que debe cuidar durante unos días a su hija pequeña y lo que más desea es
celebrar su cumpleaños con ella; y Alfie, un infeliz y adolescente turista
británico al que todo le sale mal desde que se asocia, a la fuerza, con dos
tipejos con aspecto y maneras de hooligans
que lo emborrachan, le sablean todo el dinero y terminan dándole una paliza. La
película de Valéry Rosier está
rodada íntegramente en la isla de Mallorca, no llega a los noventa minutos y
está recorrida, de principio a fin, por un humor corrosivo que nace
naturalmente de situaciones grotescas. Hay
buenos actores en este film sin pretensiones. Alfie Thomson es el desdichado muchacho que se lo pasa fatal en esos
días de asueto, harto de hacerse selfies con sus padres, y transmitiendo a sus
amigos de Inglaterra una vacaciones muy divertidas que sólo existe en su cabeza;
Pére Yoko es ese conductor del
trenecito turístico; pero quien se lleva el gato al agua, con una vis cómica
que nace de no mover un solo rasgo de la cara y no decir una sola palabra, es
la septuagenaria Julienne Goeffers.
Intentar ver cinco películas me impide comer
decentemente. Por suerte el día se mantiene y no llueve. Así es que, deprisa y
corriendo, busco una terraza en la Playa Mayor de Donostia y me como un
bocadillo acompañado de una caña mientras paso algunas de mis notas al
ordenador. La vida del cinéfilo es muy dura. Y, a la hora justa, vuelvo al
Teatro Principal, de donde he salido de ver la comedia belga, para ver una
película de género negro española.
Imanol
Uribe vuelve a la temática
etarra, que ya abordó en algunos de sus mejores trabajos como La muerte de Mikel, La fuga de Segovia y, sobre todo, Días contados, pero Lejos del
mar, película que va a competición, está muy alejada de esa trayectoria
impecable que hizo de él uno de los
directores más potentes del cine español. La expiación de la culpa y el perdón
están en el núcleo del film, pero el problema es que las situaciones, por
rocambolescas, no son creíbles, y la película naufraga a poco de saberse quien
es realmente ese tipo que llega a un pueblo andaluz, Santi (Eduard Fernández), y se establece en
una solitaria casita de pescadores del Cabo de Gata: un etarra que ha cumplido
condena. Lo que ocurre a continuación algo tiene que ver con el síndrome de
Estocolmo, pero más con algún tipo de patología sexual de la protagonista
femenina, la doctora Marina (Elena Anaya).
Falla el dibujo de los personajes; falla la tensión dramática; y alguna de sus
secuencias (la del marido cornudo con la escopeta de caza) produce vergüenza
ajena. No es una buena película, y podría haber sido. Y sus dos protagonistas, Elena Anaya y Eduard Fernández, aparecen completamente desubicados y fuera de
juego tratando de hacer creíbles unos personajes, y sus reacciones, que nadie
se cree. Y, además, no hay buen feeling entre
ellos, y se nota.
Freeheld, aportación norteamericana a la Sección Oficial,
está basada en hechos reales y la ha dirigido Peter Sollet, cuyas credenciales Camino a casa, Nick y Norah,
una noche de música y amor y Ben & Kate no le avalan
precisamente. Lo que parece un thriller, por la detención aparatosa de unos
camellos al principio, deriva luego hacia una historia de amor lésbica entre la
inspectora de policía Laurel Hester (Julianne
Moore) y la mecánica de coches Stacie Andree (Ellen Page), que se conocen accidentalmente en un partido de
voleibol y acaban comprando una casa; lo que parece una historia de amor
lésbica, con su problemática social (no estaba muy bien visto, por entonces, en
los años 90, que una poli fuera homosexual) se convierte en una historia de
lucha heroica contra una enfermedad incurable, subgénero común en Estados
Unidos; y lo que parece que se va centrar en esa lucha contra el mal, acaba convirtiéndose
en una película reivindicativa del derecho de los homosexuales a recibir la
pensión de sus parejas de hecho, es decir, una lucha contra la discriminación
sexual y la homofobia que terminó con la aceptación del matrimonio homosexual
en todo el país este mismo año. Cargada de buenas intenciones (los polis
homófobos, compañero de Laurel Hester, acaban haciendo piña con ella; su
superior Dane Wells (Michael Shannon),
que estaba enamorado de ella y sufre una gran decepción cuando descubre su
condición sexual, la apoya y está a su lado sin condiciones; un judío activista
gay, Steven Goldstein (Steve Carrell),
la monta; la población del condado se
moviliza, etc.), Freeheld es
absolutamente convencional y previsible, tiene el formato de cualquier
telefilme de tarde de domingo y ni siquiera atesora una de esas interpretaciones
de enfermos terminales por los que el actor o la actriz de turno se asegura el
Óscar, aunque quizá me equivoque.
Con cinco películas al coleto (y ninguna de ellas
pasará a la historia gloriosa del cine, que conste), termino mi jornada laboral
y regreso a mi hotel a lomos de bicicleta con un dolor de garganta considerable
e inicio de tos. La lluvia y la humedad de esta ciudad me están empezando a
pasar factura.
Publicado en El Destilador Cultural
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